Era un proyecto que llevaba al menos dos décadas de postergaciones, hasta que, en 1905, el Estado adjudicó la obra a los constructores Udina y Mosca. El proyecto luego se demoró, en 1909 se rescindió el contrato e intervinieron entonces el arquitecto húngaro Juan Kronfuss y la empresa alemana Wayss & Freytag. Los trabajos, con modificaciones parciales, finalizaron hacia 1911 y un año después el edificio ya estaba colmado. Aún la Argentina sostenía su política de inmigración intacta y nadie calculaba que una conflagración mundial paralizaría esos planes.
El Hotel de los Inmigrantes llegaba para solucionar un problema estructural serio: alojar a las grandes oleadas inmigratorias que arribaban a la Argentina de manera creciente desde la década 1870. Sus cuatro plantas de arquitectura higienista se habían dispuesto para ese fin; completaban, además, un conjunto edilicio destinado a reflotar los sueños alberdianos y sarmientinos, que habían derivado en un error de cálculo fortuito, donde, antes que ansiados sajones del norte europeo, habían multiplicado mayoritariamente, entre fines del siglo XIX y principios del XX, italianos, españoles, otros europeos del sur y del este, más mujeres y hombres del por entonces Imperio Otomano y sus regiones vecinas.
Para 1911, esta pequeña ciudadela ya contaba, entre otros elementos clave, con el Desembarcadero -que permanece prácticamente igual-, la Oficina de Trabajo, una sucursal del Banco Nación y un hospital. Pero, independientemente del conjunto, el Hotel, desde su estreno, supo destacarse por su carácter monumental.
Con una superficie de 90 metros de largo por 26 de ancho, fue uno de los primeros edificios de hormigón armado en la Ciudad de Buenos Aires. En su interior, la blancura hospitalaria de sus azulejos, la higiene y sus horarios resultaron una prioridad. En la planta baja estaban el comedor y la cocina. En las tres plantas superiores, los dormitorios, capaces de albergar, cada uno, unas 250 personas. Las mujeres y los niños, en la última planta; los hombres, según su cantidad, en la primera y hasta en la segunda. Todos en literas con piezas de cuero en vez de colchones, fáciles de limpiar y desinfectar.
Marcelo Huernos, historiador y productor de Contenidos del Muntref (Museo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, a cargo del Museo de la Inmigración desde 2013) explica que la disposición de los sexos en el Hotel era premeditada: dejaba expuesto al rigor de las celadoras a aquel varón que pretendiera subir las escaleras en busca de aventuras.
Sin calefacción en invierno ni desagües en los pisos, el Hotel era el último capítulo de arribo a la Argentina de los inmigrantes, antes de partir hacia los campos del interior o de emplearse como trabajadores de las grandes obras públicas. Los barcos atracaban en el Desembarcadero. Según la época y las disposiciones gubernamentales, una comisión médica subía por la planchada para registrar que no vinieran enfermos de gravedad o contagiosos, y enseguida el capitán del navío entregaba a la autoridad nacional de ocasión la lista de pasajeros. Estos comenzaban a bajar, realizaban los trámites de migraciones y aduana, y quienes así lo resolvían, se hospedaban por un máximo de cinco días en el Hotel, plazo que podía extenderse si el recién llegado no encontraba trabajo.
La disciplina era rigurosa. A las 6 de la mañana se desayunaba por turnos de 700 personas (mate cocido, café con leche, pan). Luego, los hombres salían en busca de trabajo y las mujeres se ocupaban de los hijos o partían desde la ribera hacia la ciudad propiamente dicha para conocerla, hasta regresar entre las 10 y las 11, hora de los guisos, los pucheros y los estofados. La alimentación era otra máxima del Hotel: la merienda, a las 15; la cena, hacia las 18. Más tarde se daban exposiciones sobre el país y desde las 19 todos eran invitados a regresar a los dormitorios.
El ritmo se sostuvo así hasta 1953, cuando la razón de ser del Hotel se perdió: "La Argentina, hacia la década del 50, comenzó a ser menos atractiva, y la Alemania Occidental de posguerra fue un nuevo destino para los europeos meridionales", explica Huernos. Entre ese año y hasta la caída del segundo gobierno de Perón, la planta baja del edificio sirvió con su comedor y su cocina para brindar comida a indigentes.
Tras la revolución del 55 también ese destino se acabó. Lo que luego hubo fue el abandono, con alguna ocupación militar intermedia y la fundación del lugar como museo en 1974, sin mayores consecuencias. Recién con el regreso de la democracia se intentaría recuperar el espacio. Sin embargo, e incluso con el decreto de 1990 que rotuló al Hotel como "Monumento Histórico Nacional", este se sostuvo en el olvido. Hasta que en 2013 el Estado firmó con la Untref "un convenio para la recuperación de las instalaciones y el uso del lugar como Museo de la Inmigración y espacio de arte contemporáneo", puntualiza Aníbal Jozami, rector de esa casa de estudios
Diana Wechsler, subdirectora del Muntref, agrega que cuando esa universidad se hizo cargo del viejo Hotel de los Inmigrantes "esto era lo más parecido a una casa embrujada, llena de ratas y murciélagos". En el presente, donde el edificio es museo, lucen como nuevos los materiales originales, como azulejos, paredes y pisos, más un cuantioso material fotográfico, mientras que en la planta baja se puede consultar, con relativa fortuna, el barco en el que arribó al Desembarcadero un antepasado.
Las tareas de digitalización de los arribos de extranjeros las inició el Centro de Estudios Migratorios Latinoamericanos y hoy las extiende la Untref. "La base de datos -indica Huernos- va de 1882 a 1960, tiene registradas todas las entradas de inmigrantes por el puerto de Buenos Aires (la ley reconocía la categoría de ‘inmigrante’ a cualquier persona que viajara en segunda y tercera clase) que llegaron en barcos transatlánticos, excluidos los que cruzaban vía fluvial desde Uruguay. Son 5 millones de registros".
Tras las cifras de los documentos relevados, el historiador regresa a la historia del edificio y remarca lo deseada que fue esta obra por parte del Estado. "El primer censo nacional, de 1869, arrojó un total de 1.877.490 habitantes, y el segundo, de 1895, dio 4.044.911. Ya desde mediados del siglo XIX la corriente inmigratoria crecía y así continuó hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, en 1914, dos años después de entrar en funciones efectivas el Hotel. Fue entonces cuando se cortó prácticamente el flujo, que recién reinició luego de finalizada la guerra, pero en menores proporciones. Para ser más preciso: nunca se volvieron a repetir los flujos de 1880 y 1890, salvo en un pequeño periodo entre 1920 y 1927, sobre todo porque por entonces Estados Unidos puso los cupos de inmigración, lo que hizo que muchos inmigrantes terminaran en la Argentina. Más tarde, con la crisis de 1929 y 1930, y posteriormente con la Segunda Guerra, el volumen de inmigrantes declinó".
Exceptuada esa "llegada tarde" del Hotel a la historia y descontado el avatar naturalmente desconocido de lo que iría a suceder a partir del asesinato del archiduque Franz Ferdinand y su mujer en 1914, el edificio supo cumplir con su fin. "Entre 1912 y 1953, año de su cierre, alojó a aproximadamente a 1 millón de extranjeros", afirma Huernos, muchos de los cuales se asentaron definitivamente en la Argentina, donde hoy viven sus descendientes.
El Hotel, devenido Museo de la Inmigración, cuenta con dos muestras permanentes: "Italianos y españoles en la Argentina" y "Para todos los hombres del mundo". Además, de forma continua se realizan muestras de arte contemporáneo. Ese menú articula un público variado -entre 2200 y 2500 personas por semana-, desde jóvenes interesados por una exhibición artística, hasta nostálgicos y ancianos que asisten a esta parte de la Dársena Norte para saber un poco más acerca de cómo sus padres, abuelos o bisabuelos llegaron a la América, tras cruzar el mar.
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