Hace 70 años, cenizas volcánicas tiñeron de gris la ciudad
Fue por la erupción de 6 volcanes chilenos
Uno de los dos fenómenos naturales más espectaculares vividos por los porteños ocurrió el 22 de junio de 1918, la primera -y hasta ahora única- vez que nevó en Buenos Aires. Inspiró el tango "¡Qué noche!", de Eduardo Arolas!, el Tigre del Bandoneón.
El segundo tuvo lugar el lunes 11 de abril de 1932, hace hoy 70 años. Presentó un par de sustanciales diferencias con el anterior: en vez de blanca, la ciudad se volvió gris, y no duró unas horas, sino tres días.
Junto con la crítica situación económica y política que enfrentaba el gobierno de Agusín P. Justo, los temas de conversación de ese comienzo de semana prometían ser los triunfos, en la tarde anterior, de River sobre Estudiantes y de Independiente sobre Boca, o la arremetida final del Pulpo Leguisamo para ganar el Carlos Pellegrini con Picapleitos, superando por medio cuerpo a Juan Copete.
En la tapa de LA NACION se detallaba la reelección del mariscal Von Hindenburgh como presidente de Alemania. El gran perdedor había sido un candidato llamado Adolfo Hitler, al imponerse en sólo cinco de las 35 circunscripciones en disputa.
En un inquietante despacho, desde los Estados Unidos Charles Lindbergh confirmaba que su hijo seguía sin aparecer, pese a haberse pagado el rescate de 50.000 dólares pedido por los secuestradores. Contrastaba con una grata noticia: el retorno de Vito Dumas al país a bordo de su queche Legh, tras cuatro meses de navegación iniciada en Francia.
Y una columna lateral informaba sobre la alarma, en las provincias de Mendoza y Neuquén, que causaban "fuertes explosiones subterráneas, acompañadas de temblores". Fue, finalmente, la novedad que se adueñó de las conversaciones al formar parte de lo que pasó ese lunes del otoño de hace siete décadas.
La Dirección de Meteorología (más tarde, Servicio Meteorológico Nacional) anticipaba un día despejado o parcialmente nublado, que el sol saldría a las 7.15 y que la mínima rondaría los 8 grados.
Pero el sol no salió
Sin embargo, el sol no salió. Pero la oscuridad no parecía corresponder a nubes cerradas. "Resultaba extraño -cuentan algunos memoriosos, como el ex juez Belisario Montero, que por esa época tenía 10 años y vivía en Barrio Norte-, porque no se había puesto negro, como antes de una tormenta, sino que era más bien un gris oscuro y muy denso."
Alrededor de las 10 empezó otra manifestación del fenómeno. Una especie de nevisca fina, que parecía no llegar al suelo y cuya caída, "desde algún lugar de arriba", dice el doctor Montero, empezaba a advertirse en toda la Capital y el conurbano bonaerense. También -se informaría más tarde-, caía en prácticamente toda la provincia de Buenos Aires, en el centro y este del país, y en buena parte de Uruguay.
Poco más tarde, lo generado por la misteriosa lluvia se había vuelto más visible, y todo aparecía uniformado en un único color, el gris. Calles, árboles, techos, toldos de negocios, balcones, plazas, vehículos, el cabello y la ropa de las personas y hasta los perros y los animales del zoológico habían adquirido esa tonalidad, que daba al paisaje urbano un aspecto marcadamente fantasmal.
El origen de las cosas
Ceniza volcánica, explicaron los expertos. Procedía de la erupción simultánea de seis volcanes chilenos, sobresaliendo El Descabezado, muy conocido en estas lides y uno de los más cercanos al territorio argentino.
Los entendidos agregaron otros datos técnicos: la ceniza, traída por el viento, tenía forma de pequeñas capas de vidrio y su medición en las calles, en los momentos pico de la caída, alcanzó los 100 gramos por metro cuadrado, lo que significaba "más de 1600 gramos por metro cuadrado en cada manzana".
La singularidad del fenómeno dejó perplejos a los porteños, sobre todo aquellos que vieron sus efectos sobre la Plaza de Mayo u otros paseos. Pero no hubo problemas de importancia para la salud, salvo ligeras irritaciones en los ojos o en la garganta. En cambio, se vio muy obstaculizado el normal desplazamiento de los trenes.
Peor, obviamente, les fue a residentes de lugares próximos a las erupciones, como las ciudades mendocinas de Malargüe y San Rafael, en las que la irrupción de gases de azufre hacía dificultosa la respiración. Se suspendieron las actividades comerciales y, en algún momento, se pensó la posibilidad de evacuación.
Algo similar ocurrió del lado chileno, en donde además se produjeron escenas de pánico porque la ceniza estuvo acompañada por una seguidilla de temblores (se los registró aquí, en Villa Ortúzar) que sacudieron al menos una decena de localidades, incluyendo Santiago.
Beneficios o perjuicios
Otros especialistas polemizaron sobre si la lluvia de ceniza ocasionaría o no perjuicios a los cultivos y el ganado.
Hubo quien dijo que sí y quien no sólo lo negó, sino que destacó exactamente lo contrario, es decir, que el fenómeno era "sumamente beneficioso" para la tierra, por su capacidad para abonarla.
Finalmente, el ministro de Agricultura, Antonio de Tomaso, difundió un informe científico más bien salomónico al señalar que la presencia de potasa en la ceniza -además de sílice, alúmina y otros elementos-, "sería útil para la tierra, pero no en lo inmediato por estar en forma insoluble. Por el mismo motivo, el polvo caído no puede tener efectos sobre plantas y animales".
La señora Blanca Consigliere de Sticco tiene unos muy lúcidos 91 años. Contaba 22 cuando llovió ceniza, y vivía en Banfield. Comentó que el polvo cubría incluso los muebles. "Producía irritaciones y estornudos", dice. Duró tres días, recuerda, "y después pasó y aclaró, y todo volvió a ser normal. Pero no he olvidado esa rareza que al principio nadie podía explicar".
Máximo Martínez acababa de festejar su 10° cumpleaños, en su casa de Mariano Acha y Quesada, Villa Urquiza.
En reemplazo del puloil
En su evocación surge una curiosidad: "Lo que mejor recuerdo es que mi madre me pedía que fuera al techo o a la calle a juntar la ceniza. También se la recogía de los techos de los trenes que llegaban desde el Norte. ¿Sabe por qué? Porque servía para limpiar ollas, sartenes, medallas o cualquier cosa metálica. El puloil se vendía suelto, entonces, a 5 centavos el medio kilo. Así que fue un regalo del cielo. No tuvimos necesidad de comprarlo durante varios meses".