La adolescencia de los tres años
Un par de años atrás, durante una sesión de esas en las que no pasaba demasiado, mi analista hizo una intervención que resultó esclarecedora. Benjamín todavía no había nacido, pero yo ya me preguntaba cómo se hace para ponerle límites a un chico. Y entre dudas, idas y vueltas, una epifanía: “Es posible que resulte cruel escucharlo”, dijo, “pero en ese momento en el que lo estás retando, un hijo tiene que sentir que lo vas a dejar de querer, porque sino no funciona”. Espero que el lector no lo tome demasiado literal. A cualquier persona con buena salud mental le resultaría imposible dejar de querer a un hijo. Él debe creerse el enojo -que a veces resulta real, claro- y en consecuencia, reflexionar sobre su accionar. ¿Parece simple? Claro que sí. ¿Lo es? Claro que no.
Benjamín, que ya está al borde de los tres años, venía portándose muy mal. Un adolescente precoz. Bastaba con sacar del cajón el uniforme del jardín para que empiece a llorar y patalear. El viaje en colectivo era caótico, y la entrada al jardín, un escándalo. Pero una vez adentro, apenas cerrada la puerta, el pibito la pasaba de lo más bien: cumplía las consignas, compartía los juguetes con sus amiguitos y comía toda su comida. Incluso dormía la siesta. Al mismo tiempo -porque con un hijo todo sucede en simultáneo- existían la preocupación y el estrés de que no todo vaya bien y según lo esperado. Aún cuando el pediatra dice que hay que darle tiempo para desarrollar su vocabulario, es muy frecuente compararlo con otros chicos de su edad y pensar que algo va mal. Lo mismo con los pañales, el chupete, la teta y cada costumbre que adquieren durante sus primeros años.
Entonces se le habla, se le insiste y se le repite. Se le explica qué debe hacer cuando tiene ganas de ir al baño, y se lo felicita cuando lo logra. Se lo intenta persuadir de dejar los pañales, porque ya es grande; o de abandonar el chupete, porque ninguno de sus amiguitos lo usa más. Parecerá una pavada, pero cada logro es un triunfo, porque todos estos cambios insumen mucha energía y una constancia de la que los padres jamás fueron advertidos. Hablo de esta etapa porque es la que me toca, pero aplica para el que consigue que sus hijos hagan la tarea o estudien, y también para el que logra que su cachorro haga pis en el diario y no por toda la casa.
Pero los pibes, que también son cachorros, registran todo. No sirve hablar en voz baja ni utilizar palabras que uno se cree que no entienden. Y Benjamín tomó nota mental de todo aquello que resultaba importante en ese momento para sus neuróticos padres. Hablar, dejar los pañales, portarse bien en el jardín.
Hubo un día en el que Benjamín hizo todo mal. Fue como si después de entrar pataleando al jardín se hubiera llevado todas las materias y hecho pis por todo el living. Ese día Benjamín tuvo su primera charla de hombre a hombrecito, y sintió (o al menos esa fue la intención) que su papá iba a dejar de quererlo. Pero el pibito -que hasta ese momento no decía su nombre, no quería vestirse ni tampoco ir al baño- había hecho trampa o, quizás, en una demostración de estrategia pura, me miró, me agarró la mano, y me dijo “papi”, mientras me llevaba al baño y me pedía que lo ayude. Y al salir me llevó a su habitación para que lo cambie. Y en el viaje en colectivo del día siguiente saludó al chofer y ofreció confites de chocolate a otros nenes. Y en el jardín esperó hasta que le abran la puerta, y saludó con un sonriente “chau papi”, mientras agitaba la mano.
“Los chicos te toman el tiempo”, había escuchado durante años, pero desconocía el mecanismo. Mientras pensábamos que le enseñábamos a hablar, a vestirse, a saludar o ir al baño, lo único que hacía Ben era juntar información acerca de todo aquello que era importante para nosotros. El pibito había guardado su mejor carta para sacarla en el momento correcto, y lo hizo cuando lo dejaron de querer.
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