Hans Ulrich Obrist: “¿Se imaginan qué pasaría si el presidente tuviera un artista en su equipo? El mundo sería otro”
Conocido como “el curador que nunca duerme”, visitó Buenos Aires en el marco de su participación en Bienalsur
La presencia de Hans Ulrich Obrist es tan eléctrica como el azul de su traje italiano. Obsesivo, meticuloso, hiperactivo, es conocido como “el curador que nunca duerme”. Literal. Hace años implementó el método Da Vinci: dormir quince minutos cada tres horas. Su voracidad por el arte se lo exige y esa voracidad lo llevó a integrar, según ArtReview, el top ten de las personalidades más influyentes del arte contemporáneo. Y todo lo hizo en base a sus viajes. El pasaporte, dice, es el objeto que le permite “ir más allá de las fronteras”.
Nacido en 1968 en Weinlfelden, Suiza, su padre trabajaba en la industria de la construcción y su madre era maestra de escuela. Ninguno de los dos estaba particularmente interesado en el arte, pero un día llevaron a su hijo a la biblioteca en la abadía de Saint Gall. Obrist quedó fascinado con la antigüedad de los libros y el silencio: fue una de las experiencias más profundas de su niñez. La mitología personal cuenta que a los doce años partió en tren hasta Zurich para asistir a una exposición de Giacometti y que a los veinte ya había visto centenares de exposiciones, conocido innumerables artistas y empezaba a tallarse su fama de junction maker: en sus múltiples viajes pone en práctica la estética relacional que supo articular el francés Nicolas Bourriaud: esos diálogos con artistas hacen crecer The Interview Project. Nada le gusta hablar más que sobre arte y nada le gusta menos que perder el tiempo. Por esa razón no cocina. Y también por eso, en 1991, le encontró un uso mucho más interesante a la cocina de su departamento de estudiante: la convirtió en sala de exhibición. Fue la primera muestra que curó.
Este año se cumplieron veinte del primer gran éxito de Obrist: la exposición “Cities on the Move”, que montó con el curador chino Hou Hanru, y en la que, por primera vez, abordaron el impacto de la globalización y la hiperurbanización en las megalópolis asiáticas a partir del trabajo de artistas y arquitectos como Rem Koolhaas, Takashi Murakami y Rirkrit Tiravanija. Antes, había montado en la galería londinense Serpentine Take Me (I’m Yours), con el artista Christian Boltanski, que luego de verse en Nueva York y Copenhague llegó al Museo de Arte Decorativo de Buenos Aires en el marco de Bienalsur. Con la idea de avanzar sobre dos tabúes en los museos: no tocar ni llevarse la obra, hasta hace unos días aquí, el público, pudo hacer ambas cosas.
-Utilizas Instagram como archivo, de una manera particular.
–Cuando empecé no quería hacer selfies ni fotos de mi comida ni de mis viajes. Me parecía un cliché. No quería hacer nada obvio y la vanidad de las redes sociales no me interesaba. Al levantarme, todas las mañanas, siempre me hago la misma pregunta: ¿Qué es urgente? Y un día la poeta Etel Adnan escribió un poema, le tomé una fotografía y ese fue el comienzo. Instagram, originalmente, es una plataforma para compartir fotos, pero yo la uso para escribir a mano. En la era digital me siento a gusto con la tecnología, pero también tenemos que ser conscientes de lo que podemos perder. Entonces, de algún modo, este proceso tiene que ver con la pérdida y, a la vez, también construye un archivo. Tengo miles de oraciones que terminarán en un libro y en una exhibición.
-Entiendo que todas las mañanas también se despierta y lee al escritor Édouard Glissant. ¿En qué sentido este autor influenció su trabajo como curador?
–Glissant fue uno de los encuentros más importantes de mi vida. Leo su trabajo durante quince minutos, cada mañana. Es un ritual. Y hay muchos motivos por los cuales él es tan importante. El concepto de “mundialidad”, por un lado. Este es el momento más extremo y más violento de la globalización y esto lleva a la desaparición de muchísimas cosas. Los lenguajes que perdemos, por ejemplo, pero también desaparecen formas de vida por la homogeneización de la globalización. Estamos frente a miles de extinciones permanentes.
-En 2014 curó con el artista Gustav Metzger la “Extinction Marathon”, donde reunió a diversos artistas y científicos para hablar sobre ese tema.
–Metzger además de artista era mi amigo y varias veces me instó a hablar sobre la extinción. Porque hablamos de cambio climático y seguimos como si nada. Una vez que hablemos sobre la extinción quizás la gente cambie y al fin se de cuenta de lo que significa. Glissant entendió que deberíamos resistir la homogeneización de la globalización justamente por tantas cosas que desaparecen. Y al mismo tiempo predijo algo que sucede hoy: las contrareacciones contra la globalización. Existen nuevas formas de nacionalismos, de intolerancia, de racismo. Y ésta, ni más ni menos, es una nueva forma de hostilidad al diálogo global y a la solidaridad entre la gente y a la celebración de la diferencia. Trump sería un ejemplo de la contrareacción contra la globalización. Tenemos que resistir a esto. ¿Qué pasa cuando uno resiste la homogeneización de la globalización y apunta a nuevas formas de localismos, de nacionalismos? Tenemos que llegar al concepto de “mundialidad” que Glissant describe como un tercer modo: un diálogo global que produce un cambio, una diferencia, y abraza el potencial de que la gente se relacione. No deberíamos tener miedo a estar con el otro ya que con él cambiamos y nos volvemos más interesantes y complejos. La idea de archipiélago que él describe es un modelo importante. Cuando mis exhibiciones se hicieron conocidas mucha gente quería verlas. Y en ese momento pensé: si yo voy de A a B con una exhibición es como una globalización homogeneizada. Sería como una franquicia. Entonces dije que no. Con las herramientas de exhibición tenemos que ser humildes, escuchar, ver el contexto local. Cada vez que pienso una exhibición la planteo con la dinámica de un archipiélago y no como un continente. Otro concepto hermoso que plantea Glissant es el de una utopía que tiembla. Tenemos una exhibición basada en esta idea, Utopia Station, que hicimos junto a Molly Nesbit y Rirkrit Tiravanija. Hace dos años quisimos recrear ese proyecto en la Argentina, construir una torre de utopía con un programa dedicado a Glissant, como una utopía que temblaba, pero no pudo ser.
-En tantos años, ¿ha encontrado alguna característica singular en el arte latinoamericano o argentino en particular?
-Me parece que la del arte es una dinámica compleja. Es tantas cosas. Ahora estoy haciendo un mapeo del radicalismo artístico en el Brasil de los años 60 y 70. Hace tres años hice algo similar en México. Mi primer contacto con argentinos fue en 1992 cuando trabajaba como profesor en Venecia. En un seminario uno de mis alumnos era de Argentina. Se llamaba Tomás Saraceno. No había nada que enseñarle: ya sabía todo. Mantuvimos largas conversaciones y él insistía para que yo conociera a Gyula Kosice.
-La obra de Kosice está relacionada con la idea de utopía.
-Y también con las ciudades. Por eso pensamos que “Utopía Station” podía ser interesante para Buenos Aires. Aún tengo que hacer más investigación en la Argentina, pero aquí observé una fuerte relación entre arte y literatura. Es importante. A través de otro artista, Adrián Villar Rojas, supe de Alan Pauls y me instó a leer a César Aira.
-Suele decirse que la operación de Aira de hiperpublicación es una performance de arte contemporáneo.
-Como Édouard Glissant, su idea no es escribir novelas continentales sino pequeños archipiélagos, pequeñas islas, pequeños libros. Leí muchos de ellos. Me obsesiona. Debería ganar el Premio Nobel de Literatura. Es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo. Un gran artista.
-¿Cuál es el desafío que tienen los artistas contemporáneos?
-Es un momento interesante para pensar, por ejemplo, cómo el arte puede ingresar a la sociedad. Cuando era adolescente escuché decir que hay que preguntarle a los artistas sobre los proyectos que no han realizado, pero también cómo ir más allá del museo. Porque el arte siempre invita a hacer lo mismo: una exhibición en una galería, en un museo, en una bienal. En algún momento es importante ir más allá. John Latham, uno de los fundadores del Artist Placement Group, propone encontrar la forma de que las compañías y los gobiernos tengan artistas dentro de ellas. Esa es mi utopía. Imagina si en la Argentina, algún gobernador o incluso el presidente tuviera un artista en residencia y lo escuchara. El mundo sería otro lugar. Ahora, cuando el mundo tiene tantos desafíos, la intuición de los artistas es clave.
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