Inminencia perpetua: el futuro es el nuevo presente
Una tarde cualquiera, 2,6 millones de años atrás, tal vez por casualidad, uno de nuestros antepasados -lejos todavía del sapiens pero inexorablemente distanciado del chimpancé- descubrió que las piedras podían usarse como herramientas. Tal vez se cortó la mano con un borde filoso. O un agudo fragmento de pedernal le inspiró la idea. Ya no iba a tener que cortar la carne a tarascones.
A esa tecnología le llevó bastante tiempo avanzar. Pasarían todavía más de dos millones de años hasta que el pedazo fortuito de roca se convirtiera en la punta de una lanza. Llegaron luego los metales, la matemática y la lógica. Florecieron la física, la mecánica, la química, la óptica. La Revolución Industrial las combinó y la línea de producción produjo automóviles, pero también armas de destrucción masiva. Las guerras se volvieron globales y pusieron en riesgo la existencia misma de nuestra especie.
Al final, la piedra aprendió a sumar y restar gracias a la invención de los transistores, los circuitos integrados y los microprocesadores, que se basan no ya en el pedernal original sino en el abundante silicio. Los minerales, que habían arrancado como cuchillas toscas, se graduaron de calculistas. Entre tanto, los avances venían acelerándose tanto que los intelectuales empezaron a perder de vista lo que le estaba pasando a la sociedad.
Todo lo que hoy nos deslumbra con el brillo de la novedad tecnológica ya es pretérito. Cuando llega a nuestras manos, los ingenieros y los científicos siguen avanzando desde hace rato
Aquel homínido nunca se sentó a pensar (suponemos) en que esa piedra nos conduciría a urbes ciclópeas, a las vacunas y al viaje espacial; en su mundo no existía la palabra "futuro". Casi tres millones de años después, a mediados de la década de 1970, empezó a ocurrirnos algo tal vez más perturbador: nos quedamos sin presente. Al revés que a nuestros antepasados remotos, lo único que nos queda hoy es el futuro.
Se le han puesto muchos nombres a esta circunstancia. El hecho es que si solo nos queda el futuro, el presente se ha transformado en pasado; es irremediablemente obsoleto. Todo lo que hoy nos deslumbra con el brillo de la novedad tecnológica ya es pretérito. Cuando llega a nuestras manos, los ingenieros y los científicos siguen avanzando desde hace rato.
Ahora los asiste la inteligencia artificial. Se le suman la genética, los nuevos materiales y, sobre todo, las ciencias básicas, sin cuyas revelaciones ningún avance habría sido posible. Una paradoja define nuestro mundo actual: vivimos en el museo de la modernidad.
Cuando nació LA NACION, la máquina de escribir, como producto comercialmente exitoso, tenía solo cuatro años de vida. La producción de autos nacería unos 15 años después. Por entonces, todavía teníamos presente y el futuro era algo previsible.
Un siglo y medio más tarde, debemos ser más humildes. Vivimos en un estado de inminencia perpetua, obligados a aprender y a reinventarnos a diario. El futuro es el nuevo presente y el presente no hace sino prometer más innovaciones. Así, del mismo modo que no podemos adivinar lo que nos depara cada día, tampoco podemos anticipar cómo será el mundo dentro de 150 años.
De algo estoy seguro: como el homínido original, no somos capaces siquiera de empezar a imaginarlo. Que conste.
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