Personal de salud, seguridad y emergencias, emprendedores, espíritus solidarios... Desde el oficio, la profesión o el voluntariado, algunas de las personas que ponen el cuerpo en medio de la pandemia cuentan cómo es el día a día
En estos días, Cali Bibiloni cumplió 27 años. Recibió llamadas, videos sorpresa, felicitaciones, además de los aplausos que ella y todos los profesionales de la salud reciben a las nueve de la noche. Sin embargo, Cali no pudo detenerse mucho a pensar en su día: tuvo que salir de su casa a las cinco de la tarde, subirse a una bicicleta e ir a trabajar como enfermera al Hospital Fernández, como lo hace desde hace tres años en el área de terapia intermedia.
Ella trabaja desde las seis de la tarde hasta las doce de la noche atendiendo pacientes junto con sus compañeros, volviendo tarde a su casa, cruzando la ciudad. Tanto ella como sus colegas concuerdan que la situación de enfermería requiere un cambio ya: "Estamos considerados como personal administrativo y damos la vida todos los días para atender pacientes. Estamos juntando firmas y tratando de hacer algo para que se visibilice esto, pero lamentablemente no sale en muchos medios la situación. Es complicado y realmente necesitamos que se sepa lo que nos está sucediendo porque nosotras ponemos el cuerpo", se queja.
Cali habla con voz suave, tranquila, y eso se refleja en su estado de ánimo, sobre todo en momentos como este, en los que a muchos los nubla la angustia y la desesperación. "Yo me siento bien, con confianza. Trato de calmar a la gente que tiene miedo. Hay enfermeros que sienten que ponen a sus familias en peligro yendo ellos a trabajar, pero yo tengo confianza", dice con tono calmo, del otro lado de la cámara en la videollamada.
Yo me siento bien, con confianza. Trato de calmar a la gente que tiene miedo.
Son las dos de la tarde y aún no lleva ambo ni guantes ni barbijo. Con el pasar de los días, Cali va midiendo la situación en países donde el sistema de salud está colapsado, donde sus colegas perecen y pierden esperanzas al ver que no dan abasto y los gobiernos no tomaron medidas a tiempo.
En los puntos que marca Cali sobre la situación de los enfermeros, está también el tema salarial y la diferencia con las enfermeras de hospitales privados, diferencia que se debe a la exclusión de enfermería, instrumentadores y licenciados en bioimágenes. "Al estar fuera de la ley, no podemos acceder a cargos jerárquicos. Hay doctores en enfermería que no pueden acceder a cargos como directores de hospitales. Obviamente la retribución económica no es la misma que un médico o un kinesiólogo", explica.
Por ahora, sus días son tranquilos, pasando la cuarentena sola. "Somos cuatro por turno y tenemos un barbijo especializado 3M y dos barbijos comunes. Usamos guantes y obviamente tomamos todas las medidas de precaución y distanciamiento social y respetamos la higiene en nuestras casas", detalla.
Tanto ella como sus compañeros están a la espera de que la curva se aplane o suba. No lo saben, pero la ansiedad es fuerte. Dice sentirse lista y preparada, sin miedo. "Yo estoy bien. Pero tengo compañeras que tienen miedo, miedo de morir. Eso es difícil. ", cuenta. Y de eso se habla poco.
Por Candelaria Domínguez
Sergio Moreno. "Antes de que declaren la cuarentena, suspendimos las clases, y como teníamos barbijos en la fundación los llevé al Municipio porque estaban necesitando -cuenta Sergio Moreno, director de Fundación Oficios, una organización del municipio de Tigre-. Cecilia Ferreira, de la Secretaría de Desarrollo Social y Políticas de Inclusión, me preguntó si teníamos más. Ahí se me ocurrió que podíamos organizarnos para confeccionar si me conseguía la friselina. Armamos un esquema de acciones junto con la docente del curso de costura, investigamos y nos contactamos con empresas que hacen barbijos para saber qué hacer y qué no, las medidas de higiene y otros detalles importantes. Después, diagramamos un equipo de trabajo con costureras para tratar de que haya la menor cantidad de movimiento posible de recursos y personas. Se armó un grupo de 160 voluntarias, todas deseosas de participar. Por una cuestión de cercanía geográfica para reducir el movimiento quedaron 24 de tres barrios que están pegados: Benavídez, Malvinas e Irsa. Propusimos que un móvil de la Municipalidad lleve a cortar la tela y pase a dejarla en la casa de estas mujeres, y fue mágica la disposición, el compromiso y la responsabilidad con la que lo tomaron. Ya entregamos 1200 barbijos y el plan es seguir haciendo más tandas mientras se necesiten. El proceso termina con el envío al Ministerio de Salud para esterilizarlos, con la idea de que para el uso final esto esté garantizado".
Me siento, no con la obligación, sino con la satisfacción de devolver.
La intención, dice Moreno, es proteger a cada una de las personas que asiste, no solo en hospitales, sino también en comedores comunitarios, en centros de recuperación de adicciones, inspectores, choferes de ambulancias, personal policial y de control, etcétera. "Tenemos conciencia de que esto puede hacerse en otros lugares en donde se enseñe costura, queremos que este modelo se expanda, por lo cual nuestro esquema de trabajo se lo pasamos al Ministerio de Trabajo de la Provincia de Buenos Aires, para que lo replique e incluso lo mejoremos entre todos. Por suerte, hay mucha gente solidaria que entiende que es el momento de dar más que nunca. Cada uno en lo que tiene y sabe", reflexiona Moreno.
"Lo maravilloso de esto es ver cómo cuando llamamos a esas costureras todas estaban operativas y tenían máquinas de coser en su casa. La mejora que habían obtenido a partir de haber pasado por los talleres era concreta y ellas enseguida se pusieron a devolver esa ayuda de haber recibido un oficio que las paraba en otro lugar frente a la emergencia, frente a la cotidianidad, frente a la vida", se emociona.
"Yo soy contador y después hice dos maestrías, pero en un momento de mi vida me hice consciente de que nada de lo que había recibido yo hasta mis 26 años había sido mérito mío. Tuve la suerte. Me di cuenta de que había un montón de gente que no la tenía. Por lo general, juzgamos al que no tiene eso, como culpable por no tenerlo y simplemente nació en otro lugar. Me siento, no con la obligación, sino con la satisfacción de devolver".
Por Malen Lesser
Gerónimo Cabrera. "Un amigo me mandó por Instagram una publicación de un portal contando que en Italia se estaba muriendo gente pero no por la falta de respiradores, sino por la falta de una válvula llamada venturi, que sirve para nivelar el flujo de oxígeno y aire que se le da al paciente. Ahí, lo que hicieron fue probar su fabricación a partir de impresoras 3D y lo lograron. Con mi papá [Guillermo] tenemos un emprendimiento solidario [Te doy una mano] que con esa técnica, fabrica y dona prótesis de manos a quienes lo necesiten. Así que a partir de eso, en una cena en la que estábamos mi hermana, mi mamá y yo -porque mi papá es grupo de riesgo al tener EPOC e hipertensión, y está aislado-, lo charlamos y nos propusimos ir a probar al taller a ver si podíamos hacerla", cuenta Gerónimo Cabrera.
"Mi viejo estaba muy entusiasmado cuando le conté. Bajé información de portales europeos sobre cómo hacerla y empecé a ver todos los detalles, busqué el archivo y lo hice tal cual lo hicieron en Italia. Nos contactamos con médicos de hospitales de Lomas de Zamora, y nos dijeron que iban a servir, porque faltar insumos iban a faltar. Empezamos la producción y cuando tuvimos unas 90 fabricadas, sumamos mascarillas. Los profesionales nos dijeron que estaban faltando, y es una barrera clave para usar sobre los barbijos. Diseñamos varios modelos hasta que los médicos aprobaron uno que les quedó cómodo. Enseguida lo subí a internet, para que la gente de todo el mundo pueda descargar el archivo y replicarlo en donde se necesite. Son archivos con extensión stl, y es fácil tomando el modelo en tres dimensiones poder repetirlo".
Gerónimo, de 21 años, ya entregó más de 300 mascarillas al Hospital de Adrogué y a otros lugares con esta demanda. "Por suerte entramos en contacto con el Ministerio de Salud, que ofrece la logística que nosotros no tenemos. Se los mandamos a ellos y lo distribuyen de manera estratégica, lo cual me permite aumentar el tiempo de producción: ya estoy fabricando 150 mascarillas diarias".
Siento que los argentinos estamos más unidos que nunca.
La familia vive de un negocio inmobiliario y un buffet de abogacía, pero dedica su tiempo, al igual que primos y tíos, a nutrir esta vocación de ayudar, que en plena pandemia, redobló sus esfuerzos. "No somos una fundación, ni ONG, no nos mueve descargar impuestos, no recibimos donaciones, aceptamos de un empresario tres rollos de acetato, pero no dinero. Somos una familia que ayuda. Antes de esa donación recolectábamos radiografías viejas para poner a funcionar las impresoras", aclara.
Con una fe inquebrantable, cuenta que se levanta al alba y pasa el día pendiente de las máquinas, que están en un taller a media cuadra de su casa. "Nos adelantamos al problema y eso me da esperanza. Siento que los argentinos estamos más unidos que nunca y eso me da más energía para ayudar y exigir las 6 impresoras en simultáneo las 24 horas, es una carrera contra el tiempo", se ilusiona, y agrega: "Estamos fabricando trajes impermeabilizantes y hemorrepelentes para los médicos con bolsas de consorcio. Fueron los propios profesionales quienes nos las pidieron, porque no hay más de esos trajes en los hospitales que atienden a pacientes internados con coronavirus".
Por Malen Lesser
Gastón Aimaro. "En tiempos de poca empatía, falta de solidaridad, estrés, enojos y tristezas. En tiempos de enfermedad y falta de respuestas, pasan estas cosas. Agradezco la existencia de gente así, como integrante de esta familia que es el Hospital de Niños", dice F. Martín Infesta, el jefe de Radiodiagnóstico, en una tarjeta de agradecimiento. Y es que el restaurante naturista La esquina de las flores (Gurruchaga 1630) ofrece a profesionales de salud y seguridad de la zona viandas saludables de manera gratuita para enfrentar sus tareas cotidianas.
"Cuando comenzó todo, lo primero que pensamos fue cómo ayudar a los que ponen el cuerpo: médicos, enfermeros, ambulancieros, policía, prefectura, bomberos, ellos son los verdaderos héroes en todo esto. Nos organizamos en días predeterminados y le dimos forma anunciándolo en redes sociales. Nosotros tenemos de clientes hace años a muchos médicos, porque saben bien la importancia de la alimentación natural para el buen funcionamiento del sistema inmunológico. Por eso, se nos ocurrió cuidarlos". El que habla es Gastón Aimaro, dueño de La esquina de las flores, que es mucho más que un lugar para comer. Funciona en sintonía con una planta de elaboración propia que produce, muele y fracciona productos integrales y orgánicos certificados desde hace más de 40 años. Además, ofrece de manera gratuita a la comunidad talleres -presenciales y virtuales- de cocina natural, que ya han llevado de forma itinerante y con gran éxito a lugares como la cárcel de Ezeiza, escuelas y centros barriales.
"Hay que hacer que las cosas pasen", dice Gastón detrás de su humilde mirada transparente. "Trabajo en el rubro inmobiliario, lo sigo haciendo, pero cuando le vendí la casa a la creadora de todo esto, Angelita Bianculli, y la conocí, me enamoré del proyecto. Cuando quiso venderlo, no lo dudé. Ella fue pionera en alimentación saludable, editó varios libros, y aunque murió en 2015, creo que estaría contenta de ver esto hoy. Circula mucho cariño entre el equipo de trabajadores y habitués. Entrar acá es un viaje de ida: muchas de sus primeras docentes y colaboradoras son parte activa del emprendimiento actual. Y hay que decir que en ésta se pusieron al hombro totalmente la acción solidaria. En planta tengo a 17 personas abocadas a la tarea de cumplir con 500 viandas, y en el local, 12 empleados para llegar a atender todas las demandas, porque seguimos entregando al público".
Los chicos nos ven cuidando la salud de quienes nos cuidan y creo que es un lindo mensaje también para ellos.
Gastón es casado y tiene 4 hijos. "Los chicos nos ven cuidando la salud de quienes nos cuidan y creo que es un lindo mensaje también para ellos. Ya viven lo que es el amor de la gente, porque la comunidad siempre ha sido amorosa con nosotros. Tenemos habitués ilustres como Lolita Torres y sus hijos; Diego nos dedicó una canción que se llama como el local, pero todos y cada uno de los vecinos que nos conoce, nos quiere y nosotros a ellos; es tanta la energía que la inciativa para ayudar es puro entusiasmo, apoyo y alegría. Esperamos que sirva, que lo podamos seguir implementando y todo pase pronto".
Por Malen Lesser
Marcela Eugenia Bravo. Tres veces por semana, Marcela Eugenia Bravo está al frente como bioquímica de guardia de tres hospitales públicos de la Ciudad de Buenos Aires. Los lunes y miércoles trabaja 24 horas seguidas, y los jueves, 6. Siente, por momentos, que los bioquímicos son invisibles. "Al principio, cuando escuchaba los aplausos, me emocionaba. Después, ya no, porque vi que en ningún lado reconocían la labor de los bioquímicos. Somos los que tomamos la muestra y la analizamos. La gente ni sabe que existimos, estamos olvidados. La gente tiene que saber qué hacemos. Los héroes del Malbrán son todos bioquímicos, los que analizan y emiten el resultado, son todos colegas", cuenta, mientras atiende el teléfono en la guardia, en medio de consultas de colegas.
Por ahora, Marcela trabaja las mismas horas. Pero le preocupa que, si aumentan los contagios, le pidan extender las jornadas, ya de por sí agotadoras. "Estamos luchando mucho con el tema de la protección; insumos hay. El tema es la discordancia que hay sobre cuándo va a ser el pico de la pandemia, no se sabe bien, pero deberíamos tener todos nuestros propios elementos de protección personal, porque cuando se dispare el pico, si nos contagiamos, no va a haber quién atienda a los pacientes", dice. En los hospitales, hubo gente que donó máscaras, también empresas hicieron máscaras 3D.
Por estos días, Marcela pasa la cuarentena en un departamento muy pequeño. A su hijo lo ve a partir del jueves, hasta el domingo, cuando debe volver a ponerse el ambo para ir a la guardia. "Sé que estoy expuesta al trabajar en hospitales. Ese es un poco el panorama. Me preocupaba la parte del contagio, me asusta contagiar a mi familia y el desborde en los hospitales, si llegara a haber. Me preocupa también la situación económica y social, la gente del Conurbano, su situación es complicada. Yo creo que todavía estamos pudiendo atender los casos, el sistema de salud no está colapsado", reflexiona.
Me saco el sombrero por la condición humana, por el trabajo en equipo en los hospitales públicos.
–¿Qué opinas de que se haya descentralizado del Malbrán el tema de los análisis de las muestras?
–Me parece bien, debería el Malbrán descomprimir un poco. El tema es si entran equipos nuevos que den falsos negativos, eso sería un problema. No confío en los testeos rápidos, que usaron en Europa y dieron falsos negativos, eso no sé qué sentido tiene. Sí hay que seguir con el PCR Real Time, que utiliza el Malbrán para detectar los casos.
–Podríamos decir que esta situación de emergencia remarcó la importancia del sistema de salud público, ¿no?
–Siempre tuvo importancia el sistema de salud público, aunque fue bastante denostado. Aplaudo a los profesionales de salud de hospitales públicos. Me saco el sombrero por la condición humana, por el trabajo en equipo en los hospitales públicos.
Por Candelaria Domínguez
Juan Argarañaz. Hasta antes de la llegada del coronavirus a la Argentina, Juan Argarañaz tenía una rutina: levantarse al alba y armar las meriendas para el comedor que dirige con su mujer en Rafael Calzada, en el partido bonaerense de Almirante Brown, desde hace más de diez años. Casi al mediodía, salía volando a su trabajo de cocinero -es maestro pizzero- en el Pizza Hut de Lomas de Zamora y volvía a la 1 de la mañana, para volver a empezar al día siguiente. Todo cambió el viernes 20 de marzo, cuando el presidente Alberto Fernández anunció la cuarentena. Y en el comedor Pekenitos el latigazo fue muy duro.
En 2009, Argarañaz fundó Pekenitos, nombre que puso en honor a dos de sus seis hijos, Peke y Nito. "Al principio era una casilla y les dábamos de comer a no más de veinte pibes. Siempre había soñado con armar algo así para ayudar", afirma. Nunca los financió ningún partido político, ni tuvieron el aval del puntero de turno; no recibieron subsidios de ningún tipo, ni manejaron dinero; las donaciones tampoco fueron a gran escala, sino que llegaron de mano en mano.
El comedor creció muchísimo. En la cocina las estrellas eran Sandra -mujer de Juan- y los cuatro hijos mayores del matrimonio. Pekenitos no solo se amplió para dejar de ser una casilla, sino que también pudo alimentar más bocas: de lunes a viernes empezó a servir meriendas y viandas para la cena; y también almuerzos y cenas los sábados y domingos.
Hoy da de comer a 130 chicos, 15 abuelas y 10 mamás. También se ofrece asistencia escolar tres veces por semana y Argarañaz convenció a un par de amigos de alquilar un terreno para que el piberío pudiese al fútbol y al hockey. Una vez por mes, se festejan los cumpleaños. "Que aprendan, se alimenten y hagan deporte. Así los sacamos de muchas cosas malas", sostiene.
Tengo la responsabilidad de 130 chicos y los abuelos.
Por el aislamiento social, se redujeron un 80% las donaciones de la gente que, al no poder salir de su casa, tampoco pudo acercar algún alimento al comedor. En sintonía, Pekenitos suspendió todas sus actividades presenciales. "Les pedimos a los padres que no nos mandaran a sus hijos; que vinieran los adultos con el tupper y nosotros se lo devolvíamos lleno", explica. Pero la consigna no prendió demasiado. "Quizás acá en el barrio no se entendió bien el problema del coronavirus al principio, porque hay preocupaciones más urgentes; vivimos todos al día", cuenta Argarañaz, que empezó a llevar la comida él mismo a los abuelos.
De estar la mayor parte del día en la pizzería ("gracias a Dios los que estamos en blanco seguimos cobrando"), pasó a estar en el comedor sin parar un minuto, haciendo llamados para conseguir más donaciones, trabajando contrarreloj para no cortar la cadena de solidaridad. "Yo siempre tengo un poco de stock, así que me puedo adelantar una semana con la comida, pero no me puedo descuidar porque tengo la responsabilidad de 130 chicos y los abuelos", dice. Ahora, más que nunca, Argarañaz sabe que lo último que puede hacer es descuidarse.
Para donaciones, llamar al 15-51397667 o la página de Comedor Comunitario Pekenito en Facebook.
Por José Totah
Leonardo Bustos Vera tuvo un verano tranquilo. Bajó el ritmo adrenalínico de las urgencias por la planificación. Pasó de conducir las ambulancias del SAME La Plata a formar parte del equipo de logística del servicio. Después, todo cambió. El coronavirus llegó a la Argentina y, otra vez, a la ambulancia. Su experiencia –más de 30 años en el sistema de salud– lo sacó de nuevo a la calle. Pasó a formar parte del equipo de técnicos responsables de la atención de los posibles casos de coronavirus. Ahora sus días van entre asistir a esos casos, ser parte de los operativos de control urbano, colaborar en el armado de hospitales y capacitar a sus compañeros, los que van a salir cuando la situación empeore. "Porque esto, aunque nos pese, va a explotar en algún momento y hay que estar preparados", dice Leonardo, que fue uno de los encargados de ir a buscar al hombre de 36 años identificado como el primer caso confirmado en La Plata. La noche de ese mismo día, el domingo 22 de marzo, sin saberlo, también asistió al tercer infectado de la ciudad.
El procedimiento siempre es el mismo, aunque las visitas a posibles casos se multipliquen con los días, y el personal afectado sea cada vez más.
Lo primero es vestirse, protegerse. Un traje impermeable blanco estilo mameluco, barbijo de máxima seguridad, antiparras, guantes y botas de cirugía. Después se sale rumbo al destino en una de las ambulancias especiales para el tratamiento de coronavirus, que cuentan con equipos de vía aérea y desfibrilador.
"El resto de insumos y máquinas se bajan para no contaminarlos", explica Leonardo. Al llegar al lugar indicado, luego de darle un barbijo a la persona con un posible positivo y tomarle la fiebre vía láser, se le repite el interrogatorio que se le hizo por teléfono. "Uno puede ser más preciso en las preguntas y muchas veces las respuestas cambian estando en persona", dice Leonardo. Si se confirma la sospecha, la persona sube –sola, sin un familiar a su lado– a la parte trasera de la ambulancia. Cuando se llega al hospital asignado, esa zona está vacía, aislada. Solo aguardan un hombre de seguridad y un personal médico que será quien acompañe al aislamiento.
Da bronca ver que hay gente que no entiende la magnitud.
"Uno está expuesto todo el tiempo", dice Leonardo, que recorre las calles durante todo el día –está trabajando de 8 de la mañana a la medianoche– en busca de posibles casos. "Da bronca ver que hay gente que no entiende la magnitud y está boludeando por cualquier lado". Le pregunto si tiene miedo de contraer el virus y sentencia: "lo más probable es que entre el 60 y el 80 por ciento de la población se contagie. Entonces uno puede infectarse también".
De vuelta de cada posible caso empieza otro operativo. Sacarse todo el traje y reducir lo más que se pueda los riesgos. La ambulancia va a una zona de aislamiento, el personal se mete en un baño químico desmantelado que se convirtió en un cubículo de limpieza donde se los rocía con cloro y luego alcohol 70/30. Después se los ayuda a quitarse la ropa y se sanitiza la ambulancia y sus equipos en un procedimiento que tarda cerca de una hora. Un trabajo que se repite y al que Leo se somete varias veces al día, para disminuir sus porcentajes.
Por Gonzalo Bustos
Pablo Fabián Scally (36) es policía de profesión y bombero de alma. Descubrió su vocación antes de empezar la primaria: entró a la Escuela de Cadetes de Bomberos Voluntarios en Almirante Brown tras haber acompañado infinitas veces a su papá a los cuarteles y maravillarse con ese mundo de servicio. Aunque ya tiene tres décadas de experiencia, el 24 de marzo fue la primera vez que no tuvo que acudir a una emergencia, sino que la emergencia llegó a él. Por la irrupción del COVID 19, y como oficial de la Dirección de Orden Urbano de la Ciudad de Buenos Aires, su trabajo fue recorrer los puestos de infantería en puntos clave, fiscalizando los procedimientos de seguridad y prevención sanitaria. Reponer barbijos y guantes, dar indicaciones a otros oficiales y desinfectar la camioneta policial se convirtieron en sus nuevas tareas durante la cuarentena, con guardias de hasta 24 horas.
En uno de esos controles, en el puente de Av. General Paz y Eva Perón, se encontró con su destino. "Mientras hablábamos con los compañeros del puesto, una camioneta se frenó arriba de la vereda. El Oficial Primero Pietro se acercó al vehículo y yo lo seguí, pero no fue hasta que él se dió vuelta que ví que tenía en brazos a un bebe. La mamá, desesperada, se lo había pasado por la ventana". Ese bebe se llamaba Fernandito y tenía dos meses, pero eso lo supo después. La mamá solo llegó a balbucear entre sollozos que su hijo había ingerido champú y repetía las dos palabras que nadie quiere escuchar: "No respira". Scally lo tomó en sus brazos y llevó su oreja a ese pecho ínfimo. Tres pulsaciones por segundo. Le levantó los párpados y vio que sus ojos se desvanecían y que la carita se teñía de morado. Cuando volvió a tratar de escuchar el corazón, ya no oyó nada.
Si bien manejo la técnica de RCP, nunca se la había practicado a un bebe tan chiquito.
Contar lo que sucedió en un instante da la falsa sensación de que hubo un paso a paso, un proceso, una planificación. En realidad, fue una reacción casi instintiva de Pablo, basada en años de preparación. "Se te cruzan mil cosas por la cabeza, técnicas, cursos, conceptos. Si bien manejo la técnica de RCP, nunca se la había practicado a un bebe tan chiquito. Lo único que pensaba era: Por favor, que no se me vaya". A la cuarta compresión del pecho, Fernandito lanzó un suspiro, escupió el champú y su corazón volvió a latir. "Tengo que hacer que llore", se dijo. Después de otro suspiro grande, rompió en llanto y sus pulsaciones aumentaron. Mientras tanto, sus compañeros consolaban a la madre y mantenían a raya a los curiosos. Cuando la carita volvió a su color normal, la peor parte ya había pasado. "Me agarró la manito y fue algo incomparable". Ya en el hospital Cecilia Grierson, Fernandito estaba recuperado y la pediatra no podía creer que el protagonista de lo que le relataban los policías había sido ese bebe sonriente. Tampoco Scally fue del todo consciente de lo que había vivido, hasta que se lo hizo notar su superior: sin posibilidad de ponerse barbijo ni seguir ningún protocolo, se había expuesto a un potencial contagio de coronavirus. "Ni se me cruzó por la cabeza, lo hice sin medir las consecuencias. Si bien es una vocación, uno no va por la vida pensando: Hoy voy a salvar a alguien. Lo hacés porque te nace".
Por Delfina Krusemann
Enrique Rifoucat. "No puedo terminar", dice a las 23.30 del último lunes de marzo,Enrique Rifoucat, el Secretario de Salud de la ciudad de La Plata. Así vive desde febrero, cuando el equipo que comanda comenzó a preparar el operativo COVID, un programa interno encargado de contener la pandemia –recién declarada como tal por ese entonces– del nuevo Coronavirus. "Ya no sé si duermo, pero me acuesto a eso de las 2 de la madrugada y me levanto a las 5 para arrancar de nuevo".
Cuando Enrique asumió su cargo en diciembre pasado tuvo que combatir el dengue, no hubo tiempo de planificar nada. Al mismo tiempo, apareció el coronavirus en China y empezó a poner en marcha la estructura sanitaria de la ciudad para recibir al virus cuando comenzaba a salir del gigante de Asia.
Buscamos lugares para armar hospitales de campaña.
El 19 de febrero, un día antes que en Italia se detectara el primer caso, Enrique organizó, junto a la Facultad de Medicina de La Plata y a algunos de los infectólogos que hoy son parte del comité que asesora al presidente Alberto Fernández, una capacitación sobre el tema. De ahí en adelante todo se aceleró e inició su pico máximo cuando el virus llegó al país, el 3 de marzo. "Buscamos lugares para armar hospitales de campaña, hicimos protocolos, capacitamos, salimos a comprar insumos de bioseguridad –dice Enrique, que es emergentólogo–. La lógica de funcionamiento cambió. Esto es un cachetazo que no esperás. Nosotros estamos preparados para atender accidentes y situaciones de riesgo dentro del domicilio".
Hoy Enrique y su equipo tienen un doble desafío interno. "Desde lo físico el cansancio es cada vez mayor, porque la demanda crece con los casos", dice con un tono de voz que expone agotamiento y angustia. "Después viene lo psicológico, cuando ves los casos, porque son balas que pican cerca. Uno tiene que volver a casa y tiene miedo de llevar el virus. Eso pesa, te planteas si tenés que volver o no". Enrique Rifourcat está casado y tiene una hija de 7 años.
"Tengo miedo. El miedo racional es importante –reconoce–. Si no tenés miedo cometés errores. Sin temor no te cuidás y yo tengo miedo por mi, por la gente que trabaja conmigo, por mi familia. Nunca nos vamos a olvidar de esto y vamos a estar orgullosos de haber estado acá".
En este contexto, no tiene un lugar fijo de trabajo. Va de los controles sanitarios y de seguridad en distintos puntos de la ciudad a las oficinas y los hospitales de campaña, a la base de operaciones del SAME, a los Centros de Atención Primaria de Salud y a los hospitales que reciben casos de coronavirus en La Plata. "El coronavirus fue un cambio en la vida de todos. La mía en lo personal es con una responsabilidad muy grande sobre mis compañeros, que se exponen todo el tiempo. Y el ritmo familiar te cambia. Uno está poco y no sabe ni qué día es".
Cuando llega a su casa, lo más tarde posible "para reducir el contacto", Enrique recuerda lo que siente cuando anda por la ciudad en medio de la cuarentena. "Ver las calles vacías es como es como llegar a tu casa y no poder abrazar a tu hijo hasta que no te bañás".
Por Gonzalo Bustos
Isabel Viola. A las 6 de la mañana, Isabel Viola entra a trabajar al Hospital Fernández. Hasta las 12 del mediodía estará asistiendo pacientes y asegurándose de que las enfermeras y enfermeros tengan los materiales e insumos necesarios. La situación de las enfermeras y enfermeros en la Ciudad de Buenos Aires es compleja. Si bien son trabajadores de la salud, no son reconocidos como tal. "Muchas veces sentimos que no nos cuidan. El enfermero es muy de poner el hombro, pero también necesita tener a alguien que le diga que todo va a estar bien, que va a estar protegido.
Nos enfrentamos a un gran desafío.
Nosotras estamos encasilladas como personal general". Isabel se refiere a la ley 6035, que la legislatura porteña sancionó en noviembre de 2018, en la que dejó excluidos a los licenciados en enfermería. "La medida es injusta porque enfermería conforma el 70% de la actividad hospitalaria", se lamenta, y agrega: "Es el momento de incluir a enfermería. Nos enfrentamos a un gran desafío, para lo que nos hemos preparado toda la vida".
Isabel es consciente de que el personal de enfermería es el que esá en la primera línea de fuego. Cuando empezaron a sonar las alarmas del coronavirus, ella armó un kit para que sus compañeros pudieran trabajar con todos los elementos. "Lo armé con insumos que yo tenía en ese momento. Un kit para cada turno en caso de que recibieran un paciente con sospecha de Covid, para que no tuvieran que salir corriendo a buscar un equipo. En terapia, donde hay pacientes con sospecha de Covid, tienen protección", explica.
–¿Tu familia como está viviendo todo esto?
–Imagínate que yo paso a ser el bicho que está bajo la lupa. Es complicado. Dentro de mi hogar por ahora hago vida normal, no estoy aislada. Si bien voy al hospital, tomo mis recaudos, me lavo las manos, uso los equipos de protección, me desinfecto cuando llego, desinfecto el calzado. Allá no compartimos el mate, ni el termo. Han cosas que han cambiado. A veces pasa que no se sabe si saludar o no, pero en estos momentos hay que bajar un poco las revoluciones, porque en algún momento pienso que todos vamos a estar contagiados. El aislamiento es para que no colapsen los servicios de salud, pero para mí en algún momento va a subir la cantidad de gente con coronavirus. Lo que se busca es que haya la capacidad de atención para todos, que haya camas.
Isabel comparte sus temores sobre esta situación: "A nivel sanitario, mi miedo es que nos falte la atención suficiente. Por eso es importante la prevención, tenerlo todo preparado. No me preocupa tanto si contraigo el virus, porque no es real que nos vamos a morir todos. Esta enfermedad manifiesta condiciones previas, patologías previas. No tengo miedo a eso. Mi miedo es poder contagiar a alguien que esté en esas condiciones. Por eso es necesario cumplir a rajatabla la cuarentena, para que podamos responder. También está el tema de contar con los insumos. En el hospital siempre hubo, nunca ha habido grandes faltantes, pero está el tema burocrático. Ante esta incertidumbre, el enfermero tiene miedo de esas cosas: no contar con las herramientas de protección para hacerle frente a esta pandemia".
–¿Como están tus compañeros?
–A nivel profesional, todos están preparados. El miedo de ellos creo que es por la familia. A nosotros no nos da miedo contraer el virus, porque el riesgo lo tenemos. El problema es llevarlo a nuestras familias.
Por Candelaria Domínguez
Natalia Salgado. "Yo no tengo miedo", dice Natalia Salgado, directora de la Escuela Primaria N° 78 de La Plata. Aunque el coronavirus y el aislamiento social preventivo y obligatorio decretado el pasado 20 de marzo sean inéditos en la Argentina, Natalia ya vivió situaciones similares: únicas y extremas. Por ejemplo, la inundación de la ciudad en 2013. "Nosotros sabemos que estamos expuestos en situaciones así. Nuestra función, más allá de lo pedagógico, es social y comunitaria. Tiene que ver con la responsabilidad que uno asume".
Natalia, que está a cargo de la escuela hace seis años, es la única docente que sigue yendo a su lugar de trabajo. Su rol –y su vocación– se lo demandan. Día por medio, junto con un auxiliar, organiza, higieniza y reparte los bolsones de alimentos que reciben las familias y reemplazan el desayuno que los chicos tenían cada mañana durante clases.
Los días en la escuela empiezan temprano recibiendo proveedores, luego acomodando cada porción y después atendiendo a padres y madres. "Las familias tienen dudas, quieren hablar. Entonces tratamos de hacer una jornada dinámica por el no contacto, pero al mismo tiempo tenemos que cubrir y dar respuesta a sus necesidades", cuenta Natalia, que además trabaja en una escuela para adultos. Esas dudas no solo tienen que ver con la resolución de las tareas que los chicos hacen en casa, sino también con la recepción de información sobre la pandemia.
En los barrios más vulnerables no llega toda la información.
"Aunque va una persona por familia, tenemos que explicarles el tema de la distancia en la fila. Eso se habla mucho", dice Natalia. "A veces se da por sentado que todo el mundo conoce el protocolo y cómo cuidarse, pero en los barrios más vulnerables no llega toda la información".
Si bien la Primaria 78 se encuentra en una zona céntrica, la mayoría de sus alumnos viene desde la periferia de la ciudad. Todos en un colectivo de línea que, prácticamente, pasa por cada barrio platense y llega arrebatado a la escuela. La situación de las familias obligó a Natalia y a todo el equipo docente a pensar la continuidad de la enseñanza con un gran porcentaje de alumnos sin conectividad. "Lo primero que hicimos fue organizar actividades en formato papel, para que las familias las vinieran a buscar. Luego nos acoplamos a los cuadernillos que envió el ministerio. Y organizamos que el día de entrega de bolsones sea de entrega de las actividades en papel y los cuadernillos también", explica Natalia, que este año cumple veinte años como docente.
Durante las jornadas la vuelta a clases es una fija en las conversaciones con las familias, incluso es algo que se repite en los grupos de WhatsApp que mantienen conectados a docentes, padres y alumnos. La respuesta Natalia no la tiene, pero sí sabe algo. "Volver a empezar después de algo así requiere de mucho esfuerzo, cooperación y solidaridad".
Por Gonzalo Bustos
A sus 64 años, Jorge Geffner se tuvo que crear una cuenta en Instagram. Y no fue para sumar amigos ni hacer una vidriera de su vida, sino para transmitir sus clases a más de 1000 alumnos. Hacer vivos desde la red social fue el modo que encontró, como tantos otros docentes desde la llegada del coronavirus al país, para no interrumpir la cursada. Investigador superior del Conicet y director del Departamento de Microbiología, Parasitología e Inmunología de la Facultad de Medicina de la UBA, Geffner integra también la Unidad Coronavirus Covid-19, que coordina los esfuerzos de la comunidad científica y tecnológica para las tareas de diagnóstico e investigación del virus.
Con o sin pandemia, Geffner no alteró su rutina de pasar entre diez y doce horas diarias en la Facultad. Lo que sí cambió fue el enfoque de sus tareas, porque todas las líneas tradicionales de investigación fueron re direccionadas al estudio del virus. "El 90% de nuestro esfuerzo está orientado al Covid-19", afirma.
En cuanto a su rol de docente, cuenta que los ayudantes más jóvenes le explicaron cómo abrir una cuenta de Instagram; le enseñaron a hacer los vivos y a condensar las preguntas de los alumnos durante las transmisiones.
"Al principio me sentí raro, pero vi que a los chicos les servía, que les daba un norte, y les garantizamos que no iban a perder el año. Fue una manera de contribuir a una cantidad de jóvenes preocupados por la pandemia, por sus familiares, por sus abuelos", sostiene.
Fue una necesidad explosiva de colaborar frente a esto.
El investigador se sigue emocionando cuando se acuerda que, a los dos días de dar a conocer en el Conicet la Unidad Coronavirus Covid-19, recibió más de 800 mensajes de WhatsApp de gente que quería participar desde el lugar que pudiera: médicos, biólogos, investigadores, becarios. "Fue una necesidad explosiva de colaborar frente a esto", evoca.
Geffner admite que, hasta antes de la pandemia, ni él ni nadie en su área era experto en coronavirus. Entonces tuvieron que ponerse a leer hasta la madrugada todas las nuevas publicaciones científicas sobre el virus.
El experto entiende que parte de su misión es contribuir a contestar las grandes preguntas: todavía no está claro, por ejemplo, porqué el virus enferma tanto a un segmento de la población. "Tampoco sabemos si se trata de una acción del virus directamente o de la respuesta inmunológica que es, en un sentido, demasiado fuerte", explica.
Desde que el virus llegó a la Argentina, Geffner y su área dedicaron muchísimas horas a armar el laboratorio y a motorizar nuevos proyectos de investigación en el área de inmunología. Y también estuvieron al pie del cañón. "Estamos enfrente del Hospital de Clínicas; si las muestras se toman ahí y ellos, como respuesta, pueden tener un resultado en 12 o 18 horas, es un alivio para todos: para el paciente, para el servicio, para despejar camas. Entonces vos ves que lo que estás haciendo es particularmente útil en la emergencia. Y es muy gratificante", apunta el investigador.
Por José Totah
Lautaro Romero. El servicio del 107 explotó. En una cabina de atención, entre un llamado y otro pasan menos de 5 minutos. "La gente llama por todo", dice Lautaro Romero, que trabaja en la sede que la línea de emergencias tiene en La Plata. "Todo" es: gripe, fiebre, dolor de cabeza o problemas como haberse quedado sin la medicación diaria. "Nos cambió demasiado el laburo. Ya no hay ni diez minutos para un mate o ir al baño. Tenés que estar concentrado todo el tiempo porque no podemos bajar el nivel de interrogación y no se puede escapar nada", dice Lautaro, que es padre de una niña de 2 años. "Cada día es más y más y más".
Con los teléfonos saturados, las horas de trabajo aumentaron y el personal creció. Se estima que por día el 70 por ciento de los llamados están relacionados con el coronavirus y que el número de consultas supera las mil diarias: antes apenas llegaban a las 300. El 107 prácticamente dejó de ser un número de emergencias para convertirse en una línea de consultas sobre el Covid-19. El 148, el número telefónico que el gobierno de la provincia de Buenos Aires fijó para acudir ante posible síntomas, tiene una demora de 50 minutos. Por el caudal de llamados se está capacitando de forma exprés a nuevos empleados y se proyecta abrir otra línea exclusiva para coronavirus.
"La gente ve los síntomas y enseguida llama, piensa que tiene coronavirus y teje relaciones: 'Estuve con el hermano de un amigo que tiene un amigo que volvió de Italia', te dicen, y capaz que ese que viajó no tiene síntomas o volvió hace meses", cuenta Lautaro. "Llaman porque fueron a una supermercado chino. Ese nivel de psicosis y paranoia se genera en todos los sectores".
Llegás agotado, no tenés ganas de hablar con nadie.
Lautaro está cansado. "Por la cantidad de trabajo llegás agobiado y estresado a tu casa. Estás todo el tiempo con llamados. Hay que lidiar con la mala información, el nerviosismo, el miedo", dice. "Se juntan un montón de cosas que nada que ver a lo que hacíamos antes. Llegás agotado, no tenés ganas de hablar con nadie. Es bastante jodido". Y cuando llega a su casa, pasadas las 10 de la noche, lo primero que hace es desnudarse en la puerta, se rocía con alcohol 70/30 y se mete en la ducha. "Recién después de todo eso me acerco a la nena", advierte.
Además de la atención al público, en el 107 las capacitaciones se volvieron constantes. Los protocolos van cambiando y los interrogatorios se han vuelto más extensos. Más atención, más alarmar que apagar. "Tenemos preguntas para posibles casos, para descartar otros, indicaciones a los que no son sospechosos, pautas de alarma a los que sí, pasos a seguir para los que vienen de viaje y tienen que cumplir el aislamiento. Constantemente nos capacitan porque se actualiza todo".
A pesar del momento de crisis que vive Lautaro en el 107, un síntoma más del coronavirus, siempre intenta volver a la calma. "Somos empleados de un servicio de salud, somos los más informados, y eso tiene que mantenernos calmados, sin miedo; si no, estamos perdidos".
Por Gonzalo Bustos
Ana Campos. Como viróloga del Instituto Malbrán, en el contexto de la emergencia, Ana Campos trabaja junto con sus compañeros de lunes a domingo, de 7 de la mañana a 7 de la tarde, aunque algunos se quedan más tiempo. Comparte la jornada con Estefanía Benedetti, y la cantidad de análisis que llegan no da respiro alguno.
Ana está en su día de descanso. Ella trabaja en el Departamento de Virología que pertenece al Instituto de Enfermedades Infecciosas del Malbrán.
A las 7 de la mañana, entra en el laboratorio, que maneja una seguridad Nivel 2 -intermedio-, con elementos de protección personal de laboratorio de bioseguridad Nivel 3: trabajan con flujo laminar de cabina de seguridad, viste camisolín, cofia, usa un respirador especial y siempre doble par de guantes. Para Ana, este trabajo conlleva una enorme responsabilidad. El Malbrán es cabecera de la Red Nacional de Laboratorios de Influenza y otros virus respiratorios que incluyen el Covid-19. Fueron los primeros que empezaron a hacer el diagnóstico en el país. Hace poco comenzó la descentralización de los análisis.
"Sentimos que esto nos cambió totalmente nuestra rutina de trabajo y nuestra rutina doméstica. Yo tengo 3 hijos ya adultos, de 26, 22 y 18 años. Y dos padres muy viejitos a los cuales hay que cuidar mucho, hace un mes no los veo", cuenta Ana.
Esto es muy dinámico y todo el tiempo surgen nuevas situaciones.
En el trabajo, las gestiones no cesan. "Estamos diagnosticando a gran velocidad, constantemente rearmando la rutina de trabajo para poder ser más eficientes. Esto es muy dinámico y todo el tiempo surgen nuevas situaciones que hacen que tengamos que reorganizarnos, lo que lleva a que sintamos mucha presión, mucho estrés. Pero en general vamos resolviéndolo", dice.
Ana destaca que en el grupo de trabajo la mayoría son mujeres, muchas jóvenes con hijos pequeños. "Esto tiene que ser un antes y un después para todo el personal de salud y científicos en general. Necesitamos estar bien remunerados y ser reconocidos profesionalmente, porque esa es la base para enfrentar desafíos como este", indica.
Estefanía Bendetti hizo la residencia en microbiología en el Malbrán y continuó trabajando ahí. Antes de la pandemia, trabajaba de 9 a 15 hs, pero, como Ana, trabaja el doble que antes. Su marido también trabaja en el instituto, ambos comparten la vocación por lo que hacen. Él se quedó en su casa con los dos hijos pequeños que tienen, ayudándolos con su tarea escolar. "Estoy muy agradecida por este acompañamiento, sin el cual no podría sostener la dedicación en el laboratorio. Pero cuando llego a casa, no importa el cansancio, trato de estar para ellos", cuenta.
Me siento orgullosa por pertenecer a esta institución.
Y agrega: "Si bien el cansancio se siente y la incertidumbre de lo que pueda venir también, en el laboratorio estamos comprometidos y fortaleciendo el trabajo en equipo. Se sumaron personas de otras áreas que están prestando servicio, personas con quienes estamos muy agradecidos. Me siento orgullosa por pertenecer a esta institución y de las personas que forman parte de ella.
Tanto Ana como Estefanía manifiestan el temor a lo desconocido, a no saber lo que vendrá. Pero se tienen fe.
Por Candelaria Domínguez
Néstor Chiarenza. Los vecinos de la cuadra empezaron a recibir el mensaje de Néstor Chiarenza (47 años): aquellos que precisaran máscaras, que pasen a llevarse una, dos, o las que necesiten. Luego, el mensaje llegó los vecinos de la vuelta, en Villa Ortúzar. Y a locales del barrio. Néstor y su familia, para dar una mano, se pusieron a fabricar máscaras y barbijos con las impresoras 3D industriales que tienen en su casa y que instalaron ahora en el quincho, para trabajar día y noche. Y además de a los vecinos, también empezaron a regalarlos a hospitales –Garrahan, Rivadavia, Gutiérrez y Sirio Libanés, entre otros–, al SAME, a la Policía y hasta al Cuerpo de Infantería.
"Como no podemos movernos de acá, nos pusimos a producir. Empezamos con esto cuando arrancó la pandemia y ahora tenemos 16 máquinas imprimiendo las 24 horas, con capacidad para hacer unas 240 máscaras y otros 40 barbijos diarios", explica Chiarenza, que tiene una pequeña empresa -3D Evolution- que fabrica impresoras 3D de uso industrial. Con el paso de las semanas fue consiguiendo los insumos (algunos los compró, otros se los donaron) para confeccionar las máscaras y también barbijos. También subió un aviso a Mercado Libre para venderla máscara a un precio, de 500 pesos; con la plata que entró, compró más materiales para seguir fabricando.
La idea sirve para hacer un bien.
Una vez que logró una producción considerable, Néstor se puso en contacto con un grupo de WhatsApp de vecinos. En una segunda etapa, se acercó a los hospitales para seguir donando. Hoy tiene entregadas unas 3000 máscaras y 700 barbijos en total.
"Las máquinas trabajan día y noche. Yo me quedo durante el día y mi hijo Juan, de 24 años, hace el turno nocturno", cuenta Néstor, que tiene otro hijo, Agustín (17), a punto de terminar la secundaria. "La idea sirve para hacer un bien", insiste el emprendedor. Y el producto final, lo dicen los vecinos, es de gran calidad. Los barbijos, en principio, tienen muy buen espesor y entretejido de plástico. "Frenan lo que venga", se jacta.
"También estamos queriendo producir las Venturi, que son válvulas para respiradores. Estoy con las primeras pruebas y salieron bastante bien", avisa Néstor, que estudió Ingeniería y, casi a punto de recibirse, tuvo que dejar la carrera para trabajar en la fábrica del padre, que finalmente fundió durante la crisis de 2001. Con algunas de las máquinas que heredó, se puso a fabricar tornos industriales y luego se pasó a la fabricación de impresoras de gran tamaño. Hoy, con el telón de fondo de la pandemia, encontró la forma de ayudar. Al fin y al cabo, una impresora también puede salvar vidas.
Por José Totah
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