“Hacer pan es un acto de amor”. Volvió para restaurar una panadería de casi 140 años y se metió en el alma de su pueblo
Raúl Isidro es el dueño de la panadería Los Vascos, en el pueblo de Saavedra, en el sudoeste bonaerense; es la segunda panadería más antigua de la provincia de Buenos Aires
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“Hacer pan es un acto de amor”, dice Raúl Isidro, dueño de la panadería Los Vascos de 139 años de antigüedad, en el pueblo de Saavedra (3200 habitantes, en el Partido homónimo), a los pies del cordón serrano de la Ventania, en el sudoeste bonaerense. Es la segunda panadería más antigua de la provincia de Buenos Aires en actividad, y la más vieja del pueblo.
La compró en 2015 y tardó siete años en remodelarla hasta el último detalle. Raúl es panadero de toda la vida. “No sé bien si fui yo quien la eligió, o la panadería me eligió para perpetuarse en el tiempo”, dice. En el pueblo están felices. “Estamos muy contentos de volver a tener nuestra panadería abierta”, dice Nilda De la Canal, vecina de Saavedra.
“Todo lo hice solo, y fue trabajo manual ciento por ciento”, reconoce Isidro, maestro panadero por mandato familiar, quien estuvo ausente veinte años del pueblo y volvió para revivir una panadería que sostiene gran parte de la historia de la localidad. Tiene a cargo algo muy trascendente: hacer el pan que estará en la mesa de todos los saavedrenses en una panadería que acompañó al pueblo desde antes que se fundara oficialmente. No tuvo una tarea fácil. Cuando la compró estaba muy deteriorada.
“Me dijeron que era imposible”, dice sobre su idea de volver a darle el brillo original. Se lo propuso y, como no tenía conocimientos previos, tuvo que aprender sobre la marcha electricidad, carpintería, plomería, decoración, nociones de pintura y ser maestro mayor de obras durante los siete años que trabajó en soledad. “La gente del pueblo me preguntaba, ‘¿cuándo abrís?’, estaban todos pendientes”, cuenta.
Nacido en el pueblo y de familia panadera. Su padre Héctor –ya fallecido, de quien heredó el oficio- era considerado el “panadero del pueblo” Regalaba facturas a los niños que jugaban en su panadería (ya cerrada) y donaba a pan a las instituciones. En su niñez, como todos en Saavedra, iba a Los Vascos. Punto de encuentro imposible de obviar: el aroma a esencias era un imán. “Algún día quiero tener una panadería así”, recuerda que pensó cuando a los trece años fue a hacer unas changas para ganarse unos pesos.
Destino
“El destino quiso que ese sueño se hiciera realidad a la perfección”, afirma Isidro. Desde abril de este año la panadería volvió a abrir y a lucir como si esos 139 años no existieran. “Como sea, mi vida ya está tomada por este lugar”, afirma. “Me propuse hacer la panadería perfecta, la que siempre soñé. La historia reclamaba los mejores servicios y estaba dispuesto a dárselos”, confiesa. Cuando otros ven paredes, Isidro ve corazón y alma. Se puso manos a la obra. No sólo restauró la infraestructura, incluyendo la cuadra, su piso y el horno centenario, sino que lo hizo con todos los muebles, con cada pequeño detalle de la propiedad.
“Resolví empaparme con los espíritus de los dueños anteriores y estar a la altura de ellos”, confirma Isidro. “Transformé la panadería en un santuario”, agrega. Su familia lo ayudó en el camino. Su esposa Rosana Funari y su hijo Rafael, se sumaron al equipo que completan Sandra y Graciela Patrizi, Diego Suárez y Nicolás Álvarez. “De alguna manera fuimos designados por el destino para seguir una historia muy rica”, manifiesta Isidro.
No es un improvisado ni tampoco le falta experiencia en proyectos que parecen imposibles. Fundó dos panaderías, una en San Martín de los Andes (Neuquén) y otra en Huanguelén y restauró dos en Punta Alta y Coronel Suárez, tres localidades bonaerenses. En cuanto a la antigüedad de Los Vascos, ocupa un puesto importante en el partenón de notables panaderías. La más antigua del país es Lucca, en Luján (Buenos Aires), fundada en 1875. La siguen Los Vascos, de 1883, y Flores Porteñas, 1885, en la ciudad de Buenos Aires.
La restauración, de la que estuvo atento todo el pueblo, fue una épica. Atravesando crisis, altos y bajos económicos, Isidro fue todos los días por siete años. “Todos me aconsejaban tirar todo y empezar de cero, pero los viejos del pueblo me alentaban”, dice.
Afortunadamente, oyó a los segundos. “Quise terminarla antes, para que muchos de ellos la vieran, pero no fue posible”, cuenta. Algunos fallecieron. Muchas veces creyó no terminar, agotar sus ahorros, pero “confié en que desde algún lado los pioneros verían mi esfuerzo”, cuenta.
Cambios
Saavedra cambió por completo desde que Los Vascos reabrió. ¿Cómo es la panificación y pastelería en un pueblo tierra adentro, recostado en las sierras? “A contrapelo de lo que se suele suponer, es muy exigente”, enfatiza Isidro. “La gente está acostumbrada a comer pan, y bueno”, agrega. Cocinado a pala y en piso, “aireado y crujiente, dorado pero no quemado”, señala.
Suma más tips: el cliente quiere una buena galleta de campo, liviana, grande y que dure muchos días. La corteza luego se convierte en improvisados platos en los asados de campaña. “Sobre todo, el pan tiene que estar bien temprano”, sostiene Isidro. “Hay que respetar horarios”, manifiesta.
“El pan es algo sagrado, saber que nuestro producto está todos los días en la mesa de los vecinos nos obliga a hacer el mejor trabajo”, asume Isidro. “El menor yerro es notado, y hay que corregirlo inmediatamente, se tiene con el cliente un compromiso personal”, sostiene. Las panaderías, como los boliches de pueblo, son espacios donde se realizan ceremonias que configuran la identidad comunitaria. Nadie come pan del día anterior, siempre se prioriza el fresco, buscarlo es una salida obligada y una excusa para hacer vida social.
“Cumple un rol muy importante”, advierte Isidro. No sólo se va a buscar pan o facturas, sino algo mucho más importante que alimenta el espíritu: “Se intercambia información de lo cotidiano”, agrega el maestro panadero. Estado del clima y próximas lluvias, cosecha, los caminos, nacimiento o fin de noviazgos, y lo más relevante, los chismes que alimentan el día a día de las pequeñas localidades.
“La panadería provoca nostalgia y muchos sentimientos en los vecinos, pero también se incorporó al circuito turístico distrital”, afirma Hugo Agosta, delegado municipal, pero por sobre todas las cosas, el gomero del pueblo. Hace 64 años que su familia tiene la gomería que, como la panadería, no cierra nunca. ¿Qué vienen a buscar los turistas? “Galletas de campo y tortas negras”, sostiene.
“Hacemos algunas cosas dulces que están casi en extinción”, cuenta Isidro. Enumera: facturas de todas las clases (grandes, de tamaño de pueblo), galletitas, pan de leche, medialunas de manteca (de un “tamaño generoso”), tortas negras, alfajores de maicena y tortas de crema y dulce de leche, y una que se llama 80 Golpes.
“Nuestra especialidad, es el pan”, reafirma. Simple, y perfecto. “Uso la receta de mi padre, que dicen hacía el mejor pan para viajantes y gente del campo”, completa. “Es excelente, no se compara con nada”, reafirma De La Canal. “Voy a buscar el pan todos los días, el postre mil hojas que hacen es mi debilidad”, cuenta Darío Patrizi, también devoto cliente.
Los Vascos tiene una larga historia. Abrió sus puertas en 1883 (antes que Saavedra se fundara con ese nombre, hasta 1888 se la conocía como Alfalfa, por su estación de tren). En 1899 pasó a manos de un inmigrante alemán, Arturo Helling, quien introdujo a la Unión Cívica Radical en el distrito. En 1944 se hizo cargo la firma Oregui Hermanos y designó a Mario Alberto Oregui al frente de la panadería. La época de apogeo se vivió bajo sus órdenes hasta 1999, cuando falleció.
Anécdotas hay miles, pero una se destaca. En la misma panadería se gestó el primer medio de comunicación del pueblo, La Semana (aún continúa publicándose en papel) y un empelado de apellido Del Río lo dirigía. De profunda afiliación con el radicalismo, bajo el gobierno conservador, una vez por semana, cuando salía la publicación, incluía una editorial furibunda. “Los policías del pueblo sabían que estaba haciendo el pan y lo venían a buscar a la panadería”, cuenta Isidro. Del Río, una vez por semana dormía en el calabozo y luego volvía a hacer pan.
“La panadería es el corazón del pueblo”, resume Isidro. En la misma manzana se ubican la farmacia y el correo. La actividad es intensa. Bicicletas, ciclomotores y autos se concentran a diario. “Muchas veces hay gente haciendo cola”, se sorprende Isidro. Su interior parece un museo, pero vivo. Los visitantes entran, sacan fotos pero también compran panificados que sólo en una panadería como Los Vascos pueden hallar. Se quedan el tiempo que desean, es un poco la casa de todos.
“Para nosotros cada cliente es una posibilidad de ganar un amigo que quiera volver”, dice Isidro. Saavedra, con las sierras de fondo, es un pueblo postal, de impactante belleza. El sol nace desde los cerros y mientras todos duermen, la panadería está en plena actividad. Estuvo a punto de desaparecer, pero Isidro y su familia estuvieron convencidos que todavía su horno podía dar pan, ese alimento “sagrado”. “Había que continuar la historia”, confiesa.
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