Indio Solari en Olavarría: una misa negra desbordada desde muy temprano
Hace veinte años Los Redondos fueron prohibidos en Olavarría por orden del intendente de ese momento, quien temía que su ciudad no tuviera las herramientas suficientes para contener y proteger a fans y ciudadanos. Era 1997, y no más de ocho mil seguidores fueron los que llegaron a esta ciudad enclavada en el medio de la Pampa húmeda. Por aquel entonces, Solari ya había llegado al cenit de su genio artístico, pero los Redondos, fuera de la Capital -donde ya habían abarrotado Huracán-, no movilizaban mucha más gente. El mito de Patricio Rey se estaba forjando: como el Gauchito Gil, su obra se había consumado en otro siglo, pero su mitomanía y desmesura popular se macerarían en el siguiente.
Aquella suspensión provocó que Solari concediera la única conferencia de prensa que dio en su vida. Fue en el hotel Savoy de Olavarría. Azorados, los argentinos asistimos a la aparición fantasmal de ese hombre calvo que hablaba con el argot de un ilustrado y la convicción de un iluminado. Misterio, agonía y certezas: el arte y la gestualidad del cantante tienen los mismos ingredientes.
Cuando el año pasado, antes de que comenzara el show de Tandil, Solari salió a escena para confesar que “Míster Parkinson” le pisaba los talones, un círculo pareció cerrarse. Desde aquella irrupción en Olavarría a la de Tandil del 2016 habían pasado casi veinte años, pero la carga dramática se había multiplicado al ritmo que crecieron sus acólitos. De la victimización por no poder actuar a la confesión de su martirio. De “denunciar” al sistema a batallar contra la muerte. Una misa de Réquiem estaba anunciándose. El sumo sacerdote de la cultura popular anuncia un nuevo y quizás último show, un último sermón de la montaña, ¿cómo no imaginar que tres generaciones irían a su auxilio?
Esa misa negra se celebró anoche en esta ciudad, desbordada desde muy temprano. Varios son los elementos que confluyeron para que todo terminara en un caos, un caos que, a juzgar por este cronista, pudo ser muchísimo peor, muchísimo más grave.
Al margen de que a Olavarría llegó el triple de la gente esperada -lo que provocó que, por la saturación, no hubiera señal de celular en todo el sábado-, existieron claras deficiencias en la organización. Claras y puntuales. No hubo una buena señalización de caminos y de accesos, algo tan simple y básico que cuesta creer que no se haya previsto. Los accesos, además, no estaban bien iluminados: una de las vías por las que se llegaba al predio del show era a través de un parque. Ese parque, enorme y arbolado, estaba oscuro, embarrado y sin gente de seguridad o carteles que pudieran guiarnos. La sensación era la de estar dentro del film El proyecto Blair witch. El malón de gente avanzaba -avanzábamos- como una especie de rebaño ciego que chapoteaba sobre un terreno desconocido, incierto. Y eso sí fue algo inesperado, porque el show de Solari en Tandil -que este cronista cubrió para LA NACION- había sido organizado de forma adecuada, con buenos accesos y correcta señalización. Olavarría marcó un retroceso inexplicable. Para los viejos seguidores de los Redondos, lo de anoche tuvo la misma y oscura carga energética de antaño: la sensación de que cualquier cosa podía pasar, de que el destino tuyo depende de unos dados lanzados al aire. Pero a diferencia de otros tiempos, cuando el aroma del temor también era aportado por la enorme cantidad de público narcotizado y hostil, anoche el peligro no emanaba del comportamiento de la gente -es cierto que el alcohol, y lo hubo en cantidad, no es el mejor aliado para una posible situación de riesgo-, sino de la falta de previsión y la deficiente organización, una organización que, vale aclararlo, trabaja casi exclusivamente con el músico. La pregunta es ¿por qué falló? ¿Por desidia, por falta de cálculo o porque no se invirtió lo suficiente?
Cuando llegamos a la entrada del predio, las puertas habían sido liberadas. Fue sorprendente, pero pareció una decisión acertada, porque de no haberse hecho es probable que las consecuencias hubiesen sido peores. Fue otro déjà vú: eso mismo ocurría en Obras, Huracán o tantos otros lados. Antes de entrar, junto con un amigo nos subimos a una pequeña pared para observar a la gente marchar. Eran las diez menos cuarto (el show estaba anunciado para las nueve y media) y la cantidad de seguidores que ingresaba era demencial. Una marea de cabezas se deslizaba hacia el predio para hundirse en otro mar de gente. Un espectáculo que asustaba, no porque el público estuviera excitada por demás, sino porque éramos demasiados y nadie parecía cuidarnos. Ni fuerzas de prevención o de seguridad -responsables: la Municipalidad, la Policía provincial y la organización- ni guías, ni accesos claros. Pero lo que más llamaba la atención era la falta de ambulancias y puestos de atención médica. Paradójicamente, lo que sobraba, como estrellas de un cielo roto, eran puestos de venta de cerveza, fernet y choripán. Anoche también se erigió una industria lumpen del consumo. Sin exagerar, había cientos. Alguien reemplazó el auxilio elemental por la baja gastronomía.
En ese contexto, la música quedó relegada a la anécdota. Un concierto sin emoción, con la energía de todos puesta en otro lado. Con caras de angustia en los rincones, con gente asustada o yéndose temprano, mordidas por los dientes de la desesperación y del frío. Lo que no quedó relegada fue la reacción de Solari, que luego del quinto tema comenzó a advertir sobre las estampidas y los desmayos. Pero ocurría, también, que sus advertencias eran desoídas, en parte porque entre tanta gente -más de 400 mil espectadores- era imposible erigir un criterio, un poco por el alcohol pero mucho más porque nadie entendía nada. Para ese entonces, lo mejor que podía suceder era que todo terminase, que las canciones pasaran y que todo concluyera con el menor daño posible. El abandono del lugar prolongó la sensación de precariedad, tanto para evacuar el predio -había salidas que no tenían más de siete metros de ancho- como para irse de la ciudad, cuyas rutas y calles se vieron obturadas hasta bien entrado el domingo.
Es muy difícil creer que Solari vaya a volver a los escenarios. Tanto su enfermedad como el desmadre de anoche conspiran con demasiada potencia contra esa idea. Callará al cantor pero crecerá el mito. Su figura seguirá desatando pasión, adoración y enconos. Su leyenda, en cambio, que se alimentó con buenas canciones pero también con el combustible de la ausencia y de la insularidad, seguirá creciendo. Algo demasiado grande, demasiado abismal para seguir latiendo.
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