Hablar de aborto con mi mamá
En 1993, cuando tenía 12 años, en mi colegio se acordaron de que era el momento de que mis 30 compañeros y yo recibamos algo de educación sexual. Nos llevaron a la sala de video, pusieron un VHS, y todos vimos ¿Qué me está pasando?, una película animada, de narración española, en la que de un modo simplificado y didáctico (pero poco pedagógico) se enseñaba todo lo que un preadolescente asistente a una escuela católica debía saber.
Esa fue casi toda la educación sexual que recibimos la mayoría de los que hoy tenemos entre 30 y 40. Los otros materiales fueron el documental "El Grito Silencioso" -bastante explícito, de clara posición antiabortista- y un video promocionado por un fabricante de elementos de higiene femenina, protagonizado por Pablo Rago.
Después de esas proyecciones todo lo que sabíamos era que la pubertad venía acompañada de acné, existían períodos menstruales, erecciones y atracción por el sexo contrario. Siempre el sexo contrario (nunca el mismo) y siempre con el objetivo de procrear. El aborto era malo, sin discusión. Y la masturbación era una alternativa para descargar "tensión sexual" pero -advertía el video- podía estar acompañada de algo de culpa. Y esa culpa era representada como un dedo acusador que llegaba desde el cielo. La metáfora, evidentemente, no era el fuerte de esta gente.
La actualidad -con sus campañas, sus causas, sus noticias, sus militantes y sus debates- volvió a poner ciertos temas en la boca y a la vista de todos. Así como ya resulta casi imposible no cruzarse con personas que usen el pañuelo verde, el debate sobre la despenalización del aborto llegó a todos los ámbitos. Tanto que hasta mi propia madre -la misma que me explicó todo cuando yo ya lo había averiguado por otros medios- me preguntó si yo estaba a favor o en contra. "A favor", le dije.
Ella todavía tenía algunas dudas. Como todos en algún momento, quizás. Charlamos acerca de la educación sexual como primer paso, sobre la necesidad de que sea diferente a la que generaciones enteras recibieron en la escuela; o que nunca tuvieron. Hablamos sobre lo importante que es estar informado sobre los diferentes métodos anticonceptivos, para que ella no quede embarazada si no quiere y sobre la imperante necesidad de despenalizar el aborto para que las mujeres dejen de morir en prácticas y lugares no seguros. Intercambiamos opiniones sobre la difusión del misoprostol, sobre cómo las creencias religiosas influyen en las políticas públicas, y en lo ridículo que resulta que un diputado o un senador utilice su fe como argumento para legislar. Nos reímos un poco del VHS que vi en séptimo grado, de los diputados que visten con camperas amarillas y también de los bebitos de plástico. Y nos reímos porque los chistes generan risas.
Entendimos nuestras opiniones básicamente porque elegimos escucharnos. Coincidimos en que no está bien que ninguna mujer muera por hacerse un aborto, en que antes de llegar a esa situación tienen que haber podido elegir entre las diferentes alternativas de métodos anticonceptivos y que, primero que todo, debe existir una educación sexual real y responsable, sin bajadas de línea, que incluya cualquier elección y que no contemple que la única pareja posible es entre un varón y una mujer.
Hablamos más, hablamos mucho. Fue una manera de acortar distancias, de tocar temas que nunca habíamos tocado y de saber que un debate general puede ayudar a conocer más a la otra persona. Porque cuando se quiere escuchar se escucha, y cuestiones como a quién se votó en las últimas elecciones o si se cree o no en Dios pasan a un segundo lugar. Aún entre las diferencias, se puede estar de acuerdo.
Y por eso, cuando ya terminábamos, repetí que estaba a favor. Y ella dijo "Yo también".
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