Hizo de su vida una leyenda
Empresaria, embajadora itinerante, presidenta del Fondo Nacional de las Artes, Amalia Lacroze de Fortabat quería ser recordada especialmente por su colección, por las pinturas que compró a lo largo de su fecunda vida, que se apagó ayer, cuando hacía tiempo había dejado de frecuentar los círculos sociales y empresariales que la tuvieron durante más de medio siglo como una animadora inteligente y glamorosa.
Mucho antes de que los problemas de salud limitaran su movilidad, los viajes y la intensa actividad que le dieron una llamativa notoriedad acá, en Nueva York y en Venecia, ciudad que amaba, Amalita tenía un sueño, y era hacer pública su colección privada. Contra viento y marea emprendió el proyecto de un museo al que le puso su nombre. Lo grabó en el mármol de la fachada como los grandes coleccionistas y filántropos en las escaleras del Museo Metropolitano de Nueva York.
El edificio ubicado en el dique 3 de Puerto Madero se llama Colección Amalia Lacroze de Fortabat; fue inaugurado en 2008 por ella en persona, escoltada por Alfonso Prat-Gay, su hombre de confianza; por el doctor Leiguarda, su médico de confianza, y por Susan Segal, CEO de la American Society de Nueva York, su contacto cercano con la crema neoyorquina del poder.
Con dificultades para caminar, tras una operación de cadera que no resultó lo esperado, Amalita, vestida de amarillo pálido, su color preferido, y apoyada en un bastón transparente, celebró la apertura de una nueva casa para la colección formada a imagen y semejanza, sin otro mandato ni dirección que su propio gusto. Gusto ecléctico, fortuna personal y capacidad de decisión inmediata le permitieron formar una pinacoteca de arte argentino, desde los precursores hasta los maestros contemporáneos, y europea, con obras de excepción firmadas por Berni, Xul Solar, Carlos Alonso, Uriburu, Noé, Fader, Pueyrredón y de su nieta, dicen que la preferida, Amalita Amoedo, entre otros.
En el conjunto de obras de arte internacional brilla con luz propia el Turner, Julieta y su niñera , y el Brueghel, El censo de Belén .
Más de 200 cuadros de su colección fueron seleccionados con la colaboración del crítico Jorge López Anaya y del historiador Angel Navarro, un reconocido experto en la pintura holandesa de los old masters . La sala mayor, de proporciones descomunales, está presidida por el óleo de Turner, que marcó el ingreso de la señora de Fortabat en las ligas mayores del coleccionismo, esa suerte de club privado que integran, entre otros, los Mellon, Gould, Havemeyer, Petrie y su gran amigo David Rockefeller.
El Turner comprado en los 80 al récord de 7 millones de dólares marcó un antes y un después. Fue tapa de The New York Times y su carta de presentación en una sociedad que ha hecho de la filantropía y el coleccionismo el peldaño más alto de la escala social. La soberbia pintura Julieta y su niñera estuvo por años colgada arriba de la chimenea del dúplex de Libertador, donde la fotografío el Vanity Fair para la crónica firmada por Bob Colacello, pluma estrella y una suerte de biblia de la vida mundana high class .
Nadie como esta leonina ambiciosa, divertida y coqueta para hacer de su vida una leyenda. Amalia Lacroze Reyes Oribe había nacido en Buenos Aires el 15 de agosto de 1921. En 1942, a los 21 años, se caso con Hernán La Fuente, padre de su única hija, Inés. Poco después, el destino quiso que en su camino se cruzara el empresario Alfredo Fortabat, 27 años mayor. Un hombre hecho y derecho, rico como pocos. Ella tenía 26 años y él, 53.
Fortabat estaba perdidamente enamorado; la siguió por Europa y le propuso matrimonio. Primero se divorció, cuando la sola mención de esta palabra rozaba el escándalo, y se casaron vía Uruguay, en 1947. A partir de ese momento, se multiplicaron los viajes, las propiedades, las reuniones encumbradas y las oportunidades de acceso a los círculos del poder. La muerte de don Alfredo, en 1976, cambiaría radicalmente su vida.
En menos de tres días, entre el duelo y las condolencias de los amigos que se multiplicaban hacia la viuda desprotegida, tomó conciencia de su lugar en el mundo y de su responsabilidad empresarial. Sin decir nada y sin que nadie imaginara esa reacción se presentó en la sala de reuniones de Loma Negra, se sentó en el viejo sillón Chesterfield de cuero verde y presidió la cumbre del directorio.
De riguroso luto, por más tiempo que el aconsejado, comenzó su carrera de empresaria. Dirigiría la cementera con intuición y habilidad, a tal punto que multiplicó por tres lo heredado para convertirse en la mujer más rica de la Argentina, según la revista Forbes , con un patrimonio de 1800 millones de dólares
Además de heredar casas, campos, aviones y barcos, Amalita heredó trabajo. De una manera única, que cautivaba por igual a sus amigos Henry Kissinger y Alfred Taubman, dueño de Sotheby's, "su" rematadora preferida, sabía alternar los negocios con la buena vida. Todo un arte, tan a tono con el estilo personal de alguien que había hecho del arte la columna vertebral de su vida.
Como presidenta del Fondo Nacional de las Artes en la década del 90, muy cerca de Menem, con quien tenía carta blanca. Tomó decisiones importantes en la difusión de arte argentino en el mundo, llevó nuestros artistas a Venecia, a la feria madrileña ARCO; a la par que desarrollaba un proyecto editorial de envergadura con quien fue su mano derecha, el doctor Guillermo Alonso, hoy director del Museo Nacional de Bellas Artes.
Con Adriana Rosenberg, presidenta de la Fundación Proa, organizó en Buenos Aires el primer seminario sobre curaduría, dirigido por un número uno como Mark Rosenthal, jefe del departamento de arte contemporáneo del Guggenheim de Nueva York. Su defensa del patrimonio impulsó la decisión de comprar para el Fondo de las Artes la casa que fue de Victoria Ocampo, y era en ese momento propiedad de Claudia Sánchez, viuda del Nono Pugliese, con quien filmó una campaña publicitaria de éxito internacional para una tabacalera. La casa blanca de la calle Rufino de Elizalde es lo que los norteamericanos llaman un landmark , un gesto racionalista y moderno en el vecindario poblado de petit hotels estilo francés. El proyecto fue de Alejandro Bustillo, pero pudo haber estado firmado por Le Corbusier, si Victoria hubiera tenido más paciencia que carácter.
Una manera de ser que vale también para definir a la vigorosa Amalita, capaz de volar en su jet a Nueva York y viajar a la mañana siguiente a Venecia para participar en la reconstrucción del teatro La Fenice. Era la primera en llegar a la apertura de la temporada lírica del Met neoyorquino, que la tuvo entre sus más fieles benefactoras. Su espíritu filantrópico se multiplicó en acciones a través de la Fundación Fortabat. Callada la boca y sin levantar el perfil, fundó escuelas y hospitales a lo largo y a lo ancho del país. Más allá de las exigencia de la agenda internacional, siempre estaba puntualmente en Buenos Aires el 15 de agosto, para celebrar su cumpleaños con las fiestas más memorables que se recuerden.
El nuevo milenio no llegó con noticias felices para la empresaria y coleccionista. La crisis de 2001, las deudas y el alejamiento de su nieto Alejandro Bengolea de la conducción de los negocios familiares resultaron una combinación explosiva que aceleró la debacle del imperio. En 2002 vendió parte de su pinacoteca neoyorquina para recuperar posiciones financieras, pero, de todos modos, el final ya estaba anunciado: en 2005 vendió Loma Negra a la familia paulista Camargo Correa, casi al mismo tiempo que, por decisión de Néstor Kirchner, perdía el título de embajadora itinerante otorgado por Carlos Menem.
El museo de Puerto Madero fue su último acto público y mediático. Tal vez por eso se negaba a poner fecha para la inauguración. Su increíble intuición, que tanto la había inspirado en su larga vida, parecía advertirle que abrir el museo era poner un cierre a su vida activa. Algo así como inaugurar el propio monumento. Una vez más, Amalita no se equivocó.
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