Los festejos por el tricampeonato mundial se extendieron durante toda la noche
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Cuando se agotó la luz del día y el sol se retiró del suelo argentino, llegó la noche estrellada que cubrió la capital del país campeón del mundo. Bajo el cielo azul oscuro, las calles porteñas se sacudían, había una maratón de abrazos, de besos. Todo formaba parte de una comunión popular sin precedente para aquellos que no vivieron los festejos del Mundial ganado en 1986.
El amor por la Argentina brotó de lugares inesperados. En el barrio porteño de Palermo miles de venezolanos y colombianos festejaban a la par de los argentinos, agradecidos, afirmaban, por las oportunidades que les dio la tierra de Lionel Messi.
“Gracias, Argentina, gracias. Amo este país maravilloso, diverso, a pesar de todo acá uno puede ser feliz”, relataba Luis Herrera, de 31 años, que nació en Venezuela, es médico y ahora trabaja como chofer de una ambulancia del PAMI. Junto con otros amigos hicieron una gigantografía del 10 y la gente hacía fila para sacarse una foto con la imagen estática del capitán argentino.
“No hay festejo suficiente, no hay palabras, no hay manera de expresar todo lo que hoy se celebra”, gritaba Julián Grabo, de 25 años, entre lágrimas, mientras tomaba un clericó de una copa del mundo cortada por la mitad.
Para describirlo con una expresión tuitera, la locura era total. En la esquina de Gurruchaga y Costa Rica, había una máquina de espuma que convirtió a esa intersección es una especie de fiesta de egresados, en un carnaval.
En aquella esquina estaba Carlos Valencia, otro venezolano fanático de la Argentina que decía ser el tatuador de Sebastián Battaglia y en su pantorrilla lleva pintada la figura de Messi con la ya célebre pregunta: “Qué miras, bobo?”.
“Mi padre me hacía ver los partidos del Diego, siempre fuimos futboleros y siempre seguimos a la Argentina”, señalaba Valencia.
Ganar la copa del mundo inspiró a varios. A las 23 el hotel alojamiento Monteflor, ubicado en Godoy Cruz, a metros de la Avenida Santa Fe, ya no tenía habitaciones disponibles. “No tengo nada libre, ni la suite ni nada”, decía la recepcionista a través del portero eléctrico, mientras se acumulaba una fila de amantes decididos celebrar entre sábanas.
Unas cuadras más adelante, en “La Cigarra”, otro hotel alojamiento, quedaban habitaciones King y la suite con hidromasaje, a $4900 y 6900 el pernocte con desayuno incluido. Pero no estaban disponibles las “clásicas”, que son las más económicas, y eso fue un problema pasajero para Juan (ese no es su verdadero nombre).
“Salado, salado,”, decía mientras su compañera de trabajo asentaba con la cabeza. Dicen que “siempre se tuvieron ganas” y el festejo por “la tercera” rompió el dique que contenía una pasión que se venía gestando hace meses. Ambos decidieron darse el gusto: pidieron una King.
No muy lejos de ahí, en el viejo Paseo de la Infanta, había otra historia de amor. Cristian Roa, de 36 años, es contador y vive en Luxemburgo. Lavi Brege, de 32, es rumana y vive en ese mismo país de Europa. Allí se conocieron y anoche estaban celebrando el triunfo argentino. Ella odia el fernet y por eso tomaba cerveza, al revés que Roa, que tomaba esa bebida italiana mezclada con Coca Cola en una botella de plástico cortada. Aunque ya eran las 00, pensaban ir al Obelisco a seguir celebrando. “Que la noche nos lleve, nadie nos corre, salimos campeones, estamos felices”, afirmaba Roa.
En esta final del mundo las coincidencias entre la victoria obtenida en el 86 y la final que se disputó ayer eran llamativas. Por ejemplo, en 1986, el árbitro fue el brasileño Romualdo Arppi Filho, quien nació el 7 enero de 1939, al igual que Szymon Marciniak, el juez que dirigió la final en Qatar.
Ese tipo de “señales”, como las describe Susana Sotto, de 67 años, son a las que “hay que prestarle atención” en el momento de enfocarse en los juegos de azar. Ella, ni bien terminó el partido, se fue a tomar una cerveza con amigas y luego todas fueron al Casino del Hipódromo de Palermo. Le jugaron al siete en la ruleta electrónica, también le apostaron al 10, por obvios motivos, pero en todos los casos se fueron con las manos vacías. “Nos suele pasar”, lamentaba mientras esperaba un taxi en la puerta que da a la Avenida del Libertador.
Otro punto neurálgico de la noche porteña son los Bosques de Palermo. En la zona roja, Nicole, con una pollera roja y un top del mismo color, fumaba un cigarrillo sentada en un tronco de madera al costado del camino. Contaba que había “mucha clientela” y pocas “amigas” para atender porque todas se habían ido al Obelisco. “No hay chicas hoy, no hay nadie, pero sí vienen muchos autos. Igual hoy la gran mayoría te pregunta si tenes falopa”, describía.
En el barrio porteño de Recoleta, en las inmediaciones del cementerio, los bares explotaban. Cerca de las 3 cientos de personas gritaban tan fuerte que la música de los lugres desaparecía entre los cánticos de aliento.
Muchas discotecas reconocidas de la zona decidieron abrir sus puertas, como Áfrika, uno de los boliches más codiciados de la noche de la Ciudad vendió todas sus mesas vip en pocos minutos luego de anunciar que iba a abrir sus puertas.
“No sé si mañana es feriado o no, pero mi jefe sabe que no voy. Esta alegría no nos la saca nadie, esta joda no termina más, no paramos más”, decía Lucas Moreno, de 23 años, que bailaba cumbia en la puerta del Recoleta Mall.
Y mientras tanto, entre un pantano de botellas de todo tipo, las celebraciones en la Avenida 9 de Julio continuaron hasta altas horas de la madrugada. Ayer por la tarde muchos se treparon al monumento y otros escalaron por las paredes del Teatro Colón, pero a la noche todos estaban con los pies en el suelo y las manos en el aire agradeciendo por lo que fue un día inolvidable.
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