Hacia la cima del Everest: la explicación científica de los riesgos “asesinos” para los escaladores
Desde 1953, fecha de la conquista del techo del planeta, más de 300 alpinistas han perdido la vida en sus laderas
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MADRID.- Mucho antes de que amaneciese en el collado sur del Everest (8848 m), el 25 de septiembre de 1992, los hermanos guipuzcoanos Alberto y Félix Iñurrategi salieron al frío exterior camino de la estratosfera. Se encontraban a unos 8000 metros y habían decidido no usar respiradores artificiales. “Éramos unos críos y salimos hacia la cima con miedo, no a la montaña sino a lo que semejante altitud pudiese causar en nuestros organismos”, se sincera Alberto. Cuando alcanzaron la cota de los 8700 metros se comunicaron por radio con el campo base para anunciar que en media hora aproximadamente estarían en la cima. La veían tan cerca… finalmente tardaron tres horas en recorrer 150 metros de desnivel. “Llegamos a la cima a las tres de la tarde. Se nos hizo muy duro”, recuerda el alpinista, quien apenas tenía 23 años. Hasta 1978, la medicina y la ciencia consideraba imposible que el ser humano pudiese sobrevivir en el techo del planeta usando solo sus pulmones, pero entonces llegaron Reinhold Messner y Peter Habeler, y demostraron lo contrario.
Desde la conquista del Everest, en 1953, hasta el año de la llegada de la pandemia, 2019, un total de 306 personas han dejado sus vidas en sus laderas: casi un tercio fallecieron por agotamiento, mal de altura o enfermedad. La especialista en medicina deportiva e investigadora de la Universidad de Barcelona, Anna Carceller, considera que “la exposición a la altitud es un factor estresante enorme para el organismo. Si el sujeto está desentrenado y no tiene habilidad para moverse por el monte, los factores estresores se van sumando. Además, si no está entrenado, será más lento (para un mismo estado de aclimatación) y, por tanto, pasará más horas expuesto al ambiente hostil, no podrá cubrir grandes desniveles, y se verá obligado a dormir más veces arriba”. Recientemente, Carceller, cuya área de interés es la fisiología extrema, publicó un interesante trabajo en Fissac, en el que defiende el estilo alpino para afrontar las montañas más elevadas del planeta como una manera sumamente eficiente de enfrentarse al reto de la hipoxia (disminución del oxígeno disponible para las células del organismo). Pero en las rutas comerciales al Everest, sus participantes están a años luz de ser capaces de asumir el estilo alpino, es decir, de prescindir de cuerdas fijas, sherpas de altura, campos bien abastecidos de material y comida y, por supuesto, de oxígeno artificial a espuertas. El estilo alpino exige dos variables: ligereza y velocidad. Carceller recuerda, no obstante, que “el hecho de llevar oxígeno no equivale a ejercitarse al nivel del mar. Dependerá del flujo que lleven los alpinistas, pero la altura mínima que sentirán rondará los 6000 metros sobre el nivel del mar. Con lo cual, aplican todos los condicionantes de la altitud, aunque en menor grado…”, y es esta imposibilidad de escapar a las consecuencias de la altitud lo que mata a muchos. Sencillamente, su cuerpo se va apagando mientras su mente solo piensa en la cima.
Una agresión brutal
“De alguna forma hay que considerar que el cuerpo dedica esfuerzos de forma constante para mantener su equilibrio, también a nivel del mar. Regula la temperatura, la disponibilidad de nutrientes, la vigilia… Todos los procesos que garantizan nuestra supervivencia. Es algo así como un baile de estrés-recuperación constante. En ambientes extremos, esta lucha dinámica por mantener el equilibrio cobra un protagonismo superlativo. Requiere de más energía para llevarse a cabo y consume la mayoría de los recursos del organismo. Si el estrés externo es mayor a la capacidad del cuerpo para mantener el equilibrio y este no tiene la capacidad de recuperarse, sino que sigue constantemente expuesto a la agresión, es cuando se dan las enfermedades, el fracaso para aclimatarse, e incluso, la muerte”.
Se sospecha que muchos de los fallecimientos registrados en el Everest explicados de forma aproximada se deben realmente al agotamiento, que desencadena un fallo multiorgánico. El reto es insoportable para determinados sujetos. Incluso pueden morir los más expertos. Carceller considera que todo se desequilibra en cuanto se da un “aumento exponencial del gasto energético: al cuerpo le supone energía el compensar las condiciones ambientales, como son la hipoxia y la baja temperatura. Y aquí están envueltos multitud de sistemas, desde el cardiovascular, respiratorio, endocrino, etcétera. El cuerpo detecta una amenaza y dispara los mensajeros de alarma, de lucha. Esto es el sistema nervioso simpático, el que reacciona de forma activa a la agresión. Los procesos secundarios a esto (el corazón late más rápido, sube la tensión, respiramos más veces) consumen energía”.
El alpinista ha de enfrentar nuevos problemas, como la disminución del aporte energético, que tiene que ver con la dificultad para ingerir comida, así como la dificultad en la hidratación porque se pierde más agua en altitud a través de la piel y la respiración. “Y esto es muy grave”, explica Carceller. Juan Vallejo, que también escaló el Everest sin oxígeno, solo podía ingerir Coca-Colas en altura.
Más problemas: el ejercicio de ascender en sí mismo. “Si partimos de una presión atmosférica baja, es mucho más difícil que el oxígeno llegue a las células en cantidades aceptables. Y nuestras células dependen del oxígeno para funcionar. De hecho, cuando medimos la capacidad de ejercitarse de un atleta, medimos su VO2max, es decir, su capacidad máxima de coger oxígeno de la atmósfera y transformarlo en energía. Pues esto en altitud cae miserablemente a partir de los 1500 metros. Así que no solo vivir es más caro energéticamente, sino que cualquier ejercicio físico que a nivel del mar sería sencillo, ahí arriba supone un esfuerzo mucho mayor, incluso superior a la capacidad máxima del sujeto. Es decir, todo causa una mayor fatiga”, señala Carceller.
“Por ello, en la cumbre del Everest (donde la presión atmosférica es una tercera parte respecto a la del nivel del mar) y empleando toda nuestra energía disponible, con esos niveles de oxígeno celular, la mayoría de los mortales no podríamos hacer nada más que estar quietos y respirar, en el mejor de los casos”, explica la doctora.
Alberto Iñurrategi recuerda que el VO2max de Messner y Habeler rondaba los 78 ml/min/kg y, avisados, los dos hermanos guipuzcoanos empezaron a entrenarse de forma científica para medirse al Everest. Alberto llegó a dar valores levemente superiores a 80 ml/min/kg (Kilian Jornet ofrece valores cercanos a 90 ml/min/kg): “Yo creo que muchos himalayistas no han tenido en cuenta que para enfrentarse a ochomiles no es preciso saber escalar, sino tener una gran capacidad aeróbica, entrenarse para ser mucho más eficientes”, observa Iñurrategi.
Si la energía es igual a la suma de nutrientes y oxígeno, el ser humano sale perdiendo en altitud, incluso usando oxígeno embotellado.
Pero la patología derivada de la hipoxia es muchas veces un espectro difícil de diseccionar, opina Carceller: “A partir de cierta altitud, cualquiera sufre en mayor o menor medida sus consecuencias. El cerebro es el órgano más sensible a la falta de oxígeno y de nutrientes, y sus alteraciones funcionales incluyen la apatía, la falta de motivación o el ‘abandono’. Día tras día, los efectos deletéreos de la altitud hacen mella en el alpinista y se traducen en falta de sueño, malnutrición, deshidratación, atrofia muscular, desentrenamiento y problemas digestivos, sin olvidar que el ambiente hipóxico enturbia el juicio, la motivación y la toma de decisiones. Se trata de una degeneración inevitable que paga el cuerpo por estar en un ambiente en el que escasamente puede sobrevivir”.
El cóctel desfavorable se torna altamente inflamable, y cuando explota deja un cuerpo a la deriva en un escenario terriblemente inhóspito. Con suerte, y si has pagado mucho, un pelotón de sherpas podrá bajarte de la montaña. Lo habitual es morir en el lugar del colapso.
La musculatura falla
La fatiga se manifiesta igualmente en los músculos porque la distribución de la sangre que va a estos tejidos cambia. “Como los músculos respiratorios precisan de tanta energía para mantener la hiperventilación y el oxígeno es un bien escaso, implica más dificultades para el funcionamiento muscular. También hay que tener en cuenta que los músculos se están ejercitando con menor presencia de oxígeno, lo que conlleva un inicio de fatiga más precoz. Esto se llama fatiga periférica y ya sucede a partir de altitudes moderadas”, considera Carceller.
Uno de los escenarios de pesadilla para un aspirante a la cima del Everest es quedarse sin el aporte de oxígeno embotellado de buenas a primeras. En este caso, “el cuerpo no puede defenderse porque no tiene tiempo de reacción y la agresión es demasiado intensa”, ilustra Carceller, quien propone una estrategia diferente. “Es interesante ver el papel que juega el tiempo y la intensidad del estímulo. Si vas subiendo poquito a poco, dejando que el cuerpo se adapte a su ritmo y minimizando al máximo los elementos estresores, tienes bastantes más probabilidades de éxito respecto a exponerte de forma brusca, máxime si estás tan poco entrenado que la actividad ya te dejaría derrotado a nivel del mar. Si el estrés aumenta, el organismo redistribuye la energía a aquellos sistemas que son imprescindibles para la supervivencia, pero llevará intrínseco un coste energético, y si este no se cubre, el sistema colapsa”. Y este cataclismo nutre una parte importante de las estadísticas mortales del Everest.
Por Óscar Gogorza y Nacho Catalán
©EL PAÍS, SL
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