Hazaña de un matrimonio de argentinos: en un avión de un metro de ancho y un motor, cumplieron una pretenciosa travesía
Los ingenieros Claudio Robetto y Betina Raimondi despegaron del Aeroclub de Batán y dieron la vuelta al mundo en un Mooney M20J, modelo 1978
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MAR DEL PLATA.– “Si ustedes son flexibles, no se van a quebrar”. El consejo, recibido a tiempo, fue guía desde el momento de tomar la decisión de este plan en extremo pretencioso hasta llegar a destino. Fueron 124 días y 35.000 millas, recorridas al cabo de 270 horas de vuelo que se vivieron codo a codo, literal. Porque no hay otra manera en ese metro y monedas que tiene de ancho la cabina del Mooney M20J, modelo 1978 (apto para cuatro plazas, pero con los dos asientos traseros convertidos en un desbordado portaequipaje), para afrontar el que sería –y fue– el viaje de sus sueños: la primera “vuelta al mundo” lograda en ese tipo de aeronave por una pareja argentina.
Pura aventura y máximo desafío el que emprendieron Claudio Robetto y Betina Raimondi, un matrimonio que se subió a este monomotor que habían comprado decididos a hacer recorridos extensos. Tomaron el mapa, trazaron la ruta y se jugaron a lo grande: completar un giro al Hemisferio Norte les llevó cuatro meses. Lo mismo que el noviazgo previo al casamiento que sellaron hace 33 años.
Desde aquí los despidieron Josefina, Martina, Valentina, Delfina, Carolina y Justina, las seis hijas que tiene esta pareja de ingenieros. Él, con especialidad metalúrgica, se orientó a lo rural y tiene un molino harinero en Balcarce, lindero a la pista aérea de esa localidad. Ella, volcada a la agronomía; aunque luego de experimentar con la investigación se mudó al universo del coaching ontológico, ahora desde la faceta docente.
Con el mate siempre a mano como tercer pasajero, despegaron el 21 de mayo desde el Aeroclub de Batán, al sur de Mar del Plata, en línea casi recta con rumbo norte. Una de las primeras escalas inesperadas fue Barbados, donde encontraron el turno más pronto en la región para un papeleo que aparecía como el primer obstáculo burocrático: la visa para ingresar a Estados Unidos. En Bridgetown completaron el trámite y, de ahí, el primer paso por América del Norte, que fue por la costa este: Fort Lauderdale a Iqualit, Canadá. Bajo fríos intensos y riesgo de engelamiento, una de las principales amenazas del periplo, cruzarían luego hasta Nuuk, en Groenlandia.
La puerta de entrada a Europa
La puerta de entrada a Europa fue Islandia. La aventura tuvo varios aterrizajes en distintos países del corazón del continente hasta ir en busca del desafío que representaba sobrevolar y cruzar Rusia, de punta a punta, para volver a América del Norte, pero por la costa oeste.
El viaje coincidió con tiempos de conflicto bélico en la región. Aun así, aceleraron y avanzaron hacia Pskok, San Petesburgo y luego más de 6000 kilómetros por delante hasta volver a volar sobre agua: el estrecho de Bering y el reencuentro con el continente americano.
Vía Alaska, ahora por la costa oeste, el derrotero en diagonal y zigzagueante los llevó de nuevo hasta Fort Lauderdale. El resto era retornar a casa y disfrutar de temperaturas más benignas. Por eso hubo paradas en el Caribe; Paraty y Camboriú, en Brasil, e Iguazú hasta tocar tierra firme en el punto de partida.
La pasión original por los aviones es de Robetto. Su padre, Giuseppe, fue piloto en Italia durante la Segunda Guerra Mundial y uno de tantos que buscaron en la Argentina un horizonte de paz y nueva vida. Aquí se desempeñó como instructor, se dedicó a volar también –y mucho– en fumigación de campos. Así, Claudio se crio desde muy pequeño entre el aire y la tierra, atento siempre a los controles e instrumentos de medición. Y a los 29 se recibió de piloto. “En lugar de boliches, me gastaba la guita en horas de vuelo porque es un curso costoso”, resaltó.
Ahora tiene 67 años y más ganas de volar que nunca. El primer avión lo compraron en 2014, en Estados Unidos. Lo trajeron en vuelo. Pequeño, pero suficiente para tentarlos a volar “tipo aventura”, según destaca Bettina, que tiene 59. Empezaron a hacer vuelos turísticos y se elegía destino a partir de una pregunta: “¿Tiene pista?”. Así anduvieron por el norte del país, fueron hasta Ushuaia, cruzaron la Cordillera de Los Andes y a Uruguay también. Todo lo empezaron a volcar en un blog.
A raíz de esa bitácora pública aparecen Alex Gronberger, de 60 años, y la holandesa Martina Kist, de 57, un matrimonio que los consulta y les pone sobre la mesa su plan de la vuelta al mundo. “No solo es posible, lo tienen que hacer”, les dijo Robetto, mientras se relamía de tener esa oportunidad a la brevedad. Eso fue hace más de tres años y los llevó a comprar este Mooney, también en Estados Unidos, con 12 horas de autonomía a partir de un doble tanque.
“Uno no está 100% preparado nunca, así que Claudio dijo que pongamos una fecha y salgamos, porque si no no salíamos más”, recuerda Betina. Así pusieron el 21 de mayo para la partida, pero originalmente con final en España, ya que la guerra entre Rusia y Ucrania la veían como una barrera en el recorrido.
Un escollo salvado
Cuando creían que lo que les quedaba por delante era el regreso a casa, apareció de nuevo Gronberger, que había cruzado años antes el territorio ruso. “Nos aclaró que estaba prohibido el espacio aéreo de Rusia, pero no para los argentinos”, aclara Raimondi. Así se los ratificó un “handler” aéreo de las tierras de Vladimir Putin, el asistente de tierra que les confirmó que no solo era posible cruzar ese país, sino que tampoco necesitaban visa para pisar tierra y permanecer. Así que el plan original que parecía quebrado recuperó flexibilidad.
Del paso por Rusia destacan el excelente trato que recibieron allí donde hicieron paradas. “Donde estuvimos, siempre alguien apareció para darnos una mano”, explicó sobre un lugar donde no podían manejarse con tarjeta de crédito y solo podían pagar en rublos. Tampoco tenían GPS en algunos tramos, como les ocurrió cuando debieron sobrevolar Moscú a no más de 500 pies de altura, apoyados por el instrumental y un controlador aéreo.
En buena parte de ese recorrido tuvieron que tomar como guía una autopista para orientar el rumbo a mantener. “Íbamos siguiendo los autos, increíble”, contó Raimondi sobre esa etapa extensa hasta que les devolvieron señal satelital.
La historia del viaje tuvo final feliz. Apenas algún mínimo contratiempo, como cuando reventaron un neumático al aterrizar en Canadá, cuando llegaban desde Estados Unidos. El repuesto demoraba más de 15 días, pero allí, como en tantos otros casos, apareció la camaradería aérea: alguien que había tenido un avión parecido les consiguió la rueda como para continuar el derrotero sin más demoras.
En los preparativos habían hecho un simulacro de acuatizaje porque era ella, como acompañante, la que debía abrir y salir pronto la única puerta que tiene el avión. Vivieron por primera vez la experiencia de volar sin ver otra cosa alrededor que agua. También más alto de lo normal. Hasta 12.000 pies, donde el avión resiste, pero escasea el oxígeno. La pareja se asistió con un aerosol y un oxímetro para medirse nivel de saturación.
Si bien pasó por la instancia de instrucción, Betina prefiere el rol de copiloto que mantiene en estos viajes. Claudio, en cambio, tenía el curso teórico de aviación comercial y dio el práctico un día antes de lanzarse a esta aventura. Le sirvió porque horas después ya tuvo que volar de noche, al llegar a Brasil, y aquel título era indispensable para esa maniobra.
Aprendizaje y proyectos
Cumplido el objetivo de la “vuelta al mundo”, Claudio y Betina admiten que es tan difícil emprender y completar este viaje como llevarse bien durante estos cuatro meses. Admiten que tuvieron diferencias pero, como dice Betina, “todo es negociación”. “Momentos de cara de c… claro que hubo, pero así es la vida”, afirma Claudio sobre esos 124 días de tan particular convivencia que dijo haber experimentado como “un aprendizaje”.
Tan bien salió que sueñan con más, y juntos. “Siento que empecé tarde”, reconoce Claudio, que igual asegura que se sienten ambos “con ganas y fuerzas”. “Tenemos pilas todavía y el momento es ahora, siempre”, insisten, puro optimismo.
Si bien en esta oportunidad no llegaron a organizarlo, quizá la próxima aventura –que podría ser Islas Malvinas o ir a ver a su primer nieto que nacerá en España, según palpitan– se acompañe con una causa solidaria. Son voluntarios del proyecto Hospice Mar del Plata, un espacio de alojamiento y cuidados paliativos para adultos mayores.
Esa certeza de que habrá más vuelos la respaldan en otra frase que tomaron como norte de su camino hacia pequeños y grandes sueños. Le pertenece a Viktor Frankl, sobreviviente de campos de concentración nazi, y la repiten Betina y Claudio: “Cuando uno tiene un por qué o un para qué, siempre encuentra un cómo”.
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