Jorge Lanata: "Admiro a los religiosos, me inspira respeto su coherencia. No es fácil vivir de acuerdo con lo que pensás. Yo no me siento completamente libre"
dice que después de los 50 años comenzó a pensar en la muerte. Le pregunto entonces cómo recuerda ahora la medianoche brumosa del 31 de diciembre de 1997, cuando en las vísperas del Año Nuevo se sentó a solas en el balcón terraza de su departamento dispuesto a suicidarse. Sobre una pequeña mesa metálica tenía una Smith & Wesson calibre 38, una botella de Veuve Clicquot, un papel de cocaína y un atado de Benson & Hedges, de acuerdo con la descarnada descripción que hace de esa escena
en su minuciosa
Es la única consulta que no está dispuesto a responder. "Te dije que no hablaba de ciertos temas personales", cierra el paso.
Las respuestas de Lanata son siempre cordiales. Sin embargo, hay en esa amabilidad una ligera sombra; algo en su tono –cierto distanciamiento, la cortesía profesional con que trata a quien no interroga con hostilidad– parece ponerlo a resguardo. Mira directamente a los ojos, podría decirse que con franqueza, o acaso para anticipar los golpes de su interlocutor: la guardia está siempre en alto; los puños, cerrados y listos para emprender, si es necesario, el ataque.
Lanata parece sentirse más cómodo en la enumeración de los hechos que en las interpretaciones. No está muy entrenado en el arte de pensarse a sí mismo, o, para ser justos, no está dispuesto a hacerlo en público. Esa tarea de introspección habrá sido parte de su trabajo con José Topf, su analista durante casi ocho años, quien falleció cuando aún se atendía con él. "Teníamos muy buenas conversaciones. Él sabía que iba a morirse. Llamó a algunos de sus pacientes y les regaló algo. A mí me dio dos espadas. Qué loco que me haya regalado espadas, ¿no?"
Una locura. Es una expresión que Lanata utiliza a menudo, tal vez porque es lo que ve en el espejo donde mira su vida tumultuosa y excesiva, pura desmesura, agite sin límites, sexo, drogas y rock and roll.
Una bacanal en continuado. Fondo blanco. A brillar, mi amor. Fito y Charly, Kenzo y Versace, mujeres fugaces y amores difíciles, la obscenidad del dinero y un disparo de nieve. Mil disparos de nieve. Un lobo de Wall Street en la ciudad de pobres corazones.
Leo DiCaprio, pero sensible y con preocupaciones sociales genuinas.
Lanata es ese vértigo, pero también es El Porteño y Veintiuno, Hora 25 y Rompecabezas , Página y Crítica. Casi treinta años después de haber puesto en marcha una carrera que lo convertiría en uno de los grandes editores en la historia del periodismo gráfico argentino, es ahora un rockstar en el prime time televisivo. Bufón de palacio y converso irredimible para sus detractores, quienes denuestan sus aforismos políticos de efervescencia publicitaria, y la esperanza blanca de la moral republicana, para quienes se excitan con sus investigaciones implacables y sus editoriales de rara intensidad emocional. Una locura.
Lanata parece sentirse más cómodo en la enumeración de los hechos que en las interpretaciones. No está muy entrenado en el arte de pensarse a sí mismo, o, para ser justos, no está dispuesto a hacerlo en público
Ahora camina descalzo por el living de su departamento. Entre todos los objetos que decoran ese espacio amplio que se abre a la Avenida del Libertador –una vieja máquina de escribir, una radio Peabody, una fotografía tomada por Dani Yako, un Kandinsky–, hay una treintena de relojes de arena, una colección que viene a delatar sus obsesiones con el paso del tiempo.
-Después de tantas agitaciones, pareciera que llegaste a un buen lugar.
–Sí, estoy bien acá.
–¿Acá es Sara?
–Sí, claro.
–Es ganas de volver a casa. No puedo imaginarme la vida sin estar a su lado. Fue dejar de buscar. Es acá donde quiero quedarme. Es casa. El año pasado estuvimos separados un tiempo, pero lo superamos. Ahora estamos acá.
-¿Qué te sucedió interiormente durante esa separación?
–No quiero transformar eso en un tema. Fue insoportable vivir con una guardia periodística, semejante nivel de exposición. Tampoco hay nada que contar. Tuvimos una crisis, la superamos. El amor siempre tiene altibajos. Uno tampoco es el mismo. Tengo 53 años; tenía 35 cuando conocí a Sara y ella algo así como 18. Hubo diez años en los que tomé cocaína, y estaba Sara ahí; un día la senté a mi hija Bárbara para decirle que había tomado cocaína, y estaba Sara ahí. Quebré, monté proyectos, cumplí 50, empecé a pensar en la muerte, necesité un trasplante, y Sara siempre estuvo ahí. Acá. En casa.
–¿Tus hijas?
–Bárbara es la más parecida a mí, más tímida; Lola es más expansiva y alegre, muy popular entre sus compañeros. Bárbara es más inhibida, es más perra, también. Me agarró a los 29 años, pendejo y con un diario encima. Me separé de su madre cuando ella tenía menos de un año. Fui padre de la beba y de la nena, soy el padre de la mujer que ella es hoy. A veces pienso que la obligación de que tuviese que verla tres veces por semana hizo que nos encontráramos más que si hubiésemos vivido juntos.
-Tuvieron una infancia mejor que la tuya. ¿Cómo era Sarandí?
–Sarandí es mi infancia, claro. Yo sufrí una mudanza importante cuando fui a vivir con mi abuela Carmen y mi tía Nélida. Hasta que a los 16 años empecé a vivir solo, en distintos lugares, con amigos, con chicas, sin ellas. Mi mamá, ya sabés, había perdido la posibilidad de formar palabra por una operación. Hablábamos con señas. Yo la entendía porque era mi mamá. Heredé su sentido del humor. Le hacía chistes, se reía, era jovial. Mi viejo era más bajón. Vivíamos en un clima extraño, todo iba a suceder cuando mi mamá se curara. Pero sabíamos que eso nunca ocurriría. Era irracional. Crecí en esa casa sin muchas palabras. Mi abuela no sabía leer ni escribir. Había llegado desde España con un libro, la Guía para la juventud . Me acuerdo de una frase de ese libro: "El amor y las novelas conducen al suicidio". Una moral cristiana muy férrea: lo que había que hacer era sufrir. Desde que enfermó mi mamá, mi abuela Carmen pasó los siguientes veinticinco años llorando. Era una tragedia con españolas vestidas de negro, de luto permanente. Y sí, no era una familia hedonista.
-Es notable el lugar que ocupa el lenguaje en tu vida. Tu abuela no sabía leer, tu madre no pudo formar palabras desde que eras chico, con tu padre no hablaban, casi.
–Es psicología de café, pero sí: a mí no me respondían, yo ahora hago preguntas. Nunca nadie me contó que mi mamá no podía formar palabras y yo soy las palabras. Escribía en la revista del colegio, después un diario de Avellaneda empezó a publicarme, y de pronto me encontré en Radio Nacional. Tenía 14 años. Firmaba como Jorge Ernesto Lanata. Ernesto es el nombre de mi papá. Leía mucho. Había adquirido ese hábito en los fondos de la casa de mis abuelos, donde había pilas de revistas y restos de cosas viejas y deshechas (plomo, hierro, cobre, fragmentos de muebles) que yo vendía por ahí para comprarme otras revistas de usado. Así me formé. Descubrí la primera biblioteca, la de mi tío Dionisio, que tenía libros extraños, enciclopedias incompletas, revistas.
–¿Tu padre?
–Con los años yo lo reconsideré mucho. Cené con él a solas una sola vez en la vida, en una pizzería. Algo malo o algo raro habría sucedido, no era normal estar así con él. Pero con el tiempo entendí que hizo lo que pudo. Se encontró con mi mamá enferma, siendo ambos todavía muy jóvenes. Para mí fue importante que se quedara con ella. Era irreversible lo que tenía mi vieja, y él se quedó casi treinta años junto a ella. Tenía un Chevrolet 51 que había comprado en el año 51 y que jamás cambió: blanco, con tapizado a rayas. Cada tanto cargaba a mi vieja en el auto y la llevaba a Mar del Plata. Era un poco loco, raro, se puteaba con todo el mundo en la calle; en casa era muy gritón, de una violencia contenida. Se quejaba mucho, también. Se necesitaban mutuamente, y él se murió antes que ella. Yo me llevaba mal, pero en los últimos años tuve –iba a decir la suerte, pero no–, tuve la posibilidad de morir su muerte con él. Pude acompañarlo los últimos meses. Pudimos despedirnos, a nuestro modo. El fue a la internación con un ejemplar de Página. Yo no sabía que leía Página.
Bufón de palacio y converso irredimible para sus detractores, quienes denuestan sus aforismos políticos de efervescencia publicitaria, y la esperanza blanca de la moral republicana, para quienes se excitan con sus investigaciones implacables y sus editoriales de rara intensidad emocional. Una locura.
-Creo que Sabina es quien dice que no hay peor nostalgia que la de aquellas cosas que nunca sucedieron. ¿Cuáles son esos sueños que perdiste para siempre?
–Quizá lo que perdí fue mi infancia.
–¿Tenías amigos en ese tiempo?
–No. Yo era un chico algo raro, inhibido, solitario. No jugaba al fútbol. Después en mis trabajos traté siempre de no tener relaciones personales. Laburé con [Martín] Caparrós sin ser amigo de él. La amistad creció con los años. Con el Gordo [Osvaldo] Soriano éramos camaradas, pero no amigos íntimos. Nos unía el diario antes que algo personal. Margarita [Perata] es mi amiga hoy, pero esa relación también se desarrolló en el tiempo.
-Te unía un vínculo muy estrecho con Ernesto Tenembaum, Marcelo Zlotogwiazda y Adrián Paenza, tus compañeros en Detrás de las noticias . La ruptura con ellos fue ruidosa. Tenembaum ha dicho que fue un quiebre biológico: ellos no supieron independizarse de su padre, su padre no los dejó crecer.
–No está mal la hipótesis de Ernesto. Después de todo, es psicólogo. Mi relación más personal fue con Paenza. No hablamos nunca más. Fue una situación muy loca: dejé mi programa por unas semanas y de un día para otro me dijo en mi casa: "Si querés podés venir a hacer un editorial". Aprendí que no hay que tratar de retener a nadie: si alguien quiere irse, hay que desearle suerte.
Quizá lo que perdí fue mi infancia
-¿Fue tan romántico el inicio de Página 12?
–Empezamos en una oficina donde había estado Primera Plana, casualidad absoluta. Ahí trabajamos casi un año. Clausuramos el baño de mujeres para montar el laboratorio de fotografía. Fue una época increíble. Tuvimos muchísima repercusión en el exterior. En junio del 87, Libération nos dedicó una página entera, y no éramos nadie. Un día llegaron los de la municipalidad, que eran nuestros fans, y tenían que clausurarnos. Les dijimos que no saldríamos al día siguiente si lo hacían. Nos clausuraron una pared. Pasaban cosas raras, inexplicables. Una noche el pibe de la moto que transportaba las películas al taller –un servicio tercerizado– se accidentó en Pompeya, cerca de una gomería. Los tipos lo querían llevar a un hospital, pero él les pidió que no lo hicieran: tengo que llevar las películas al taller, soy de Página 12, les dijo. Nunca supe quién era. Dependíamos completamente del azar.
-¿Cómo ves a la distancia, hoy que tu mirada sobre los años 70 se ha vuelto crítica, el apoyo financiero que recibió Página 12 de Enrique Gorriarán Merlo, uno de los cerebros del ERP?
–Página nació el 26 de mayo de 1987. En aquel momento Jorge Baños, Antonio Puigjané y otros se habían reprocesado, y habían formado un movimiento político, el MTP. Al menos en su discurso planteaban lo opuesto a la lucha armada.
Hubo diez años en los que tomé cocaína, y estaba Sara ahí; un día la senté a mi hija Bárbara para decirle que había tomado cocaína, y estaba Sara ahí
-¿Personalmente necesitás decir algo más sobre los 70?
–No tengo nada que agregar. Mi visión está relatada en Muertos de amor , la historia de la primera guerrilla argentina, que nunca entra en combate y tiene dos bajas: los fusilan ellos mismos por haber querido desertar. Esperando a Godot en plena selva.
¿Y cómo ves a esa generación hoy? ¿Por qué creés que cosechó adhesión en la batalla cultural que planteó?
–Ésta fue la última batalla de la generación del 70, que tuvo todos sus estereotipos, su teórica superioridad moral y, sobre todo, su falta de escrúpulos.
¿No te agota hoy la confrontación constante?
–Por momentos sí. Me molesta esta locura del discurso agresivo permanente: el mío hacia los otros y el de los demás hacia mí. Dejé de leer todo lo que se escribe sobre mí. Miro las fotos, supongo que por vanidad. No leí el libro de [Luis] Majul. Sara dice que es equilibrado y honesto. Que se metió demasiado en el tema de la guita y otras frivolidades. Pero nunca va a ser lo que yo hubiera escrito: es su libro. Me mandó un ejemplar, se lo di a Sara. Tuvo el libro en su mesa de luz unas cuantas noches. Yo pasaba por al lado, sin tocarlo. Ella una noche lo abandonó. "Es muy raro leer un libro sobre el tipo que está acostado a mi lado", me dijo. Y el libro desapareció.
Aprendí que no hay que tratar de retener a nadie: si alguien quiere irse, hay que desearle suerte.
¿Qué dos o tres escenas centrales agregarías en esa autobiografía?
–Obviamente, toda la historia de mi vieja ocuparía una parte importante, porque fue central en mi infancia; Página, también. Mi rollo con el tiempo. Cuando era chico yo estaba convencido de que me iba a pasar lo mismo que a mi mamá. Vivía rápido, vivía a mil. Tenía 30 años, había dirigido una revista, había fundado un diario, pero sentía que no había hecho nada.
–¿Esa sensación perdura hoy?
–En algún punto, sí. Uno es inmortal hasta los 50. No estoy viviendo tiempo de descuento, pero ahora sé que soy mortal... Colecciono relojes de arena, relojes de pulsera. Algo pasa con el tiempo.
–El tiempo pasa, sobre todo.
–Sí, claro. Empezamos a pensar en la muerte. La muerte es como un gran signo de interrogación. Lola está ahora con esas preguntas, hablamos de la muerte y de religión. Tuvimos una conversación familiar sobre si debía tomar la comunión. Sara es presbiteriana escocesa; yo, católico. Con los años he sido cada vez más católico.
Te imaginaba rabiosamente agnóstico, si no ateo.
–A mí hay algo que me pasa con los religiosos, con los hombres de fe. Me conmovió mucho, por ejemplo, la entrevista que hice con el monje budista francés Matthieu Ricard para 26 personas para salvar el mundo. Admiro a los hombres de fe. Me inspira respeto su coherencia. Su compromiso, también. Hay que tener coraje para llevar adelante esos valores. No es fácil vivir de acuerdo con lo que pensás. A veces estoy en situaciones en las que no quiero estar. No me siento enteramente libre. Son pocos los tipos que viven de acuerdo con sus ideas. Es difícil separar la convicción del deseo y de la necesidad. Yo no creo en un Dios que todo lo ve y castiga los pecados. Pero sí creo que hay un orden. Tengo la sensación de que, a pesar de que el mundo es lo que es, ganarán los buenos. Quizá yo sea más agnóstico que otra cosa, y ese orden no podremos conocerlo jamás.
-¿En qué cosas sentís que estás lejos de vos mismo?
–Todavía trato de explicármelo.
-Muchos de quienes te admiraron en el pasado dicen que no has sido coherente y te han acusado de trabajar para la derecha. ¿Duele?
–Sí, a veces duele, claro. Duelen las críticas injustas, y sobre todo si antes hubo un vínculo. Decir que soy funcional a la derecha es idiota, y lo de la dictadura es demasiado torpe. Pero tengo más de 50 años, no quiero aclarar más nada.
–¿Regalaste tu colección de Página 12?
–Sí, claro. Me desprendí de 6000 libros. Se los di a los wichis. Y de la colección de Página. ¿Para qué la necesito? Página está en mí. No me apego a las cosas. No hay ningún objeto que pueda cambiarme la vida. Mirá, busqué un reloj durante años. Mi viejo tenía un Omega de oro. Yo salía con una chica de San Isidro, quería hacerle un gran regalo para su cumpleaños; una noche le robé el reloj a mi viejo y lo vendí en el Trust Joyero. Me dieron tanta guita que ese día vi billetes que desconocía. Con los años empecé a buscar ese reloj por todo el mundo: en Europa, en casas de relojería vintage de Nueva York. Jamás lo encontré. [Lanata cuenta esta historia, la de un hombre que busca obstinadamente un objeto de su infancia o lo que ese objeto representa: la pureza de la niñez, un tiempo perdido pero nunca olvidado, la melancolía. Es la historia de El ciudadano , el film de Orson Welles, que recrea la vida del magnate de medios William Randolph Hearst; antes de morir, Hearst musita una sola palabra, Rosebud, el nombre que llevaba un trineo con el que jugaba durante su niñez.] Lo busqué tanto. Tengo muchos relojes, pero no tenía ése, el reloj de mi padre, y en cierto modo no tenía nada. Hace unas semanas me llevé de la radio un catálogo de relojes, lo abrí y ahí estaba. Lo compré. Y se lo regalé a Lola.
-¿Era tu Rosebud?
–Sí, claro. [La mirada en el vacío, la soledad de un niño rodeado de silencios, la infancia como una arena movediza que todo lo devora.] Era mi Rosebud.
Ley de medios
Una visión estalinista
"Encantadora por inaplicable", dice Lanata sobre la ley de medios. Le pregunto por qué. "Confunde creación de medios con creación de audiencia por decreto. Está hecha por gente que tiene una idea paranoica de los medios y que subestima al público, personas que creen que el público es manipulable. Ellos proyectan su idea estalinista de los medios: creen que son unívocos, que no son contradictorios. Creí en la buena voluntad del Gobierno cuando la presentaron. Me equivoqué. Sólo les importaba la pelea con Clarín. Hoy es tan vieja como aquel libro de Ariel Dorfman, Para leer al Pato Donald ; el pato no era un agente de la CIA, estaba dibujado por un tipo que respondía a la cultura y los valores de la época y de su país."
Bio
- Profesión: periodista
Edad: 53 años
Su nombre se inscribe, junto a los de Natalio Botana y Jacobo Timerman, entre los de los grandes editores del periodismo gráfico argentino. Creador de Página 12, en 1987, novelista y cineasta ocasional, es protagonista del prime time en radio y TV
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