La caída de la clase media
Era el símbolo de una Argentina de progreso y bienestar. Pero las cíclicas crisis económicas golpearon sin piedad a ese sector emblemático, que aún se aferra con lo poco que le queda a sus sueños y a su identidad
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El motor de la Argentina productiva. Los vagos y chantas que no quieren laburar. Los descendientes de inmigrantes que pasan de generación en generación eso de que lo más importante es educarse, trabajar y progresar. Los tilingos que, con la vista puesta en Miami, eligen no mirar a los que sufren acá. Los pobres ahorristas que fueron estafados y devastados por el corralito. Los egoístas que no ven más allá de su ombligo y votan con el bolsillo.
Curiosamente, cuando se intenta hablar de la clase media argentina, encontrar un punto medio es lo que más cuesta. En parte, porque este heterogéneo y ambiguo sector de la sociedad se ubica entre dos extremos cada vez más polarizados: en un contexto de desigualdad galopante, ni rica ni pobre, la clase media ocupa un centro complejo, que sufre de fracturas propias provocadas por esa inequidad desbocada que parece que todo lo arrasa. Por ende, la clase media no solo se achica, sino que además, hacia el interior, se fragmenta y atomiza.
El Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) es el que mide los ingresos de la población y, si bien no la clasifica de acuerdo con clases sociales, sí delimita la llamada “línea de pobreza” (el mínimo de ingresos que debe tener una persona para cubrir sus necesidades de alimento, indumentaria y transporte); en octubre pasado, la marcó por debajo de los $12.608,52 mensuales. En base a este indicador, instituciones y organismos como la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de las Naciones Unidas (CEPAL) calculan que, para considerarse de clase media, un argentino tienen que percibir ingresos de entre 1,8 y 10 veces esa línea de pobreza. Según este cálculo, el ingreso per cápita del segmento puede variar de $22.695 a $126.085. Con un espectro así de amplio, que alberga tantas diferencias internas, no sorprende que, en su encuesta de panorama político y social de mayo del año pasado, el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG) haya empezado a hablar de la “clase media de toda la vida”, otra “clase media con miedo a ser baja”, una “nueva clase media” y la “clase media-alta”.
Hay quienes van más allá y llegan incluso a cuestionar su propia existencia, con esa frase hecha de que “la clase media es un mito” −hoy, con un índice de pobreza que ya alcanzaría al 45% de la población, la argumentación empieza a cobrar algo de fuerza−. Sin embargo, según el último estudio del Observatorio de Psicología Social Aplicada de la UBA, un abrumador 85% de los argentinos se considera de clase media. Esta aparente contradicción es, en realidad, el punto neurálgico del dilema: aunque los indicadores netamente económicos que se usaron originalmente para estratificar a la sociedad (además del ingreso per cápita, otros como el acceso a la vivienda propia y a bienes de consumo como, por ejemplo, tener auto) hace años que se complementan con otros de índole social (ocupación, nivel educativo, acervo cultural, pasado familiar), ser de clase media se trata, también, de una profunda y compleja cuestión de autopercepción e identidad.
Con humor y lucidez, Guillermo Oliveto sostiene que responder de manera cabal y objetiva qué es la clase media argentina se trata de “un desafío de carácter filosófico, algo así como responder a ¿qué es la felicidad? o ¿qué es la belleza?”. Asesor estratégico, especialista en sociedad, consumo, marcas y comunicación, en su libro Argenchip: Cómo somos y cómo pensamos los argentinos (Atlántida, 2014), Oliveto hace frente al desafío y arriesga: “Ser de clase media es directamente ser”. Para él, esto no depende de −o, mejor dicho, trasciende− características económicas, laborales e incluso culturales, porque en nuestro país, “la clase media es esencialmente un ‘querer ser’ y un ‘deber ser’”. Sigue Oliveto: “Es un cuerpo social no fijado que en su superficie presenta elementos volátiles y siempre maleables. Como colectivo social, un día puede clamar por el orden y el control y al siguiente por la libertad y la autogestión. Puede enamorarse de la globalización y el neoliberalismo, así como de la producción nacional y el regreso del Estado”.
En otras palabras, representa un conjunto de aspiraciones e ideales que nacen, mutan, mueren y renacen a lo largo del tiempo y según el clima de cada época. Que conviven, pero también, por momentos, se contradicen y contraponen. La esencia misma de la argentinidad. De ahí la imposibilidad de elaborar una definición de diccionario, una radiografía definitiva, una foto estática. En cambio, si la clase media tomara forma de película, la primera escena tendría un claro protagonista, aunque no de carne y hueso. Los griegos lo habrían reconocido como un hijo de Morfeo.
Tuvimos un sueño
Hubo una vez un argentinean dream, bastante más modesto que el hiperfamoso americano, pero igual de poderoso y movilizador para aquellas personas que lo soñaron: hombres y mujeres, provenientes en su mayor parte de Europa, que apenas podían sobrevivir en sus patrias y que se animaron a dejarlo todo atrás para empezar de cero en una tierra nueva, llena de promesas. Oportunidades, trabajo, progreso. Un cierto nivel de riqueza y éxito. Después de esas largas travesías (navegaban por mínimo 15 días o hasta por dos meses, dependiendo el tipo de embarcación), era como si la mirada se les quedara fija para siempre en un horizonte un tanto lejano, pero para nada inalcanzable en la Argentina de esos años.
“La inmigración de finales del siglo XIX y principios del XX fue sinónimo de gente que venía con ganas de mejorar su condición y que, en general, llegaba con recursos superiores a la población criolla, sobre todo en cuanto a capital intelectual y destrezas laborales. Eran personas con una sana ambición, dispuestas a hacer un esfuerzo muy grande, mayor incluso que el de aquellos compatriotas que se habían quedado; en ese sentido, eran casi como un seleccionado de su país de origen”, grafica Roy Hora, doctor en Historia por la Universidad de Oxford, investigador principal del Conicet y profesor en la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad de San Andrés.
Se dio entonces el encuentro de dos potencias, lo que hoy se consideraría un match perfecto: por un lado, una Argentina que ya conocía la prosperidad (terminando el siglo XIX, el éxito de la economía agroexportadora había generado un crecimiento veloz, con ingresos per cápita altos, y una sociedad muy urbanizada, al punto de que Buenos Aires llegó a ser la mayor urbe del hemisferio sur) y, por otro, un grupo de personas bastante heterogéneo, con diversas culturas e idiomas, pero que compartía la misma búsqueda de progreso. Y, aunque el plan original del gobierno nacional apuntaba a que esos recién llegados trabajaran en el campo, la gran mayoría terminó convirtiéndose en industriales, artesanos y comerciantes en las grandes ciudades. Fue un cambio radical y, en algunos casos, directamente brutal: según el censo del INDEC de 1914, los inmigrantes representaban el 30% de la población total del país, al tiempo que componían el 60% de los habitantes de Buenos Aires y eran casi la mitad (47%) en Rosario.
“El fenómeno de la inmigración dio paso a una combinación social peculiar. Se conformó una sociedad muy abierta y móvil, de muchas oportunidades”, apunta Hora. Oliveto completa: “La oportunidad histórica de comienzos del siglo XX hizo que hubiera recursos y motivación de sobra para correr detrás del progreso. Estaba a la vuelta de la esquina para quien quisiera ir por él. La Argentina también tuvo su sueño. Y ese sueño era ser un país de clase media”. Claro que la gente no lo ponía en esos términos, porque el concepto mismo de clase media no se popularizó hasta varias décadas después.
Para 1950, el sueño de una vida mejor ya se había convertido en una realidad palpable e, incluso, medible. Fue el italiano Gino Germani, que llegó a nuestro país en 1934 huyendo del régimen fascista de Mussolini y devino precursor de la sociología argentina, quien esbozó el primer mapa estratificado de nuestra sociedad. Siguiendo los lineamientos de la sociología norteamericana de la época de la posguerra (que se inspiraba en la metodología científica para recabar y cruzar datos), en su libro icónico, Estructura social de la Argentina, de 1955, Germani estudió el impacto de la inmigración y la industrialización. Comparando los indicadores socioeconómicos que mostraban los censos de 1869 y 1914 −por ejemplo, la evolución de la tasa de analfabetismo y el éxodo del campo a la ciudad−, identificó una movilidad social ascendente sin parangón en el resto de la región.
Por primera vez, la clase media argentina se reconocía como tal y, lo que es más, se presentaba como un fenómeno potente y diferencial. “Si se comparaba con el resto de América Latina, nuestra sociedad era cualitativamente distinta justamente por tener un sector medio grande, poderoso y pujante, con un impacto no sólo económico sino también cultural”, remarca Hora.
Esta transformación, según Germani, se dio de distinta forma para criollos e inmigrantes. Para los primeros, ascender socialmente había sido sinónimo de conseguir un buen trabajo tras haber estudiado en el exterior (considerable esfuerzo de sus padres de por medio); en cambio, los no nacidos en Argentina se abrieron camino “hacia arriba” convirtiéndose en autónomos (dueños de comercios, fábricas, etcétera, lo que hoy llamaríamos “emprendedores”). Sea como sea que lo hubieran conseguido, para esa masa cada vez más numerosa de gente de mediados de siglo XX, ya era mucho más lo que la unía que lo que la separaba.
Aunque cada cual construía su propio destino, la enorme mayoría compartía al menos tres valores inquebrantables: el trabajo y el esfuerzo como condiciones sine qua non para cualquier objetivo que se propusieran alcanzar; la familia como grupo de pertenencia fundamental, y la educación como un capital irrenunciable, crucial. Tan sólidos resultaron esos pilares que, hasta la década del 90, a pesar de haber sufrido ya unos 50 años de turbulencias económicas y políticas, la Argentina todavía podía enorgullecerse de una gran clase media que abarcaba al 75% de su población. Sin embargo, como ocurre con cualquier soñador, en algún momento le llegó la hora de despertar.
Políticamente inciertos
En Historia de la clase media argentina (Crítica, 2019), el historiador Ezequiel Adamovsky plantea una teoría singular: que fue la aristocracia porteña la que, alrededor de 1920, inventó el concepto de clase media para mantener tranquilo y controlado al proletariado, que crecía a pasos agigantados con la llegada de los inmigrantes. Habría sido la élite la que marcó el ideal de lo que significaba ser “buen ciudadano”, con todos los beneficios y el confort que un estilo de vida aburguesado traía aparejado.
Adamovsky ofrece uno de los estudios más completos y rigurosos de cómo fueron y vivieron los primeros sectores medios en nuestro país. Sin embargo, resulta difícil creer que pudo haber una manipulación tan potente y perfecta. “Es una subestimación, una mirada que menosprecia a la clase media, como si hubiese sido una construcción de arriba hacia abajo, cuando en realidad fue el proceso inverso: el inmigrante cuyos hijos y nietos tenían como vocación el progreso y la sana ambición de estar en una situación mejor, aquel famoso dicho de m’hijo, el dotor. Por supuesto, como toda clase social, tiene sus claroscuros, pero disiento de esa corriente que piensa que la clase media fue una maldición de la Argentina, cuando en realidad fue una bendición. Fue un movimiento virtuoso, no vicioso”, defiende Oliveto.
No obstante, si la clase media es realmente sinónimo de argentinidad, hay una pregunta de importancia crucial: ¿cuál ha sido su relación con la política? ¿Qué poder tuvo y tiene como perfil de votante, y qué la ha convencido o desmotivado a elegir en las urnas a uno u otro candidato? “La sociedad argentina tiene una historia de democratización bastante extendida en el tiempo, pero un hito muy importante fue la sanción de la ley Sáenz Peña de 1912, que estableció el sufragio universal, obligatorio y secreto (eso sí, sólo masculino: las mujeres tuvieron que esperar unos 30 años más). Esto hizo pasar el centro del eje gravitacional de la política argentina desde arriba hacia abajo de manera muy abrupta, y la gran perdedora fue la clase media, porque ahí uno observa que el discurso político se volvió muy popular. Décadas después, el peronismo profundizó esta tendencia, pero ya desde muy temprano la clase media tuvo una posición incómoda en el sistema político, lo cual colaboró a que, durante bastante tiempo, no tuviera una lealtad política definida”, reflexiona Hora, aunque agrega: “Así y todo, por la importancia de la clase media, tendemos a verla como un promotor de los procesos de cambio, modernización y transformación de la Argentina”.
El analista y consultor político Pablo Touzon, autor de La grieta desnuda (Capital Intelectual, 2019), coincide en esta lectura del poder simbólico de la clase media, y sostiene que, a partir de 1983, el discurso de los candidatos empezó a dirigirse cada vez más a este sector, cuya tracción política quedó más en evidencia que nunca con la crisis del 2001: “¿Qué tumbó al gobierno de De la Rúa, los saqueos o los ahorristas? La clase media, más allá de su realidad económica y sociológica −que con toda seguridad está peor que hace 30 años−, mantiene una preeminencia en lo que implica construir poder político en la Argentina, es decir, a quiénes les hablan los políticos. Y, ya sean los cacerolazos de 2001 o la marcha contra la resolución 125, las grandes movidas populares suelen tener −desde la vuelta de la democracia− su corazón en la clase media, que se convirtió en un factor casi revolucionario”.
Lo curioso es que si se la analiza como sujeto político, una vez más, resulta difícil identificar qué es lo que la caracteriza y aglutina. Sus intereses, sus paritarias, no son para nada evidentes; incluso, diferentes integrantes de la clase media pueden dar las respuestas más divergentes. Y es que, como dice Martín Rodríguez, coautor junto a Touzon de La grieta desnuda, la clase media podría representarse como una típica pelea de consorcio: podrá haber vecinos ultra K y anti K, pero todos viven bajo el mismo techo, en las mismas condiciones, compartiendo más de lo que les gustaría admitir. “Si a la sociedad argentina le hiciéramos una especie de osteopatía y nos preguntáramos dónde duele la grieta, encontraríamos que la clase media es ese nervio donde más sangra y duele”, remata Touzon.
Aunque en lo concreto no sea para nada claro qué es lo que la clase media quiere, el analista se anima a esbozar su necesidad más básica: “La Argentina era un país sostenido en gran parte por el sueño de la movilidad social ascendente. Esta aspiración, más algún grado de confianza en el progreso general del país, es en esencia lo que el sector demanda. Sin embargo, los políticos no logran esbozar un plan integral, ni siquiera trazar un horizonte, si bien intentan reemplazar esa carencia con dos estrategias: exacerbar los temas identitarios de la grieta y tratar de lograr formas de consumo de masas”.
En ese sentido, para Touzon, el dólar barato funciona hace años como un subsidio encubierto a la clase media, el súmmum del “pan y circo” de la política nacional moderna. “Es como un sucedáneo para el adicto: como no tienen más heroína, le dan metadona. Todos los gobiernos (menemismo, kirchnerismo, macrismo) dieron alguna idea de bienestar en ausencia de un modelo económico que promoviera el verdadero ascenso social. Y el consumo se transformó, para la clase media, en una forma de no perder el status, de no caerse del mapa”.
Cambia, (casi) todo cambia
Guillermo Oliveto lleva más de dos décadas estudiando de cerca qué consumen los argentinos porque, en línea con las teorías del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, considera que el consumo se volvió un fenómeno no solo económico sino también social: hoy, más que nunca, ahí donde resultan insuficientes o incompletos los indicadores tradicionales y “objetivos” acerca de qué es la clase media, sus patrones de consumo pueden echar luz sobre su acceso concreto y actual, pero también sobre los miedos y deseos que hacen al núcleo duro de su identidad.
En ese complejo entramado de expectativas y realidad, Oliveto identifica que la aspiración más fuerte, aunque hace rato postergada, es la de tener su hogar. “La vivienda propia es crítica por el origen mismo de nuestra sociedad: el inmigrante arraiga cuando tiene su casa. Además, en un país tan volátil, con crisis cíclicas, tu casa te protege o, por lo menos, pensás que te protege. El famoso ‘pase lo que pase, en la calle no me voy a quedar’. De todos modos, a la clase media no le quedó otra y se volvió más inquilina. Pero, en 2017, cuando volvió el crédito hipotecario y explotó la demanda, quedó demostrado que el sueño de la vivienda propia no está desaparecido sino dormido”.
Otro bien icónico del “argentino medio” que ya fue en buena parte resignado es el auto. “Entre los 60 y los 80, fue posible acceder, al menos, al famoso ‘autito’, ‘el Fitito’. Pero esto fue cambiando y, sobre todo a partir de 2002, el auto se concreta mucho más en la clase media-alta; hoy, para moverse, la clase media-baja usa sobre todo el transporte público. Ni hablar de un 0km, al que solo accede parte de la media-alta. En cuanto a autos usados, ahí sí aparecen propietarios de clase media-baja, pero de todos modos, el 50% de los hogares de ese sector no tiene automóvil. Tener auto sigue siendo transversalmente aspiracional, pero en la praxis ya no identifica a la clase media”.
Por el contrario, el bien más novedoso (y que, de algún modo, ocupó el espacio simbólico que dejaron la casa y el auto) fue el viaje. Un objeto de deseo que puede tomar muchas formas, desde una escapada a algún destino nacional hasta la clásica “gira europea” de tres semanas o, para los más osados, un largo vuelo hasta un destino exótico como el Sudeste Asiático, según los momentos de la Argentina. “Una cosa era viajar en los 90, con la convertibilidad; otra fue irse con el ‘dólar tarjeta’ del gobierno kirchnerista; y lo mismo aplicó para los primeros años del macrismo, con un mix de dólar barato, mucho crédito y la irrupción de las aerolíneas low cost”, apunta Oliveto. En cualquier caso, para el argentino lo esencial es hacer la valija, un lujo devenido costumbre que, de alguna manera u otra, en las últimas décadas, se había transformado casi en un derecho adquirido, hoy en suspenso por la pandemia.
“El otro gran deseo fue y sigue siendo la tecnología −agrega Oliveto−, que marca la época en la que vivimos como ninguna otra cosa: si estás ‘desenchufado’, te caíste del mundo, no solo quedás fuera de las redes sociales, sino de la misma trama social”. En términos de consumo, el número uno, por lejos ícono absoluto que marca el estatus, es el celular. Más atrás, pero ahora subiendo de la mano del trabajo remoto y las clases por Zoom, aparecen la laptop y la tablet; también, como parte de la reconfiguración del hogar que trajo la pandemia, la TV, el aire acondicionado y el freezer subieron sus ventas, según un informe de la consultora Nielsen.
Otra vez, según Oliveto, en donde el argentino medio parece que más ha resignado es en el chango de supermercado. “Hoy la clase media es mucho menos prejuiciosa frente a la góndola, se permite elegir segundas marcas y hacer la ‘compra grande’ en un mayorista. Cosas que antes le hubieran parecido degradantes para su estatus, hoy le parecen una muestra de sensatez. Hace todo un análisis de en qué puede gastar y en qué no, en dónde se va a dar un gusto y en dónde ya no se justifica pagar de más”.
¿Hay algún aspecto en donde la clase media no claudique? “Hay dos o tres cosas que no entrega o, mejor dicho, que solo entrega cuando casi queda desclasada, cuando no tiene más opción. En primer lugar, la educación de los chicos y, si tiene, la obra social o prepaga. Y lo que también le resulta durísimo es tener que mudarse, porque la clase media está muy afincada en su hábitat. Estos tres son elementos que tocan una fibra muy sensible y que, si se resignan, se hace muy difícil volver”, remata Oliveto.
La clase media no duerme
En 1995, los investigadores Alberto Minujín y Gabriel Kessler publicaron un libro cuyo título dio en la tecla para nombrar a un fenómeno tristemente popular de su tiempo: La nueva pobreza en la Argentina. Expertos en estadística y sociología, se abocaron a analizar los procesos de empobrecimiento de la clase media (durante los 90, fueron siete millones de argentinos los que cayeron en la pobreza, el equivalente al 20% de la población total del país) y reconocieron un nuevo grupo social, los nuevos pobres, quienes, a diferencia de los pobres estructurales, habían gozado de un pasado con más recursos y, por ende, todavía conservaban valores sociales y culturales a pesar de sus limitaciones materiales. Además, estos nuevos pobres mantenían −o intentaban mantener− prácticas, costumbres y consumos de antes.
Lo que ni Minujín ni Kessler ni nadie vio venir pocos años después fue una crisis tan implacable y voraz como la del 2001-2002. Hasta ese punto, después de cada embate, la clase media se las había arreglado para ajustar sus expectativas y acomodarse a su nueva realidad, sin dejar de proyectar −y, en ocasiones, de concretar− un futuro más amable, una renovada oportunidad. En cambio, esa vez, con una tasa de desempleo que tuvo su punto máximo en 21,5% (en el segundo trimestre del 2020, aún con todo el efecto devastador de la pandemia, el índice solo llegó al 13,1%), el horizonte de posibilidades con el que habían soñado sus antepasados tomaba forma de abismo mortal. “Fue un antes y un después en la historia de la Argentina y de la clase media en particular. Fue un golpe durísimo porque significó un proceso de movilidad descendente brutal, que dejó una herida que no termina de sanar y está grabada en el inconsciente colectivo de los argentinos. Cada vez que pasa algo grave, la gente piensa en el 2001: es el fantasma más temido”, asevera Oliveto.
Hoy no queda claro cómo será el panorama económico y social post Covid-19. Lo que ya es una triste realidad, según la economista Candelaria Botto, coordinadora del blog Economía femini(s)ta y presentadora del ciclo documental Economía desde Adentro, de Deutsche Welle, es un fenómeno global que nos complica y complicará todavía más: “Lo que es característico del siglo XXI, tanto en la Argentina como el resto del mundo, es que ahora tener un trabajo no te garantiza no ser pobre. Antes, un empleo te aseguraba poder pagar un alquiler, comprar la comida, hacerte cargo de tus hijos. Ahora, los ingresos se redujeron tanto que, aun cuando muchas personas tienen empleo, el sueldo no les alcanza para salir de la pobreza”.
Así y todo, en el resto del mundo, la clase media avanza y se asienta, mientras que en la Argentina ponemos cada vez más en duda su existencia. “Un valor central durante décadas, parte del orgullo nacional, fue tener una fuerte clase media. Con respecto al resto de la región, fue nuestro distintivo por mucho tiempo. Obviamente, los números ya no dicen eso: en los últimos 30 años, la mayoría de los países de América Latina avanzaron en su proceso de producción de clase media, y ni hablar de lo que está sucediendo en Oriente, sobre todo en China, que la genera de a millones de personas. En cambio, acá se dio el proceso inverso. Y por eso quizás es tan difícil que resignemos esa identidad, porque es una latinoamericanización de hecho”, dice Touzon.
En este contexto, el economista Orlando Ferreres advierte: “Hoy se habla mucho de pobreza, pero casi nada de clase media. No hay muchos teóricos ni análisis sobre este grupo, y es una pena, porque es a la realidad que deberíamos intentar volver. Tenerla bien presente, trabajar para resucitarla es clave para nuestro país, que no puede seguir por donde va, con la mayoría de la gente que necesita apoyo del Estado para sobrevivir. Recuperar ese sector medio es volver a hacer la diferencia”.
A pesar de todo, la clase media argentina estaría dispuesta a asumir su parte en esta nueva y potencial proeza, porque todavía se define a sí misma por la idea de autonomía. Cierra Oliveto: “Descreo de la idea de que se perdió la cultura del trabajo. El argentino medio no quiere vivir de un plan social, aunque por supuesto puede aprovechar las ventajas que le da el Estado con cosas como subsidios a la luz, agua o gas... Por sobre todas las cosas, quiere autosustentarse a partir de lo que es capaz de hacer. Del pintor al médico, del peluquero al maestro, nadie quiere entregar su dignidad”.
Es incierto si la Argentina brindará las condiciones mínimas necesarias para darles a cada uno de ellos una nueva oportunidad. Lo que quizá ya se haya perdido para siempre es ese estado idílico de ensueño perpetuo, porque, después de tantos embates y desencantos, de crisis y volatilidad, lo que nadie encuentra ya por ningún lado es tranquilidad.
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