Hacia la libertad responsable
Difícilmente se podría negar que en la Argentina se han perdido normas básicas de la convivencia. El comportamiento de la gente puede definirse hoy por lo que vulgarmente se llama "mala educación".
Y es que hay una evidente prescindencia de normas y consignas que durante décadas funcionaron a la vez como parámetros y como límites. Reglas no de exquisitez, sino de buen trato y buen gusto elementales. Desde los sencillos "gracias" o "por favor" hasta las más complejas reglas de la urbanidad. Que, es cierto, en nuestra América alcanzaron formulaciones exageradas y hasta ridículas como en el célebre Manual de Urbanidad del educador venezolano Esteban Carreño, que a comienzos del siglo XX fue un clásico latinoamericano.
Ni tanto ni tan poco, pero los argentinos venimos advirtiendo cómo en los últimos años la urbanidad parece desbarrancada por completo. De hecho hoy las reglas de cortesía son gestos excepcionales y el comportamiento cívico general es más bien primitivo, en ocasiones salvaje.
Esto no sólo se advierte en el mal humor y el resentimiento generalizados, sino en conductas concretas: somos un pueblo que no respeta las normas del tránsito; un pueblo extraordinariamente sucio y cada vez más racista y agresivo; uno que desdeña los monumentos públicos y destruye la propiedad colectiva ignorando que es la propia; un pueblo ordinario en el que el abuso y el maltrato son marcas de identidad.
¿Por qué llegamos a este punto? ¿Es posible revertir esta tendencia? ¿Qué se puede hacer?
Primero, hay que responder con brutal sinceridad: desde mediados de los años 60 (por lo menos desde la dictadura de Onganía y su acto símbolo: la Noche de los Bastones Largos de 1966 que dio lugar al comienzo de la sangría intelectual y científica) el autoritarismo militar y las limitaciones impuestas a la civilidad para vivir en democracia fueron cambiando los modelos, falseándolos. El autoritarismo -que marcó la vida de varias generaciones- devino anulación de toda idea de autoridad. La censura, la represión y la falta de controles germinaron seres transgresores de los límites, individualistas, insolidarios.
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Duele admitir que la recuperación democrática no supo extirpar esas malas semillas. Al contrario, las desarrolló con la mentira política generalizada, el eufemismo y la frivolidad. Las reglas estallaron, el descontrol se hizo norma, la impunidad costumbre y la falta de límites se convirtió en regla. Y para colmo, la vulgaridad empezó a ser celebrada diariamente -y cada vez con mayor furor- en la televisión, ese Sarmiento desquiciado de los últimos quince años.
Mientras los argentinos se volvían agrios y antipáticos, otros pueblos cambiaban para mejor: brasileños, uruguayos, chilenos, bolivianos y paraguayos -nuestros vecinos más cercanos- respetan normas de urbanidad mucho más cabalmente que nosotros. Y es que nosotros estamos quebrados moralmente. Es por eso que en la Argentina no existe casi ningún tipo de regla de convivencia. Apenas sobreviven respetos primitivos a la madre o los imprecisos "amigos" y acaso hacia algún símbolo religioso, místico o deportivo. Estamos ante una especie de anarquía de costumbres.
Son muchísimos los ejemplos en este sentido: familias en las que los niños devienen pequeños dictadores, adultos que confunden autoridad con autoritarismo, padres o madres que por comodidad se desentienden de sus hijos. En las escuelas argentinas la autoridad de los docentes suele ser cuestionada por padres o madres del estilo "todo-lo-que-hace-mi-hijo-está-bien-y-no-permitiré-que-lo-sancionen". La iconoclasia se ha instalado y vale todo. Hasta el lenguaje coloquial de los argentinos se empobreció: si Juan Filloy lamentaba hace años que hablábamos con sólo entre 800 y 1200 palabras de una lengua de más de 70.000 vocablos, hoy no debemos usar ni 500, pero nadie se escandaliza.
Si la falta de control social es quizá nuestro más grave problema cultural en democracia, todo lo anterior, siendo gravísimo, no descarta la esperanza. A la segunda pregunta se debe responder rotundamente que sí: es posible revertir la tendencia perversa, y además es urgente.
Pero es en la tercera cuestión donde está la clave: hay que restablecer los controles. El control institucional que consiste en los modos que una sociedad se da a sí misma para que se cumplan efectivamente las normas y disposiciones escritas. El educacional que conlleva la restauración de contenidos por encima de las estúpidas modas mal importadas. Y el familiar que tiene que ver con la recuperación de los roles paternos. Se trata, en síntesis, de restablecer autoridades. Lo cual da muchísimo trabajo. Es una tarea ciclópea, pero no imposible. A mediados del siglo XIX Benito Juárez sentenció, para su convulsionado México: ¡El respeto al derecho ajeno es la Paz!