Kim Yun Shin, la artista coreana que vive en Flores y hace sus esculturas con motosierra
En noviembre de 2017, LA NACION contaba que el flujo migratorio de coreanos, con epicentro en el barrio de Flores, tuvo su pico en los 80 y los 90, cuando esta comunidad llegó a sumar a cerca de 50.000 inmigrantes. Hoy todo es distinto: son menos de 20.000. Según Cecilia Kang, argentina e hija de inmigrantes, la cifra ha disminuido por los continuos problemas económicos argentinos y el crecimiento imparable del tigre asiático.
Cecilia, sin embargo, no piensa emigrar. Tiene 33 años, es cineasta y está instalada en el Abasto. Su documental Mi último fracaso (2016), presentado en la edición 2018 del Festival de Cine de Mar del Plata, investiga el rol de la mujer coreana en Buenos Aires. Toma el título de la canción de Alfredo Gil, que versea "mi último fracaso será tu amor" y hay alguna historia sobre corazones coreanos rotos, amores imposibles entre orientales y argentinos, y mandatos culturales de casarse, ser madre y ocuparse de la casa.
Pero también narra otra historia, acaso más radical, que habla de la renuncia al amor romántico y de su reemplazo por el arte entendido como ejercicio espiritual y sincrético. Inspiradora de esa parte del documental es Kim Yun Shin, una de las mujeres de la comunidad coreana porteña más venerada por sus paisanas, que se erige como una particular estrella punk empuñando una motosierra: en Mi último fracaso se la ve hasta lucir una remera con la imagen estampada de Ramones.
Una muchacha coreana
Nacida en Wonsan, hoy Corea del Norte, en 1935, y residente en la Argentina desde 1984, Yun Shin renunció a matrimonios más o menos obligados, al budismo, al hedonismo occidental y también a las posibilidades de vivir en un país del primer mundo. Su figura enjuta es el símbolo de un destino ansiado por muchas coreanas de Buenos Aires. Pero no es una líder feminista ni tampoco se lo propone.
"Fui alumna de Yun Shin y de su discípula, Kim Ran, cuando era adolescente -cuenta Cecilia-. Crecí en una familia coreana de Flores que tenía negocio de ropa, y creía que mi destino sería trabajar de eso. Cuando conocí a Yun Shin entendí que otra vida era posible. En contra de lo que pensaban mis padres, terminada la secundaria, me puse a estudiar Cine".
Existe un trabajo anterior de Cecilia, En este lugar (2009), donde también Yun Shin es uno de los ejes: allí todavía vive en San Justo junto a Kim Ran, pero prepara la mudanza a Felipe Vallese y Nazca, en Flores, donde, desde 2008, funciona el Museo Kim Yun Shin -parte del circuito de La Noche de los Museos desde 2010-, el único de arte moderno coreano en Latinoamérica. Allí se desarrollan también las vidas de maestra y discípula: la primera se dedica a su obra, la otra hace lo propio y brinda un taller de pintura a mujeres, niños y niñas del barrio. Con naturalidad, a las muchachas coreanas les muestran que los mandatos no son el único camino.
El exilio y la búsqueda
Yun Shin ("Yun" refiere a "lo real"; "Shin", "lo espiritual") creció bajo la ocupación japonesa de Corea. Fue la última de seis hermanos. Su padre, médico oriental, viajaba continuamente a China para ejercer la profesión. "Pero, a pesar de las privaciones, vivía feliz", dice traducida por Cecilia, pues apenas maneja el castellano. Kim Ran asiste en silencio a la conversación.
En la infancia de Yun Shin se encuentran los frutos del Mar del Este, sus dibujos en la tierra y la violencia de los invasores: "Un día resolvieron quitar de un camposanto los restos de mi abuelo materno. Él venía de una familia noble, elaboraba ropa tradicional coreana. Hubo que exhumarlo, cremarlo, ponerlo en una vasija y llevarlo a un templo budista. Cuando vi su cadáver me sorprendieron las prendas que vestía", recuerda.
En 1945, con el fin de la Segunda Guerra, llegó la supuesta solución para Corea: partirla por el paralelo 38, a voluntad de soviéticos y estadounidenses. Desde entonces las escaramuzas y enfrentamientos armados no cesaron hasta el inicio de la guerra, cinco años después. Ello impulsó a la familia de Yun Shin a escapar hacia el sur. Lo lograron ella y su madre.
Su padre y su hermano mayor se hallaban en China y realizaron el mismo camino más tarde. El resto no pudo escapar y quedó para siempre aislado. En 1946 se reunieron los que quedaban en Seúl. El hermano de Yun Shin se había convertido en soldado surcoreano. Su padre, en un hombre desesperado por la falta de trabajo que tomaba una decisión fatal: regresar a Wonsan. Nomás estalló la conflagración entre coreanos, fue fusilado por ser padre de un militar enemigo.
Mientras la guerra se llevaba la vida de más de tres millones de civiles, Yun Shin recibió junto a su madre lugar donde vivir y una beca para estudiar Bellas Artes en la Universidad Hongik, donde se graduó en 1959. Cerca de cumplir los 24 años, le presentaron candidatos y le aconsejaron casarse y ser madre. Pero ella dijo no. "Ya daba clases de artes plásticas en Seúl y otras ciudades cercanas, y no había en mí lugar para el amor. Sobrevivir a la guerra era lo más importante. Con estar viva me bastaba. A muchas mujeres de mi generación les pasó lo mismo. De todos modos, debí explicarle a mi hermano. Él respondió que debería ser autosuficiente y estar, como el dragón, atenta a cualquier amenaza. Ese fue mi trato con él".
A principios de los 60 tuvo su primera exposición individual en Seúl. Desde entonces no se detuvo y el futuro le deparó exhibiciones grupales e individuales en Estados Unidos, México, Brasil, Japón, Francia, China, Corea y la Argentina. Pero antes, entre 1964 y 1969, vivió en París, donde perfeccionó sus estudios y se convirtió al catolicismo mientras las minifaldas y los tiempos, con el Mayo Francés como clímax, viraban hacia la izquierda todo propósito de ser intelectual o artista. Nada sabía Yun Shin de Cristo hasta esos años. En una pequeña capilla recibió su bautismo y el nombre de Janne.
La Argentina
Otra vez en Seúl, y tras la muerte de su madre, ejerciendo la docencia conoció a Kim Ran, una de sus alumnas, con quien se reencontró más de una década después en Buenos Aires, hacia 1984, cuando Corea del Sur se hallaba bajo la dictadura de Chun Doo-hwan. "Venía de exponer en Canadá -traduce Cecilia lo que dice Yun Shin-. Llegué a la Argentina para visitar a una sobrina, hija de mi hermano el militar. Esa sobrina era amiga de Ran". Una exhibición del Museo de Arte Moderno la terminó de atar al país. Antes lo habían hecho los lapachos, caldenes, quebrachos, algarrobos y palosantos. "Lejos de su patria -escribiría por esos años el crítico Osvaldo Svanascini-, comenzó ese diálogo profundo con los árboles argentinos". También lejos de Corea empuñó por primera vez una motosierra, algo así como su espada.
Mudada a San Justo junto a Ran, Yun Shin se convenció de que la Argentina sería el lugar donde morir. También entendió que su obra siempre había sido "un ejercicio para buscar la verdad y ser finalmente humana". "Sé que el día que encuentre esa verdad moriré", afirma.
Su pretensión recuerda a una parte del mito fundacional de Corea: aquella donde el dios Hwanin, apiadado por el deseo de un oso y un tigre de convertirse en humanos, les entrega un manojo de artemisa y veinte dientes de ajo, y les dice que para lograr el deseo deberán aguantar dentro de una cueva durante 100 días. El tigre fracasa en la leyenda. El oso, 21 días después de cumplido el plazo, se convierte en una mujer, Ungnyeo, quien se casará con Hwanung, hijo del dios, y dará a luz a Dangun, quien establecerá una capital en Pyongyang.
Yun Shin vive como en la cueva del mito, a la espera de lograr la versión final de sí misma, esa que, a la vez, rompe moldes acerca del rol de las mujeres coreanas en Buenos Aires. "Ella es la única inmigrante coreana que conozco que llegó al país y no puso un negocio -dice Cecilia-. Tampoco precisó de hombre, familia ni hijos. Siempre hizo lo que le gustaba".
Yun Shin atiende, un poco pesca las últimas frases en castellano. "Mi hermano vive en Corea del Sur", afirma, y enseguida detalla que es algo así como un héroe de la guerra.
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