Lo dudó. Pocos segundos, pero fue el tiempo que necesitó para decidir hacerlo. Ese día José Domingo Sacur se demoró varios minutos, mientras escapaba del barco que se sumergía, para inyectarle la medicación a su superior de la Armada y, de esa forma, salvarle la vida.
José es uno de los 1093 tripulantes del crucero ARA General Belgrano, el buque argentino que hace 38 años durante la Guerra de Malvinas fue atacado y hundido por un submarino británico. Aquel 2 de mayo, José tomó una de las decisiones más trascendentales de todas: la de salvar o dejar morir.
Luego de pasar 38 horas a la deriva, José se convirtió en uno de los 770 náufragos que sobrevivieron al hundimiento del General Belgrano. Tras el ataque británico, 23 cuerpos fueron rescatados sin vida y 300 no volvieron, casi la mitad de las muertes argentinas en todo el conflicto.
José tenía 27 años cuando se declaró la Guerra de Malvinas en 1982. Desde 1973 pertenecía la Marina y había alcanzado el cargo de cabo primero enfermero. Cuando comenzó el conflicto bélico, el 2 de abril, fue destinado a un Batallón de Infantería Marina en la Base Naval de Puerto Belgrano, en la provincia de Buenos Aires. Pero a las dos semanas todo había cambiado. El 14 de abril le salió el pase para unirse al Crucero General Belgrano.
"Ese mismo día embarqué y el 16 estábamos navegando rumbo a Ushuaia", recuerda en un diálogo con LA NACION. Nunca tocó las Islas Malvinas. "No llegué a pisarlas, pero me hubiera gustado estar ahí, a pesar de que el riesgo era mayor. Lo hubiera preferido, porque en tierra tenés un montón de lugar para salir corriendo, en cambio en el barco sólo teníamos 180 metros y todo lo demás era agua", insiste.
El buque Belgrano tenía la orden de mantenerse fuera de la zona de exclusión que había decretado el Reino Unido. El área cubría un radio de 200 millas náuticas desde el centro de las Islas Malvinas. La tarea de la embarcación era vigilar a las fuerzas enemigas.
Los zafarranchos que le salvaron la vida
Al día siguiente que zarpó el barco comenzaron los "zafarranchos", que son los ejercicios que realiza periódicamente una tripulación para prepararse ante cualquier eventualidad. "Cuando llegás a la embarcación tenés destinado un puesto de combate, uno de abandono y otro de incendio", explica. Cuando suena la alarma para proceder por alguna de estas tres actividades, se cierran todas las puertas estancas, deja de haber circulación y cada uno de los marineros debe asistir al lugar específico que le encargaron.
Los ejercicios eran practicados con frecuencia todos los días, sin horarios determinados. "Por ahí teníamos hasta seis simulacros por día. Vos podías estar comiendo, bañándote o durmiendo y ahí nomás te levantabas y salías corriendo", describe José. La duración y el ritmo de las sirenas le indican a la tripulación qué tipo de puesto hay que cubrir y en qué lugar del barco.
José recuerda que durante su estadía en el buque comía poco y dormía menos, por la ansiedad. Una sola noche tuvo miedo. "Íbamos navegando y me puse a meditar. ¿Viste cuando te das esos manijazos? Ahí pensé ´Upa, vamos a pelear con la segunda marina del mundo´. También pensaba en mi familia, mi mujer y mis hijos chiquitos. ¿Y si no los volvía a ver?".
Parte de la tarea de José era cumplir su guardia en la enfermería, que se ubicaba tres pisos abajo de la cubierta y cerca de la proa. "Éramos por lo menos 10 enfermeros. Un barco de esas dimensiones tiene un servicio compuesto por médicos clínicos, cirujanos, traumatólogos, odontólogos y nosotros, los enfermeros", explica. El personal sanitario es el encargado de atender a los heridos. José recuerda que un día hubo un zafarrancho y un suboficial se cayó de una cubierta a la otra. "Lo tuvimos en coma y se despertó un día antes del hundimiento. Eso es tener suerte", reflexiona.
El ataque al General Belgrano
El primer día de abril, el General Belgrano recibió la orden de atacar a la Armada enemiga por el sur, pero fue detectado por el submarino nuclear birtánico HMS Conqueror, que se había posicionado cerca de ellos. Al día siguiente se le ordenó al buque argentino replegarse, por lo que volvió a su ubicación fuera de la zona de exclusión, a 300 millas de regreso al continente.
José recuerda ese 2 de mayo. La noche anterior había practicado un zafarrancho de combate. "A las 12 del mediodía se levantó el combate y el barco quedó libre, estaba cerrado arriba, pero teníamos circulación por abajo", rememora. El comandante del buque, el capitán Héctor Bonzo, le había indicado a la tripulación que fueran a comer y a descansar. "Pasé por el comedor. Me acuerdo que ese día había milanesas con puré. Agarré dos, me hice un sandwich y me fui a hacer la guardia", narra.
Ese domingo le tocó cubrir una guardia de 12 a 16 en la sala de enfermería. "Había dos o tres internados. Uno era un cabo principal al que lo habíamos operado de apéndice y también teníamos a un soldado al que le habíamos sacado una uña encarnada", indica.
José era el más antiguo del servicio. "Me quedé con uno de los cabos segundos que había y a los otros dos chicos los mandamos a dormir y a las 14, por suerte, volvieron a enfermería". Estaban los cuatro juntos cumpliendo la guardia cuando escucharon un cimbronazo que los aturdió. "El barco se quedó quieto, como un auto sin nafta", compara. El primer torpedo MK-8 lanzado por el submarino británico HMS Conqueror a una distancia de sólo cinco kilómetros, impactó en la sala de las máquinas. Eran las 16:02 horas. El segundo disparo fue en la proa, que quedó totalmente destruida.
"Como veníamos con mal tiempo y el oleaje era de casi siete metros de alto, yo pensé que el barco había cabeceado mucho y que le había costado salir", revela. Inmediatamente el barco quedó sin electricidad e iluminación. "Ahí me di cuenta de que había sido otra cosa. Empezamos a escuchar gritos, todos se preguntaban entre todos qué había pasado. Me acuerdo que hubo gente que salió de abajo del barco, todos quemados y llenos de petróleo, porque el torpedo dio de lleno en la parte del barco en donde había más personas, las máquinas y los dormitorios de servicio", aclara.
La falta de corriente impidió que sonara la sirena y José decidió encarar hacia su puesto de combate, porque estaban siendo atacados. El puesto quedaba en la camareta de suboficiales de popa, la parte de atrás del barco. Para llegar ahí tenía que atravesar todo el barco y cruzar por la mitad. En el camino un soldado lo frenó y le insistió para que no fuera:
-"Doc, no te metas porque no salís más. El barco está todo prendido fuego".
José se volvió. "Fui hasta enfermería y ahí nomás hice el escape. Hay cosas que no me acuerdo. Después me dijeron que le dije a un cabo segundo que agarrara el botiquín y que viniera conmigo. Salimos todos por un tambucho", explica. Cuando llegaron a cubierta cada uno tomó el puesto de abandono y perdieron contacto entre sí. "Todos los internados en enfermería sobrevivieron. De los enfermeros, casi todos, pero ese día perdimos al cabo segundo enfermero Martínez. Perder amigos es complicado. También murió un compañero mío, el cabo primero Furriel", lamenta. José ni intentó buscar su bolsa de abandono que había preparado con ropa seca y pan. "Que sea lo que dios quiera", confió.
Cuando llegó a cubierta se encontró a su suboficial encargado, Jorge Velázquez. Entre gritos y corridas del resto de la tripulación, él estaba tranquilo, esperando. Sentado al lado de una toma de aire del barco, presentaba una crisis asmática. Mientras, el buque continuaba sumergiéndose.
-"¿Me hacés esto?", le preguntó, mientras le entregaba una una ampolla de dexametasona y aminofilina y una jeringa para frenar la crisis.
El barco ladeaba sin cesar y el agua comenzaba a alcanzar la cubierta. En esos pocos segundos, José pensó: "Me quedo y nos morimos los dos o me voy y lo dejo solo acá". Sí, dudó. El sonido del crucero hundiéndose lo apremiaba. No sabe definir qué fue lo que lo impulsó. Recuerda que titubeó. Preparó el inyectable, se lo aplicó y le dijo a su superior: "Esperame acá que voy a ver dónde está mi balsa y te vuelvo a buscar". Su balsa ya no estaba. "Habían partido sin mí, porque me demoré en salir desde abajo", explica.
En el camino se cruzó a otro suboficial suboficial de enfermeros que traía una manta y le preguntó qué había pasado. "Nos pegaron un cuetazo, así que nos tenemos que ir", le respondió José.
"Nos enganchamos los tres, el suboficial, mi superior y encaramos para la balsa de uno de ellos, que estaba en la cinco en proa. Íbamos tomados de los brazos, yo en el medio. Bajamos por una escalera y nos subimos a la balsa, que estaba preparada para 20 personas. En total subimos 10. Era mejor ir de a muchos, porque muchos de los botes con sólo dos personas fueron encontrados con compañeros que murieron de frío", precisa. Los ejercicios de evacuación que habían practicado a bordo permitieron que la cantidad de sobrevivientes fuera alta, asegura José.
A las 17 el General Belgrano se terminó de hundir y quedó escondido en las gélidas aguas australes.
38 horas a la deriva
El clima no dio tregua, las condiciones meteorológicas les eran desfavorables. Lloviznas, nubes y mucho viento. "Llovía. Teníamos olas de siete metros de alto y un viento de casi 90 kilómetros por hora", detalla. La combinación era terrorífica. "Era terrible el frío que hacía, nosotros veníamos mojados y congelados ya cuando nos subimos ahí", asevera.
Los intentos para paliar las gélidas temperaturas fueron insuficientes. El agua del mar austral cubría la parte de adentro del bote. "Para calentarnos nos orinábamos, por suerte ninguno vomitó, porque iba a ser peor". La manta que llevaban cobijó a los 10 que subieron a la balsa. "Primero a cuatro, después a seis y al final nos sumamos los 10 tipos".
Al principio y a la deriva, los náufragos comenzaron a atar las balsas entre sí. "Pero por las olas, entre que uno subía y el otro bajaba, por el tironeo se habían empezado a romper las embarcaciones, así que tuvimos que cortar las amarras y quedamos a la deriva totalmente. En esas condiciones, nuestra balsa era un corchito perdido en mar", compara.
La marea dificultó la visión y la comunicación entre las embarcaciones. Recuerda lo más crudo: "Hubo gente en el agua a la que no pudimos sacar".
José pasó 38 horas a la deriva, flotando en altamar. "Teníamos miedo. Vas perdiendo noción de todo. Pensaba en cómo salir de ahí, en mi familia, en cómo hacer la supervivencia". Entre los 10 iban rezando e intentaban mantener una conversación. Hasta que escucharon el ruido de un avión. "Ahí usamos nuestra primera bengala y el avión hizo un movimiento entre un ala y la otra, para avisarnos que nos había visto. Nos pusimos tan contentos...", narra.
Pasaron más horas hasta que finalmente fueron rescatados por el buque Piedrabuena. "¿Vos sabés lo que era estar calentitos? Nos dieron ropa seca. Me acuerdo que me habían entregado un pantalón que me quedaba de bermuda". En Ushuaia lo metieron adentro de un hangar. "Había tachos de combustible prendido fuego. Cuando entré sentí un calor que no te puedo explicar. Nos dieron chocolate, caldo, zapatillas. Estuve cuatro horas, sin exagerar, bañándome con agua caliente".
Al día siguiente volvió a su casa. "Pasamos a la historia en la guerra naval moderna, por el lugar, las condiciones climáticas y por la cantidad de sobrevivientes que tuvo el crucero. Nos salvamos 770, y 323 quedaron ahí cuidando el barco".
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