Marcelina Aguilera tiene 77 años y toda su vida transcurrió en la soledad del olvidado norte neuquino; una sola vez fue al cine y una vez a una gran ciudad; no tiene teléfono ni TV
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PARAJE COLO MICHI CO, Neuquén.– “¿Cuál es el secreto de la vida? Caminar y estar viva”, dispara Marcelina Aguilera, de 77 años, desde lo alto de un cerro en el paraje Colo Michi Co, en norte olvidado neuquino, a diez kilómetros de Varvarco. Es una de las pocas crianceras trashumantes: vive sola en un rancho con sus 200 chivas y en noviembre caminará cuatro días entre valles, arroyos y montañas para acercarse a la cordillera y pasar la veranada con pasto fértil y agua dulce. No tiene televisión ni teléfono y depende de la leña para pasar el invierno, cuando la temperatura suele bajar a 15 grados bajo cero. “Vivo en la soledad más extrema”, cuenta.
“Hago todo sola”, dice Aguilera, mientras acomoda unas leñas en su hogar y cocina a las brasas unas tortas fritas; ahumadas y crujientes, acompañan al mate. La pava está al rescoldo y una fuente con charqui se entibia a un costado. “Acá se vive con muy poco, tampoco necesito mucho”, afirma. Su dieta es básica: carne de chivo mañana y noche. “Te da fuerza. Me dicen que hay gente que no come carne, no puedo entender eso”, agrega Marcelina. El viento que baja del volcán Domuyo (de 4700 metros de altura) hace temblar la casa. La nieve se acerca.
El paraje tiene 60 habitantes, todos trashumantes. Varvarco es el pueblo más cercano. Por un camino de montaña, cuando le falta algo Marcelina camina cuatro horas, hace allí sus compras y regresa. Sus hijos no pueden convencerla de que haga el trayecto en auto. Los trashumantes hacen todo caminando. “Cuido a mis chivas, les hablo mucho”, dice. Al comienzo del día, las suelta y al caer la tarde sube el cerro y las acarrea. Un viejo perro cuzco la sigue, fiel escudero. “No me acuerdo su nombre”, admite Aguilera.
El invierno quema los pastos y la nieve augura hambre para las chivas. No pueden dejar de comer ni un solo día. Entonces hay que recurrir a los fardos, cada uno sale $2000; para todo el invierno, Marcelina necesitará por lo menos 100. ¿De dónde sale el dinero? “Dios verá de dónde”, expresa. Ella cobra una jubilación mínima. Sus animales lo son todo para ella. Habla de su infancia en una escuela en Andacollo, a 50 kilómetros. No pudo terminar sus estudios por el fallecimiento de una hermana. “Pero alcancé a aprender a leer, escribir sé poco”, comenta.
“Ella lee todo lo que le llega”, agrega Mariano Aguilera, su hijo, que vive en Varvarco. Por ejemplo, viejas revistas Billiken y la Biblia. “También El Gráfico”, añade. Viejas revistas le muestran un mundo en donde el hombre aún no llegó a la Luna.
Una radio la comunica con el mundo actual. Un hijo suyo en Andacollo tiene un programa, que es lo único que oye. Luego, los silencios. “La gente de la ciudad necesita muchas cosas para vivir”, reflexiona Marcelina. En su rancho, ordena sus recuerdos. Una ventana le devuelve una postal que es todo el mundo que quiere: la Cordillera del Viento, cargada de nieve y sus chivas, pastando a mil metros en un cerro. “Acá estamos olvidados”, reconoce. Dice que nunca vienen médicos a verla. “No me gustan, las pastillas me hacen mal”, comenta. Igual, los políticos, que “se acercan cuando hay elecciones”, reconoce Marcelina. “Pero yo voy a votar”, confiesa.
Varvarco abarca cuatro parajes: Invernada Vieja, Matancilla, Ranquileo y Colo Michi Co, en los que viven alrededor de 800 habitantes en total. Una comisión de fomento es el principal empleador, en época invernal se establece la “veda climática” y los empleados tienen hasta un mes de licencia. “Hay poco que hacer, pero estamos alertas”, dice Mariano. Es una zona muy “nevadora” y los caminos quedan congelados y con varios metros de nieve. De casas bajas y calles de tierra, está rodeado de montañas. Suele quedar incomunicado cuando el río Neuquén arrastra mucha agua de las altas cumbres.
Un puente es la única conexión con la ruta 43, la única salida. A mediados de junio, el puente quedó bajo el agua. “Cuando el río se enoja, lleva todo por delante”, describe Mariano.
Todos los poblados a un costado de la ruta viven de la cría de animales: Piche Neuquén, Butalón Norte, Los Ovejas, Manzano Amargo. El turismo muy lentamente amaga con aportar puntos a estas microeconomías; el principal obstáculo son los caminos, que sufren regulares desprendimientos de roca, y la conectividad. “Para nosotros es el acarreo, para los demás es trashumancia”, aclara Mariano. Este sistema de cría de ganado es ancestral y básicamente se explica de esta manera: en verano los pastos están en los valles cordilleranos y en el invierno, cuando la nieve cubre todo, deben volver a sus casas, más abajo. El traslado de chivas y demás hacienda se realiza a pie, como hace miles de años.
“Dormimos a campo nomás”, dice Marcelina. Los primeros días de noviembre sale con todas sus chivas, algunos de sus hijos y se va hacia la zona de la veranada. La hace en un lugar llamado “El Cajón de Navarrete”, donde hay agua y buenos pastos. Tardan cuatro días en alcanzar este rincón deshabitado y alejado del mundo, en una caminata larga y fatigosa. Van parando cada 20 kilómetros, las chivas no pueden hacer más por día. Hacen una fogata, entre las piedras montan una parrilla, amasan tortas fritas, calientan agua y comen algún asado. De noche, los propios animales se arriman al calor y Marcelina y los suyos duermen sobre sus monturas, bajo los ñires y el cielo más estrellado.
Durante la veranada están incomunicados hasta abril. Las únicas radios que llegan son chilenas. Cobra valor el cuidado de las pilas, que se tratan de dejar cerca del fuego para que no pierdan carga. La relación con Chile es muy estrecha. Las fronteras en estos rincones son difusas. “Todos en esta parte de la Patagonia tenemos raíces chilenas”, sostiene Mariano. Su abuelo lo era.
Sobre el número de trashumantes que aún quedan en la zona norte de Neuquén, Mariano responde que son “1000, más o menos”. A ellos les toca cuatro días, pero los crianceros que están del otro lado de la estepa, en Añelo, tardan un mes caminando, cruzando toda la provincia en busca del anhelado pasto fresco del verano. “Muchas chivas mueren”, dice Mariano. A la veranada llegan flacas por el invierno, y regresan gordas. “Muchas quedan en el camino”, repite. Durante el resto el año, la premisa es pasar el frío lo mejor que se pueda.
“El encastronamiento es crucial”, aclara Mariano. Es la palaba que define la reproducción. Se hace en mayo. Para las 200 chivas de Marcelina, llevan 5 chivatos que sirven a las hembras que tengan más de una primavera. En octubre, comienzan las pariciones.
El rancho de Marcelina se mimetiza con la agrietada tierra. El invierno ha venido duro. Dos veces fueron a filmarla para documentales. Una vez en su vida fue al cine, en Huinganco, un pueblo montañés a pocos kilómetros. Y una vez fue a una ciudad grande, Neuquén. Jamás fue a Buenos Aires. “No quiero ir a otro lugar, soy feliz acá, aunque a veces me siento muy sola”, explica. En un improvisado altar, se ve a San Martín, una bandera chilena, una cruz y una foto de Teresa de Calcuta. Alguna vez las paredes tuvieron color, luego el tiempo se encargó de patinarlas de un tono melancólico.
Hace solo cinco años llegó la electricidad, pero suele cortarse. En esas ocasiones, para iluminarse usa un candil con grasa. Una vieja televisión descansa en una habitación, nadie recuerda cuándo funcionó. No parece corresponder a el mundo de la criancera. “No uso teléfono, me produce una descarga de ruido en el oído”, dice Marcelina. La idea de un dispositivo es fundante de un malestar que se refleja muy claro en su rostro. “No, no me gusta, ni siquiera los puedo tener cerca”, ahonda. “Es verdad, no le gustan”, confirma su hijo. Para hablar con ella, hay que visitarla.
“Internet: ¿qué es eso?”, se pregunta, y mira desorientada a Mariano. “No, no conoce internet”, contesta. Mientras, acaricia la Biblia y pronuncia un rezo indescifrable. Ofrece torta frita asada. Una de sus chivas se acerca a la ventana y come una hoja de lavanda. “Dios está conmigo, lo siento en el aire y hablamos”, comenta. Se sienta en su silla al lado del fuego. La madera cruje, como las arrugas del rostro de Marcelina cuando recuerda que está anunciada una nevada. “Me voy quedando triste y solitaria”, confiesa, al cerrar el día.
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