Asado argentino: una historia
El asado está en el ADN nacional. O casi. Por lo menos, está en la cultura desde los tiempos de las primeras colonias y es el producto de una serie de fenómenos explicables, pero no por eso menos curiosos.
Comemos asado porque tenemos vacas y campo. Así de simple. En 1590 Juan de Garay trajo quinientas vacas al río de la plata. Ese medio millar, sumado a algo de ganado sobreviviente de expediciones anteriores -que había quedado abandonado y en estado salvaje- encontró en las pasturas de la pampa húmeda la chance de prosperar. Un ecosistema fértil, donde la vaca no tenía más depredador que el mismísimo humano, hizo que se multiplicaran.
Hacia fines del siglo XVIII
El naturalista español Félix de Azara estima que circulan por el suelo argento unos 48 millones de cabezas de ganado. “Veo que en ninguna estancia se come pan ni otra cosa que carne asada: que la ración ordinaria es una res al día para cuarenta o cincuenta hombres; y que peón o indio se almuerza casi un costillar asado, las más veces sin sal y sin que le haga daño, ni debe de comer y cenar como si no hubiese almorzado”, describe con asombro en sus Apuntamientos para la Historia Natural de los Quadrúpedos del Paragüay y del Rio de la Plata. Relatos de la época hablan de vacas faenadas solo por la lengua, el matambre -la carne que está entre el costillar y el cuero- o el caracú (el tuétano de los huesos).
El mismísimo padre de la teoría de la evolución, Charles Darwin, constata, durante su visita al Río de La Plata en 1832, que el consumo de carne es descomunal: “para dominar la ciudad de Buenos Aires, basta con tener el control del abastecimiento de carne”, escribiría. Enamorado de ciertas costumbres gauchescas, admitiría en una carta que “es una vida tan sana, todo el día encima del caballo, comiendo nada más que carne y durmiendo en medio de un viento fresco, que uno se despierta fresco como una alondra”.
En el libro Viaje al Plata 1819-1824, el botánico e ingeniero John Miers entra en detalles culinarios: “Es uno de los procedimientos favoritos de cocinar y se llama asado; de cualquier modo es muy bueno porque la rapidez de la operación evita la pérdida del jugo que queda dentro de la carne. No retiran el espetón del fuego, y a medida que se va asando cada uno corta tajadas o bocados bastante grandes, directamente del trozo. Se ponen en cuclillas alrededor del fuego, cada uno desenvaina el cuchillo que invariablemente lleva encima día y noche, y se sirve a su gusto sin añadirle pan, sal o pimienta. Hicimos una excelente comida con el asado”.
El verdadero asado criollo
En su "Crónica de la gastronomía porteña" el arqueólogo Daniel Schavelzon habla de los cambios en la forma de cortar la carne, cuando a mediados del siglo XIX el serrucho reemplaza al hacha y cuando, por cuestiones de higiene, se empieza a faenar a los animales sobre placas de mármol en vez de sobre su propio cuero o sobre el piso. El consumo estaba determinado en buena medida por las posibilidades de conservación de la carne. La sal era indispensable y donde no había sal, el ají oficiaba de sustituto.
Es el mismo Schavelzon quien logra establecer, tras excavar los pozos de basura coloniales, que no hay parrillas anteriores a 1880, por lo que el fenómeno se le atribuye a los inmigrantes italianos y a sus conventillos.
Carne y fuego, la forma de supervivencia más antigua de la humanidad se convirtió en nuestra tradición alimentaria más arraigada. Una costumbre con no más de 140 años, que desde el comienzo de los tiempos nos pone a la cabeza de los consumidores de carne en todo el mundo.
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