Buenos Aires, sitiada por el G-20: ¿una pesadilla o la ciudad soñada?
La ciudad -el barrio, esa porción de la ciudad que diariamente los vecinos hacemos nuestra: las vidrieras que miramos a nuestro paso, el bar donde saboreamos un café mientras leemos las noticias, las voces familiares de otros habitués- esta mañana es territorio tomado. Quien desde afuera atisba los movimientos detrás de la muralla de acero que abraza algunas zonas (Barrio Norte y Recoleta y, más allá, Puerto Madero) puede sentir el encierro a cielo abierto. Apenas se llega a los bordes del cerco, sobre la Avenida del Libertador, vienen a la mente otros encierros: en Pekín, la Ciudad Prohibida, residencia oficial de veinticuatro emperadores de las dinastías Ming y Qing, o la Viena de El tercer hombre, la novela de Graham Greene en que el corazón de la metrópoli es custodiado por fuerzas militares de cuatro países.
No estamos en guerra, pero el paisaje intimida. Tanquetas, cuerpos antiexplosivos, carros hidrantes y miles de gendarmes sorprenden al paseante, incluso junto a tesoros como el Museo de Arte Decorativo o el Teatro Colón. La cultura nunca estuvo tan custodiada.
Somos extranjeros en Buenos Aires , pero la ciudad, desnuda del gentío que a diario la alborota y de la infamia de sus estruendos, es más nuestra que nunca. Disfrutamos de ella como en los días no laborables o durante los meses de verano, sin los agobios de enero, cuando el cemento es una brasa.
Si estuviese de este lado de la frontera, puesto a hacer asociaciones con la literatura, el presidente Macron, que en su juventud ha leído muy bien a Cortázar, evocaría casi sin pensarlo "Casa tomada", el cuento del escritor argentino en que dos hermanos son acorralados en la vivienda que comparten por el murmullo de voces que se adueñan del caserón de Belgrano.
Cada tanto, en los cruces de calles y avenidas, se erigen, rodeadas por gendarmes de rostro adusto y pertrechados con armas largas, tanquetas verde oliva en cuyas torretas un soldado se apoya sobre la ametralladora. Pero la reticencia que pueden despertar los soldados muta en curiosidad cuando quien merodea es un niño. Los chicos, siempre más atrevidos que los adultos, porque mantienen intacto el asombro o aún no han sido vencidos por el temor, llevan en eso la delantera.
No hace tanto, si aún perdura esa costumbre, soñaron con ser generales y diseñaron sobre un plano imaginario el movimiento de sus tropas. Miran a los gendarmes fascinados porque ven en ellos las marcas de la aventura y el coraje, y a decir verdad los adultos no dejamos de asombrarnos, pese a las heridas que abrieron horrores del pasado, ante los uniformes de guerra o los carros blindados. En la infancia se moldea, al menos entre varones, ese sentido del heroísmo.
Esa memoria está en el padre que empuja el cochecito con su hijo. Cuando llega a la esquina de Montevideo, el chiquito mira a los gendarmes deslumbrado. Le encantan las sirenas, le dice el padre al soldado, que no puede más que sonreír. La sirena le trae al chico el vértigo del riesgo sin consecuencias, no el miedo ni la acechanza de la muerte.
La sorpresa crece a media mañana, cuando se da cuenta de un sismo. Unos resuelven esas escenas insólitas con humor y otros se atemorizan, pero todos coinciden en un mismo razonamiento: es lo único que nos falta. El periodismo y sus derivados no contribuyen a aplacar los ánimos. Los titulares de la televisión y la voz de sus oráculos son lastimosamente altisonantes. En el poblado neuropsiquiátrico en que a veces se transforma la Argentina, abundan los paranoicos, pero nunca falta un imbécil que por intereses espurios quiere poner en vilo a la sociedad entera.
La extrañeza tiene su faz amistosa. Obligados a desviarnos de nuestros itinerarios, descubrimos cosas nuevas: una fachada, una esquina, una librería o un pequeño café. Alberto Manguel cuenta en Una historia natural de la curiosidad que cuando tenía ocho o nueve años, de regreso a su casa, una tarde cambió su ruta de puro distraído. Pero no tuvo miedo. Azuzó su espíritu el deseo de conocer aquello que hasta entonces ignoraba; el ansia de aventura se impuso al recelo. Cuando llevaba un buen tiempo en ese vagabundeo, encontró la ruta de regreso, vio por fin su casa y sufrió una decepción. Había aprendido la curiosidad.
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