Hace falta mucha creatividad y mucho esfuerzo para sacar un buen diario
Llegué a LA NACION en el año 2000, aunque antes ya había trabajado durante algunos años en el diario. La Redacción funcionaba a pleno, en buena medida gracias a la capacidad, el talento y la dedicación de su secretario general, Germán Sopeña. Un año después, en 2001, Germán murió de forma inesperada en un trágico accidente de aviación. Cuando sus compañeros seguíamos bajo los efectos del shock que nos había producido la noticia, Claudio Escribano, entonces subdirector de LA NACION, y Luis Saguier, accionista del diario, me informaron que había sido designado nuevo secretario general. Mi primera tarea, recuerdo, fue acompañar el duelo.
Era una responsabilidad enorme. Desde el principio, conté con la ayuda de colegas con mucha experiencia, como eran los de aquella Redacción de la calle Bouchard. Tenían una gran capacidad de entrega a su oficio. Un ejemplo: en la noche del 30 de diciembre de 2004, ya en casa, sonó mi celular. Era un periodista del diario, Gustavo Carabajal, gran cronista de policiales. "Parece que hay un incendio en el Once", me dijo. Le había llegado la información de que en ese barrio había empezado un incendio de proporciones. "Caraba", como le dice toda la redacción, ya estaba en su auto, con su esposa y las valijas en el baúl, a punto de irse de vacaciones. En un instante lo pensó mejor. Dejó a la familia en casa, tomó un taxi y fue al Once. Lo que se estaba incendiando era Cromañón, en medio del recital de Callejeros. La intuición le había señalado que ese incendio podía derivar en algo peor. Fue una de las mayores tragedias de la Argentina. Además de ser uno de los primeros periodistas que llegaron al lugar, Carabajal se pasó los siguientes cuatro días en medio del desastre. En LA NACION es frecuente encontrar periodistas así, que abrazan su oficio.
Trabajé toda mi vida adulta en distintas Redacciones. Y la de un diario tiene una magia especial. Hacer la tapa con las historias más destacadas es una aventura siempre distinta. No es fácil hacer un buen diario todos los días
Me tocó ser secretario general en tiempos en los que el avance tecnológico empezaba a transformarlo todo de manera imparable. En aquella Redacción había muchos periodistas que habían empezado sus carreras tecleando frente a una Olivetti o a una Remington y ahora trabajaban frente a una pantalla. Año a año, esa pantalla se iba modernizando y todos se adaptaron a los cambios, así como también el diario se adaptó a esta verdadera revolución de las comunicaciones.
Fue un salto muy grande. Las herramientas para abordar un trabajo periodístico cambiaron por completo. Para cubrir el asesinato de Ringo Bonavena en el Mustang Ranch de Reno, Estados Unidos, en mayo de 1976, fue necesario hacer cuatro viajes para documentar el crimen que conmocionaba a la Argentina. Después de escribir cada nota debía ir al aeropuerto de Los Ángeles, donde le entregaba a un pasajero o a una azafata un paquete cerrado con los textos y los rollos con las fotografías sin revelar. Era la única manera de entregar el material a tiempo. Había que confiar en el destino. Podía perderse todo de una vez. Así se trabajaba cuando no existían Internet ni los teléfonos inteligentes. En Ezeiza alguien recogía el paquete y corría a llevarlo a la Redacción. De aquello al podcast y a Twitter existe una distancia inconmensurable, en la que sin embargo hay un valor que mantener: la calidad y el rigor periodísticos. En las Redacciones más modernas, más tecnológicas, sigue siendo fundamental la figura clásica del periodista que se sienta a su mesa de trabajo y se dispone a contar su historia.
Los profesionales de LA NACION siempre han estado muy atentos en mantener el nivel de excelencia del diario a la par de los mejores del mundo. Siempre se siguieron con atención los cambios e innovaciones de los grandes diarios, como The New York Times y The Washington Post, para no perder el ritmo de las transformaciones que el tiempo y la tecnología fueron produciendo en el modo de contar las noticias.
En Allen, el pueblo donde nací, LA NACION llegaba en tren con un día de atraso. Yo venía de una familia lectora y a los 7 años me gustaba ir a la estación a esperar la llegada del diario. Ya de chico sentía atracción por la letra impresa. Luego trabajé toda mi vida adulta en distintas Redacciones. Y la de un diario tiene una magia especial. Hacer la tapa con las historias más destacadas es una aventura siempre distinta. No es fácil hacer un buen diario todos los días.
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