Incomprensible y sumamente doloroso
Una niña, sus padres y sus médicos. Una enfermedad devastadora, inmanejable para todos. Lo incomprensible de enfrentarse a la antinatural situación de ser los padres quienes despidan a sus hijos. Peor aún, deber solicitarlo.
Una sociedad que mira un drama ineludible. Un vacío de marco legal y un difícil marco conceptual.
Sólo en los Estados Unidos, a fines del siglo XX, había miles de pacientes en estado vegetativo persistente. Los conocidos, los que llegan a estas páginas y los otros, los de todos los días, los de las tardes lentas y las noches interminables de las unidades de cuidados intensivos, acompañados de sus amores, sobrevivientes a la tragedia de ver a quien no está.
Entretanto, una niña se debate entre dilemas. El de hacer o no hacer, de sostener o retirar, de aferrarla o dejarla ir. Todos tienen su razón y nadie conoce la verdad.
Quienes defienden su deseo de persistencia entienden la vida como una presencia tangible. Quienes interpretan como fútiles los esfuerzos diarios por prolongar su ausente existencia han tenido, seguramente, la paciencia de los sabios, han estudiado las definiciones de un síndrome desgarrador y han pedido ayuda.
Brevemente, sabemos que reúne, entre otras, características como falta de conciencia de sí mismo y del entorno, incapacidad para interactuar con otros, ausencia de expresión o comprensión del lenguaje.
El debate se expande hacia la justificación de tratamientos proporcionados a la condición de los pacientes, bajo los conceptos éticos de ser productores de beneficio y carentes de generación potencial de daño.
El autor es jefe de Internación y Cuidados Intensivos Pediátricos de la Fundación Favaloro
Julio J. Trentadue