“Guerra entre hermanos”: el dolor de rusos, ucranianos y sus descendientes en la Argentina, y un desafío
Por el conflicto bélico en Europa, los inmigrantes se preguntan hoy cómo reconstruir la vida en comunidad; inquietud por la rusofobia
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Las esquirlas de la guerra desatada en Ucrania afectaron la convivencia de las colectividades de rusos y ucranianos con vertientes impredecibles. La invasión acumula muertos cada día, además de enfrentamientos y rupturas de amigos, vecinos y familias en la frontera de la región del conflicto.
Lejos de los vientos bélicos que soplan en Europa, en la Catedral de la Santísima Trinidad de la Iglesia Ortodoxa Rusa de la ciudad de Buenos Aires el clima es otro. En el pequeño Kremlin de cúpulas celestes y estrelladas, ubicado frente al Parque Lezama, argentinos, rusos nativos de la zona de Smolensk, sus descendientes y nacionales ucranianos de Járkov se reunieron en armonía esta semana para celebrar el inicio de la cuaresma bajo el rito ortodoxo. En las dos horas que duró el oficio religioso, se mantuvieron de pie como rige la costumbre, intercalando canciones en ruso con las lecturas de los textos sagrados. Todos bajo un mismo techo. Todos en unidad. Con una voz en común, dejaron las diferencias políticas detrás del umbral y llevaron sus intenciones por los caídos y el sufrimiento de las familias a ambos lados de la frontera.
La imagen se repite en otros centros del país que reúnen a sus comunidades. Sea refugiados en la religión o en las instituciones civiles, académicas o recreativas que los acogieron, los inmigrantes rusos y ucranianos se preguntan hoy cómo reconstruir la vida en colectividad.
“Esta es una guerra entre hermanos, en la que entendemos que hay intereses externos en que se lleve a cabo. Eso no hace que los hermanos estén exentos de pecado, ya que también somos culpables todos, pero la rusofobia que se está alimentando mundialmente nos preocupa mucho porque no permite ver con claridad y objetividad lo que pasaba y está pasando en Ucrania”, dijo a LA NACION Alejandro Iwaszewicz, presbítero de la Iglesia Ortodoxa Rusa.
Alejandro es hijo de inmigrantes rusos que arribaron al país en 1936 y fue el encargado de oficiar la ceremonia. Con el hábito negro y la cruz plateada que descansaba sobre su cuello celebró la liturgia, en la que participó también Marcos, un joven ucraniano nacido en un barco belga; Xeniya, una mujer argentina de padres rusos; nativos de Rusia y una familia de Ucrania provenientes de Járkov, la ciudad que fue asediada esta semana por bombardeos que destruyeron más de 280 edificios y aniquilaron la vida de civiles.
“Tenemos muchas diferencias y cuestionamientos con el sistema y el gobierno actual de la Federación Rusa y el de Ucrania, pero eso para nosotros pasó a un segundo plano. Nuestra gente de un lado y de otro está sufriendo y está muriendo. Que Dios los tenga en su gloria y que sus muertes no sean en vano”, agregó el presbítero.
Para Alejandro, la tragedia es resultado de la presencia en el gobierno y en la sociedad de vestigios de la época soviética, tanto en el territorio ruso como en el de sus exrepúblicas. Considera que la influencia gestada en la revolución comunista de 1917 todavía atraviesa y divide al sistema político, la economía y la religión.
Soviéticos
Tamara Yevtushenko, de 40 años, es rusa oriunda de San Petersburgo y doctora en ciencias políticas. Llegó a la Argentina hace diez años como representante de la universidad estatal de aquella ciudad y dicta clases en La Plata. Nació tras la cortina de hierro y sus abuelos vivieron el bloqueo comercial en la ex-Leningrado.
Tamara, que da clases en la Universidad de La Plata y la Cancillería, refirió que el inicio de la guerra desencadenó un profundo crecimiento del interés de los argentinos por el estudio de la cultura rusa y su idioma. En su cátedra tiene alrededor de 200 personas que estudian ruso y cerca de 100 alumnos de la universidad rindieron los exámenes internacionales; 13 de ellos se presentaron para rendir el nivel avanzado de una lengua que en promedio requiere al menos siete años de estudio para poder dominarla.
“En los cursos no hablamos de la guerra para no provocar ningún conflicto, por lo que espero que la rusofobia sea algo que está solamente presente en los medios de información. Sufrí insultos anónimos por las redes por posteos en los que denuncié fake news sobre cómo se trataron temas relacionados a la guerra y se demoniza a Rusia. Por fortuna, en lo personal conté con todo el apoyo de la universidad y hasta recibí mensajes de mis alumnos diciendo My russkie S nami Bog, que en mi idioma significa ‘somos rusos y Dios está con nosotros’. Espero que en un momento esta guerra desatada termine. Es una gran lección que ya vivimos hace siglos y no quiero que suframos más”, sostuvo Tamara.
“Mi apellido es ucraniano, el mismo del famoso poeta soviético Yevgueni Yevtushenko. Antes no teníamos la división entre rusos y ucranianos, éramos todos soviéticos. El apellido es ucraniano, pero mi familia es de San Petersburgo. Mis bisabuelos sí eran ucranianos y fueron expulsados de Kiev a Siberia en el período de deskulakización”, dijo a LA NACION Tamara. “Kulaks” era el modo despectivo con el que el gobierno comunista designaba a los campesinos que poseían tierras y animales. “En el caso de mi familia no tenían muchas propiedades, aunque les expropiaron todo en el período de Stalin y los mandaron a Siberia. Ahí se instalaron y fue donde nació mi padre”, recordó Tamara. Y añadió: “Mi abuelo sobrevivió el bloqueo de Leningrado y yo sé lo que es la hambruna. Cuando llegué a la Argentina me enamoré de todo, pero me impactó muy mal ver que la gente tiraba la mitad del plato de la comida, algo que yo no podía ver por todo lo que vivimos. Por la hambruna sufrida por mi pueblo ruso no podía ver que se tirase comida”.
El histórico club ruso Vladimiro Maiakosky, en Quilmes, es otro centro comunitario que por años reunió inmigrantes del este de Europa. Inaugurado hace más de 75 años, comenzó como un club soviético en la Argentina y funciona como un centro cultural y deportivo donde además se dictan clases de ruso. Se vio duramente afectado por la pandemia del coronavirus, que restringió sus actividades, y hoy anhela revivir su período de apogeo. Al entrar a la institución, flamean en comunión las banderas rusa, bielorrusa y ucraniana. En la década del 90 recibió en su sede a Anatoly Kárpov, el campeón mundial de ajedrez, que jugó partidas en simultáneo contra una docena de concurrentes, con todas victorias y un empate por tablas. Cada aniversario del club se cocinan a mano cientos de varenikes, un plato tradicional que se asemeja a una empanada rellena de panceta y papa.
“Lo que está ocurriendo nos causa dolor a todos porque somos una misma familia”, contó a LA NACION Valery Ieromin, de 73 años, presidente del club ruso de Bernal y vicepresidente del Consejo Coordinador de Organizaciones de Compatriotas Rusos en Argentina. “No puedo decir quién tiene o no tiene la razón, porque en cualquier guerra la gente sufre mucho. Lo viví de joven con la colonia rusa de Quilmes en los barrios donde la mayoría eran ucranianos, rusos, alemanes y polacos, y la gente no quería ni hablar de la guerra. Era algo de lo que querían olvidarse lo más pronto posible, ya que es muy cruel con la gente y por eso trataron de olvidarlo y de convivir en ese momento de manera pacífica”, describió.
Un ambiente distinto
Valery es argentino y dedicó toda su vida a promover la cultura de sus ancestros. Sus padres llegaron al país en 1948 luego de conocerse en un campo de refugiados en Europa. Su padre nació en Rusia y su madre en el territorio de la ex-Yugoslavia. “Los que deciden estas políticas son los que menos sufren, son los que sacan rédito de todo esto. Los que sufren en realidad son las personas comunes y lo sufren muchísimo. Llegamos a una situación acá donde siempre vivimos como hermanos, y ahora no es lo mismo”, se lamentó. “Tengo muchísimos amigos ucranianos, muy buenos, que vinieron hace 25 años cuando fue la crisis en Ucrania. Siempre fuimos hermanos. Ahora no dejamos de serlo, pero uno siente en el aire que hay un ambiente distinto porque cada uno defiende lo suyo”, relató.
Su yerno Sergio Pidhirnyj, de 40 años, es descendiente de ucranianos. Sergio conoció a la hija de Valery en el club Vladimiro Maiakosky. La pareja se enamoró a través del baile folclórico de cada una de las naciones de sus antepasados. Sergio como bailarín de la danza tradicional ucraniana y ella, del baile ruso. De su unión nació el pequeño Iván, un niño argentino que es descendiente en su cuarta generación de Ucrania y en la tercera de Rusia. Sergio espera que, más allá de la guerra, esta sea una oportunidad para que los jóvenes de ambos países vuelvan a reunirse en el club, que las nuevas generaciones impulsen a la institución alejados del odio y que además se integren personas de todas las nacionalidades que quieran conocer la cultura.
Un sentimiento similar de colectividad reinó durante la misa presidida por el presbítero Iwaszewicz. Los fieles de diferentes orígenes se persignaron de forma constante durante el rito, un gesto tradicional de su religión. Al caer la noche, las luces del interior de la catedral se fueron apagando hasta que solo se pudo divisar los rostros de los concurrentes apenas iluminados por las velas encendidas en sus manos. Lejos de la guerra, la ceremonia no se detuvo y continuó en una voz colectiva unida por una misma plegaria de paz.
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