Isabelle Huppert: “Si no hay transgresión, no sé si vale la pena este oficio. Actúo para provocar un cuestionamiento”
En el Luxemburgo más profundo, en medio de frondosos valles de un verde amarillento, Isabelle Huppert se encuentra en una fábrica abandonada junto a las vías del tren. Es el escenario de la película que está rodando, Souvenirs. Interpreta a una cantante que, en un tiempo ya lejano, representó a su país en Eurovisión. La actriz recibe al visitante en un pequeño camerino, recostada en un sofá sobre el que ha colocado la bandeja del almuerzo, que terminará enfriándose, además de sus lecturas del momento: un par de guiones de título ilegible y la última novela de Laurent Binet.
Su fama de mujer arisca, incluso intratable, propagada con ecos ligeramente misóginos, resulta injusta al descubrirla perfectamente educada y, a ratos, incluso generosa. Huppert sí mantiene, pese a todo, una distancia prudencial , como si se protegiera detrás de un perímetro de seguridad invisible. Tal vez por eso la han tildado de sigilosa y gélida, resguardada por un código secreto tan difícil de descifrar como esas cajas fuertes que vendía su padre en la periferia burguesa de París.
En 40 años se ha convertido en una de las grandes actrices de Europa, delineando una carrera que la ha vinculado a los mejores cineastas del planeta –de Claude Chabrol y Jean-Luc Godard a Michael Haneke y Hong Sang-soo–, a lo largo de la cual ha interpretado variantes de un mismo personaje con el que comparte un rostro pálido y pecoso, en el que se mezclan dureza y fragilidad, melancolía y perplejidad. Erigida en ejemplo de rigor interpretativo y modernidad perdurable, la actriz inicia el que podría ser su mejor año, aunque el tópico le haga arrugar el rictus. Tras protagonizar una renovada versión de La religiosa, que ya llevó al cine el fallecido Jacques Rivette, tiene a punto de estreno El amor es más fuerte que las bombas, del noruego Joachim Trier, nuevo adalid del cine de autor, en la que interpreta a una fotógrafa de guerra. Recientemente presentó L’avenir en la Berlinale, a las órdenes de la joven cineasta Mia Hansen-Løve, y tiene un papel estelar en Elle, lo nuevo de Paul Verhoeven, que podría verse en Cannes. Este mes, regresa al teatro para convertirse en Fedra en el Odéon parisiense, con el director polaco Krzysztof Warlikowski. Y, tras reunirse con Gérard Depardieu en Madame Hyde, protagonizará la nueva película de su adorado Haneke, Happy end, sobre la crisis de los refugiados.
–Cuando le preguntan en qué se parecen sus personajes, suele responder: "Me tienen en común a mí". ¿Es que interpreta pequeñas variaciones de sí misma?
–¿Cómo que pequeñas? Espero que sean grandes… [Sonríe.] Siempre he tenido una convicción: no interpreto a personajes, sino a personas. Y resulta evidente que todas tienen mi cara, con todo lo que eso implica. Interpretar no puede consistir en imitar o en someterse a una transformación física. Para mí, interpretar significa encarnar.
–¿Le molesta que la confundan con esas mujeres ariscas y desequilibradas de sus películas?
–Me parece inevitable que sea así. No me molesta, porque la gente que me conoce bien sabe que no soy como ellas. Siempre digo que es como vivir en dos mundos distintos, aunque no me resulte esquizofrénico. Le concederé que tiendo a subestimar hasta qué punto esa confusión condiciona mis relaciones con los demás. Mi vínculo con los otros se fundamenta en esa incomprensión. Pero, en el fondo, no me resulta desagradable del todo. Es algo que crea una especie de protección.
–La acabamos de ver interpretando a una monja en La religiosa. Es sorprendente descubrirla con el hábito…
–A mí también me pareció curioso. El hábito hace que sólo se vea tu cara, como si el resto de tu cuerpo no existiera. Cuando me observé por primera vez, solo veía mi boca y mis ojos. Puedo decir que me impresionó mucho más lo estético que lo espiritual… [Sonríe.] Pero también diría que para el mismo Diderot, que escribió la obra en la que se basa la película, la espiritualidad de ese personaje no era demasiado importante. Lo era menos que su anhelo por los placeres carnales…
–Es el tipo de papel que las actrices de cierta categoría prefieren rechazar, una madre superiora que se mete en la cama de una menor.
–No tuve la sensación de meterme en un terreno resbaladizo. La novela fue publicada en 1756 y, si estuvo prohibida durante tanto tiempo, como lo estaría después la película de Rivette, es sólo porque el autor presenta esa situación con una normalidad sorprendente. Mi personaje ordena a esa novicia que la bese en la boca, pero lo hace con el mismo tono que si le dijera: "¿Te gustaría un helado de vainilla?". No es una depredadora, sino alguien que no sabe controlar sus pulsiones y sentimientos, y eso es lo que la debilita.
–¿Los sentimientos nos debilitan?
–No, los sentimientos nos hacen humanos. No tengo nada en contra de los sentimientos, pero sí del sentimentalismo. En general, me gusta que las cosas sean un poco más contundentes, un poco más radicales…
–Parece que lo único que le interesa es afrontar esos retos a los que la mayoría de las actrices se resisten…
–Es que, si no hay un poco de transgresión, no sé si merece la pena ejercer este oficio. Hago cine y teatro para provocar un cuestionamiento. Escoger lo que escojo no es algo inconsciente, sino plenamente racional. Como intérprete, me parece lo mínimo que uno puede exigirse a sí mismo.
–¿Esa voluntad de transgresión no produce un desgaste?
–No, a mí el cine no me provoca ningún desgaste, aunque tal vez sea así para mis espectadores… [Sonríe.] Supongo que lo pasaría peor si trabajara en películas en las que la sensualidad estuviera más presente, pero nunca he tomado esa dirección. Mi transgresión ha sido únicamente cerebral, incluso cuando interpreté a una prostituta con Jean-Luc Godard. Cuando rodé La pianista con Michael Haneke no me sentí en peligro. Al revés, estuve muy protegida por el director, porque suele dejar las partes más contundentes fuera de plano. El espectador siempre sale del cine con la convicción de haber visto cosas espantosas, aunque en realidad no haya visto nada. Esa también es mi manera de trabajar.
–¿Nunca ha tenido que marcar los límites a un director?
?Nunca me enfrenté a nada de eso, quizá porque siempre me he protegido. A veces pienso en Maria Schneider, que decía que su experiencia en El último tango en París la destruyó. Desde que era muy joven, he intentado no quemarme las alas de esa manera. Sucede cada vez más a menudo. Hoy se le exige a todo intérprete que se entregue completamente al proyecto e incluso que deje en él gran parte de sí mismo. Me pregunto si, teniendo la edad de sus protagonistas, me hubiera atrevido a rodar una película como La vida de Adèle. No sé si habría tenido esa valentía. No porque haya desnudos ni porque trate de homosexualidad femenina, sino por lo mucho que las actrices tuvieron que dejar en ella.
–Se suele decir que su forma de actuar, pero también de comportarse en público, está marcada por una voluntad de control total. ¿Está de acuerdo?
–Sé que me lo dicen como algo peyorativo, pero para mí tener control no es algo necesariamente malo. El control también puede ser la consecuencia de un aprendizaje o de un conocimiento. Si yo sé hacer bien una cosa determinada, ¿por qué tendría que simular que no sé hacerlo? Hay miles de cosas que no sé hacer, pero esta sí: interpretar, elegir un papel y trabajar con un director.
–¿Qué cambia cuando un intérprete se convierte en una estrella? ¿Se ve obligado a adoptar una actitud casi empresarial, a gestionar su propia imagen y escoger estratégicamente sus papeles?
–No me veo en absoluto como directiva de una empresa. Ese sería un modo muy estadounidense de ver el oficio. Es verdad que me preocupa lo que los demás hagan con mi nombre y con mi imagen, como a la mayoría de los actores, pero me parece lo mínimo que uno puede exigir. No entiendo que ese interés por protegerse a uno mismo se confunda con una voluntad de control férreo. Me parece alucinante que se me reproche algo así.
–Otro tópico es que, como actriz y como persona, intimida mucho.
–Me da risa. Hace falta tan poco para que la gente se sienta impresionada… Cuando uno demuestra una actitud lejanamente emparentada con la autoridad, el mundo entero se estremece. No, nunca he pretendido imponer. Lo mío es mucho menos heroico y pomposo. No sé por qué sucede. Tal vez por el tipo de películas que hago.
–Si hubiera rodado comedias estúpidas en lugar de proyectos más serios no se la respetaría igual.
–A eso me refiero. Pero no me gusta demasiado hablar de seriedad, porque he hecho algunas películas que no se ajustan a esa palabra. Es verdad que he rodado pocas comedias, pero sólo porque hay pocos directores que me den una satisfacción total en ese género, incluso como espectadora. En el cine de hoy no hay muchos, aparte de Woody Allen. En la época dorada de Hollywood había más, pero en los últimos tiempos se ha producido un cambio. Supongo que, en un momento dado, el cine dejó de ser entretenimiento puro y adoptó un carácter más político y social.
–¿No está tomando el cine actual la dirección contraria?
?En Hollywood se detecta una voluntad de regresar a esa era del entretenimiento, a las franquicias de superhéroes y la evasión pura… Es verdad, puede que estemos dando marcha atrás. Y no sólo en Hollywood, sino también en el cine francés. Hoy todo tiende a la ligereza generalizada, a esa obsesión por seducir a un público masivo. Yo apuesto porque sigamos agitando un poco las cosas y hagamos reflexionar más a ese público.
–Nació en Ville-d’Avray, en la periferia de París, hija de un vendedor de cajas fuertes y de una profesora de inglés. ¿Creció en un entorno burgués?
–Sí. Era un suburbio privilegiado, pero un suburbio, al fin y al cabo. Era un lugar agradable y, a la vez, repulsivo. La primera vez que fui al cine debía tener 14 años. Pero bueno, tampoco me atrevería a afirmar que me hice actriz para escapar de eso. Mi entorno no me apoyó, aunque tampoco me lo impidió.
–¿Qué importancia tuvo la cultura en su juventud?
–Una importancia inmensa. Fue una fuente permanente de curiosidad, de placer y de vitalidad. Pero convertirme en una actriz conocida nunca formó parte de mis sueños. A menudo pienso en las hermanas Brontë, que vivieron toda su vida en un perímetro minúsculo, sin que su imaginario y creatividad se vieran perjudicados por ello. Yo creo que podría haber sido actriz sin salir de mi habitación. De hecho, nunca me he inspirado en lo vivido, sino en mi propia imaginación, que es mucho más poderosa.
–"Una actriz siempre tiene más miedo a envejecer que los demás. Somos un espejo del tiempo que pasa", dijo en una entrevista en 1997. Casi 20 años después, ¿sigue pensando lo mismo?
–¿Sabe qué? Ahora creo que son los demás quienes tienen miedo de observar cómo envejecemos, porque se ven reflejados en el espejo del que hablaba entonces. Todo el mundo está obsesionado con este tema. Es desagradable tener que responder a ciertas preguntas en cada entrevista que concedo. Suelen comportar una misoginia extraordinaria. También le diré que son las mujeres quienes más la practican, tal vez porque son ellas las que más miedo tienen a envejecer…
–¿La misoginia es más grave si la practica una mujer?
–No, pero sí más sorprendente. Una nunca piensa en desconfiar de una mujer, pero he terminado entendiendo que el peligro no siempre surge del lugar donde esperabas. No creo que me hagan responsable de ese miedo a envejecer, pero sí me convierten en un receptáculo de ese miedo.
–¿Los papeles que fue eligiendo fueron su forma de ejercer el feminismo?
–Exacto. Y no lo digo por haber interpretado únicamente a mujeres fuertes o triunfantes… Más bien, al revés: mis especialidades han sido la debilidad y la fragilidad. Mi trabajo ha consistido en hacer que las víctimas se volvieran victoriosas, y en conseguir que los demás se interesaran por ellas. Si he sido feminista, ha sido de esta manera.
bio
Profesión: actriz
Edad: 63 años
Nacida en París, es licenciada en ruso, cursó en el Instituto Nacional de Lenguas y Civilizaciones Orientales, mientras estudiaba en el Conservatorio Nacional. Desde finales de los 70, trabajó junto a directores como Claude Sautet, Bertrand Tavernier o Benoît Jacquot, antes de convertirse en la actriz fetiche de Claude Chabrol y, más tarde, de Michael Haneke.
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