Juan Carlos Mesa: un grandote con alma de chico
Nadie mejor que un hijo guionista para retratar brevemente y en palabras a un padre que se ganó el cariño de todos: uno de los más grandes humoristas de nuestros medios, un caballero de la risa con ideas fértiles
Corría el año 1974, eran aproximadamente las ocho de la mañana y me disponía a salir a jugar un campeonato de fútbol. Pero ese sábado fue distinto, no hubo partido, porque se agrandaba la familia Mesa: nacía el menor de mis hermanos. Cuando estábamos en el bar de la clínica esperando las novedades, mi viejo conteniendo nervios propios y ajenos, hizo uso de ese talento descomunal que tenía para decir cosas simples y complejas al mismo tiempo, como siempre con el barniz del humor. Yo tenía once años, y le pregunté, por qué los chicos lloraban apenas nacían; el viejo hizo una pausa, se sirvió un vaso de agua con gas, y mirando a la ventana acotó: "Porque les dan un chirlo, para despertarlos...
Me diste una idea... Le voy a decir al doctor, que a tu hermano, en lugar de un chirlo, le cuente un chiste".
Se levantó y se fue decidido; yo lo imaginé entrando a la sala de partos y diciéndole un chiste al médico, quien con el barbijo de por medio disimularía la carcajada. Me quedé solo unos instantes imaginando la escena, sonreí, y mi hermano mayor, que volvía del baño, al preguntarme dónde estaba papá, escucha mi respuesta.
-Le fue a contar un chiste al médico, para que...
Mi hermano interrumpió el relato pasando de la sonrisa a la carcajada, y ahí me di cuenta, que el viejo me había hecho lo que le salía naturalmente, como si fuese fácil, había creado una situación, el chiste no existía, o mejor dicho el chiste era una excusa para calmarse y contenernos.
Llevaba el mismo nombre que su padre, Diego, y en la sangre también replicaba el ADN andaluz, ese que dice que "El Andaluz miente poco, pero exagera mucho". Mi abuelo y mi padre compartían en sus relatos, la misma forma de contar, y la misma anécdota se mejoraba y crecía con el correr del tiempo. Ese fue el origen de una cabeza diferente, una genialidad todoterreno, que permitió que aquel Diego, de la infancia, se convirtiese a partir de los veintitantos, en Juan Carlos Mesa.
Era un grandote con alma de chico, alguien que forjó su educación de manera autodidacta. De niño se encerraba a leer el Quijote, y se mataba de risa, lo que generaba la preocupación de su madre, mi abuela Deidamia. El tipo leía Don Quijote cuando tenía diez años, y por eso es lógico que durante toda su vida haya luchado contra tantos molinos imaginarios y sea el ganador de aquellas batallas.
Además de su talento innato, fue un curioso incansable, y esa inquietud permanente por progresar sin saltarse etapas, y sin codazos, solamente a fuerza de trabajo y genialidad, lo llevaron a transitar caminos diversos. Fue locutor, poeta, compositor, autor, productor, actor y escritor. Pero lo que lo pintaba de manera cabal es su fidelidad: fue fiel a sí mismo, como hijo, amigo, padre y esposo de Edith (con quien compartió más de sesenta años de vida, cuatro hijos, seis nietos y un bisnieto). Era un tipo que no fallaba; estaba siempre, con sus palabras, sus silencios, y su mirada tierna que terminaba de expresar aquello que no necesitaba guión.
Siempre fue un adelantado en lo que hacía. En los años 60, en su Córdoba natal, cuando la televisión estaba en pañales y había pocos recursos, una tarde se le ocurre que quiere cerrar el programa que conducía de una manera diferente. Le pide, entonces, al asistente, que coloque un vidrio delante de la cámara; pide un sifón de soda y un marcador negro; marca un punto en el vidrio, simulando que había una mosca posada en la lente de la cámara. Mi padre terminó el programa espantando la mosca con un chorro de soda. De alguna manera, se le había ocurrido un 3D sin anteojos, pero con ingenio.
Ser hijo de alguien como mi padre es una carta de presentación que inevitablemente genera dos estados: la sonrisa y la admiración. Es una escena que se repite desde hace años.
-Gabriel Mesa... ¿Algo que ver con el Gordo Mesa?
-Sí, soy el hijo...
Y la gente se queda unos eternos segundos, recordándolo y sonriendo, y después de esos segundos, las palabras son siempre las mismas.
-Un genio tu viejo.
Y tienen razón, lo puedo confirmar. El viejo es un genio. Un genio sin lámpara.
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Gabriel Mesa
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