Julio Popper, el “rey de la Patagonia” que exterminaba nativos y tuvo un final trágico y misterioso
El ingeniero rumano llegó al país y se ganó la confianza de la elite política; con un ejército privado, logró más poder que el gobernador y salió a la búsqueda de oro; sin embargo, escondía intenciones oscuras
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Mientras el siglo XIX ingresa en su última década y el extremo sur del continente americano se ubica en la mira de todas las potencias occidentales, Julio Popper emerge como el nuevo emperador de la isla de Tierra del Fuego, cuya autoridad está incluso por encima del gobernador nombrado por la autoridad central.
El ingeniero rumano nacido en el seno de una familia judía ha llegado a la Argentina con solo 28 años y en poco tiempo se ha hecho conocido en los círculos más privilegiados de la elite porteña. Los resultados de su expedición científica a los confines del mundo lo destacan entre el selecto grupo de los conquistadores patagónicos.
En sus exploraciones, Popper no sólo ha clasificado los accidentes geográficos y bautizado al río más grande de la isla con el nombre del presidente Miguel Juárez Celman (que luego rebautizó con su propio nombre), sino que ha encontrado oro en las playas fueguinas, y lo más importante es que sabe cómo extraerlo.
Popper ha formado una milicia paramilitar compuesta por mercenarios dálmatas. Popper ha acuñado monedas de oro con su nombre, y también ha impreso un sello postal. Popper es el nuevo rey de la Patagonia, es la ley y el orden, es el amo y señor... y ni los gobernadores, ni los nativos onas-selk´nam ni los misioneros salesianos pueden detenerlo.
Solo la muerte.
El reino patagónico de Julius Popper
Nacido en Bucarest en 1857, laureado como Ingeniero en Minas por la universidad Politécnica de París, emprendió un largo viaje por Oriente, trabajó en el canal de Suez, visitó China y Japón, más tarde estuvo en Siberia y después cruzó el Atlántico, recorrió Alaska, recaló en Nueva Orleans y pasó una temporada en México.
Llegó a Buenos Aires en 1885, como la eminencia que era, como un cuadro técnico del paradigma científico universal, durante el último año de la primera presidencia de Julio Argentino Roca, quien, visto los pergaminos del rumano, le otorga la concesión de explotación aurífera en Santa Cruz, para su compañía “Popper y Cía”, al mismo tiempo que es nombrado como director técnico de la Compañía Lavaderos de Oro del Sud.
Es así como, a fines de 1886, Popper encabeza una expedición científica a Tierra del Fuego que le deparará sus mayores logros y, también, sus miserias más cuestionables.
Con autorización del gobierno, Popper había formado un ejército paramilitar, con uniformes, disciplina y mando unificado. Sus integrantes eran mercenarios croatas, cuyo único fin era enriquecerse y dejar el territorio “limpio” de nativos que pudieran oponerse a la empresa colonizadora del ingeniero en Minas. “Eran delincuentes de la peor ralea, bien armados y equipados”, escribió el padre Alberto María de Agostini en su libro de memorias Mis viajes a Tierra del Fuego.
Luego de la expedición, donde comandó una masacre de aborígenes selk’man y hasta se fotografió con sus cadáveres, Popper organizó cuatro lavaderos de oro en la isla de Tierra del Fuego, cuyo trabajo consistía en tamizar el preciado metal separándolo de la arena. El más conocido de estos lavaderos fue El Páramo de la Bahía San Sebastián, cerca de la frontera con Chile, donde proyectaba crear un puerto y una ciudad llamada Atlanta, como escala previa a la Antártida. De El Páramo se extrajeron, en poco más de un año, 265.000 gramos de oro, según consignó su biógrafo, Boleslao Lewin, en el libro Popper: un conquistador Patagónico.
Pero los proyectos de Popper parecían ir mucho más allá del mero afán de lucro personal. El joven colono, convertido en la mayor autoridad paraestatal de la parte argentina de la isla, mandó a acuñar 1000 monedas de oro de 1 gramo y doscientas de 5 gramos. Las monedas llevaban su nombre, como también los sellos postales que todavía pueden verse en el Museo Histórico y de Ciencias Naturales Monseñor Fagnano de Río Grande.
¿Qué fines perseguía Popper, además del oro y de afianzar la soberanía argentina? ¿Buscaba afianzar la soberanía argentina? No hay acuerdo entre los historiadores. Para algunos, fue solo un aventurero que buscaba acrecentar su poder personal aprovechándose de las necesidades políticas de Buenos Aires. Para otros, un agente masón al servicio de Inglaterra quien, con fines separatistas, planeaba establecer una nueva Nación independiente de la Argentina y de Chile. Todavía más, según la tesis de Federico Rivandera Carles en su trabajo de inspiración antisemita El reino Patagónico del judío Popper, el ingeniero buscaba establecer un nuevo Estado judío en el fin del mundo.
Ninguna de todas estas conjeturas pudieron probarse.
Las disputas de Popper con la “autoridad” política
Su controvertida figura comenzó a hacer ruido en Buenos Aires durante los primeros años de la década del noventa del siglo XIX, cinco años después de su llegada al país.
En 1890, a un año de haber acuñado su propia moneda, Popper solicitó la concesión de otras 80.000 hectáreas fiscales de la isla, que se sumaban a las 2500 que ya tenía, con el objetivo de “civilizar a los onas”, según argumentó, pero además pidió que el Estado le vendiera nada menos que 375.000 hectáreas.
“Popper ha llegado al grado de suponerse con títulos adquiridos para ejercer la supremacía de Tierra del Fuego”, escribió el gobernador fueguino Mario Cornero, quien veía su poder doblegado por el ímpetu científico, financiero y paramilitar de Popper. El funcionario se opuso a los pedidos del rumano mediante una carta al Senado de la Nación, fechada el 1 de julio de 1891, argumentando que, si el Estado le concedía las tierras, el colono se quedaría con un tercio de “la porción más útil y productiva” de la isla.
Los argumentos en contra de los deseos de Popper comenzaron a circular con mayor fuerza cuando hubo quienes empezaron a establecer analogías con la alucinante historia del francés que, del lado chileno de la Patagonia, se había proclamado “rey de la Araucanía” en 1860. En este caso, los chilenos no solo no reconocieron su reinado sino que lo expulsaron del país. Se llamaba Orélie Antoine de Tounens, o Antoine I, y murió envenenado en Francia, en 1878. Y, más allá de la seriedad del personaje, el caso venía a revelar el interés de las potencias imperialistas por la Patagonia.
Cuando el gobernador fueguino Cornero, principal opositor de Popper, fue removido de su cargo por el gobierno central, en abril de 1893, todo parecía indicar que el rumano saldría victorioso, y lograría fundar su imperio en base a cientos de miles de hectáreas en el fin del mundo, sino fuera porque, dos meses después, fue hallado muerto en la cama del cuarto de hotel que rentaba en la Ciudad de Buenos Aires.
El “dictador cruel y sanguinario”, según las palabras del padre de Agostini, había muerto el 5 de junio por una “congestión cerebral”, de acuerdo con el certificado de defunción firmado por el médico municipal Lorenzo Martínez, quien le practicó la autopsia. Tenía 36 años.
Las sospechas sobre su muerte no tardaron en circular. Popper se había ganado muchos enemigos, razón por la cual se dijo que había sido envenenado. Todavía hoy se sostiene que, cuando fue exhumado para practicarle una nueva autopsia, su cadáver había desaparecido sin dejar rastros.
Con la expiración de Popper también comenzaron a salir a la luz las atrocidades humanitarias que cometió en la isla de Tierra del Fuego, como el haber dejado morir de hambre y frío a 13 operarios en su planta de extracción de oro El Páramo.
A eso se sumaron las denuncias por matanzas que realizaban los misioneros salesianos. Alfredo Magrassi, autor de Los aborígenes de la Argentina, sostuvo que Popper y sus mercenarios se entretenían matando nativos, fotografiándose con sus cuerpos, y señaló al colono como un engranaje del genocidio Ona-Selk’nam.
Pero también es cierto que Popper no fue el único responsable del exterminio de la parcialidad nativa, que en el extremo sur del continente contaba con más de 6000 integrantes, en 1880, según el cálculo del antropólogo Carlos Martínez Sarasola.
Lo que pasaba en Tierra del Fuego era la continuación de la Campaña del Desierto por otros medios. De acuerdo con Sarasola, para principios del siglo XX, los onas-selk’man habían sido exterminados no solo por los rifles Remington de los buscadores de oro sino también por las milicias de los nuevos estancieros, tanto del lado chileno como del argentino, que buscaban ampliar sus dominios para el ganado lanar.
Las enfermedades respiratorias como la tuberculosis y la gripe hicieron otro tanto, pero esa es otra historia.
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