Con las lanchas, jet skis y cruceros confinados en las guarderías por la pandemia, el Delta es por estos días un paraíso de mansedumbre solo interrumpido por eventuales sudestadas. La cuarentena logró que el río recuperara su ritmo cansino, ajeno al vértigo de los navegantes de fin de semana. Sin embargo, en el conjunto de islas que se expande frente a la ribera norte -una de las zonas más codiciadas por su cercanía a las costas de San Isidro- hay gestos tensos.
El pequeño grupo de pobladores que vive en las últimas islas, justo antes de que el agua terrosa se derrame sobre el gran estuario del Río de la Plata, se despertó hace diez días con el ruido de lanchas y sierras eléctricas. Embarcaciones de la Prefectura Naval y de la Policía de Islas bloquearon los extremos del arroyo Anguila mientras una cuadrilla de hombres, también embarcados, comenzaban a desmontar los muelles.
El operativo duró gran parte del día y se demolieron 15 muelles. La municipalidad de Tigre, la autoridad que lo ordenó y lo ejecutó, dice que pronto habrá otro para terminar el trabajo. "Esos muelles son ilegales", asegura Mario Zamora, secretario de Gobierno del municipio y hermano de Julio, el intendente.
Los lugareños trataron de acercarse para impedir o documentar el trabajo, pero fueron disuadidos por la fuerza. Algunos se encadenaron a sus muelles para evitar el avance de la grúa flotante sobre las construcciones. "Fue horrible, violento y espantoso", dice Sebastián, un músico que hace un año se instaló en el lugar y no quiere dar su apellido por temor a las represalias. Integrada por artesanos, artistas, ambientalistas y otros desencantados de la vida urbana, la comunidad de estos nuevos isleños tiene un perfil distinto a la de los históricos habitantes del Delta. "Ecochetos" u "okupas VIP", así dicen que los llaman los funcionarios con los que intentan lidiar.
La ordenanza con la que avanzó la municipalidad de Tigre en la destrucción de los muelles argumenta que dañan el medio ambiente y dificultan la navegación. Aunque discutida por los isleños, fue la forma que encontró la municipalidad para poder accionar sin necesidad de la orden de un juez. Las autoridades de Tigre dicen que buscan detener la ocupación ilegal de estas tierras.
Zamora y un grupo de isleños se reunieron la semana pasada por Zoom. "El encuentro arrancó tenso, pero terminó cordial", explica Guillermo Heinonen, uno de los nuevos isleños. Zamora les explicó que los operativos para desmontar muelles seguirán, pero que, por ahora, no avanzarán contra las casas que ya están habitadas. No porque no quiera, sino porque no puede. "Necesitaría una orden judicial", dice el funcionario de Tigre.
"El Rulo"
El gran ausente en la reunión y en todas las discusiones generadas por esta codiciada tierra es Eduardo Venencio, más conocido como "El Rulo", un isleño tan controvertido como famoso en la zona. Con 54 años, es el jefe de la familia que hace décadas vive y trabaja en este sector del Delta. Tiene 15 hermanos y 11 hijos de cinco mujeres.
Él es quien cedió la posesión -se cuida mucho de usar la palabra "vender"- de los terrenos argumentando que la larga estadía de su familia en el lugar le da derechos. También está al frente de una cuadrilla de alrededor de 30 operarios que construyen los muelles y muchas de las casas. Sin embargo, Venencio nunca inició el reclamo legal de usucapión, la figura contemplada por la ley argentina que otorga derechos de posesión a la ocupación pacífica, ininterrumpida y con mejoras de un terreno.
Conflicto
"Cede derechos que no tiene", dice Zamora sobre Venencio. "De acá me van a sacar con las patas para adelante", retruca Venencio en el aserradero sobre el río San Antonio, a metros de donde se desarrolló el operativo contra sus muelles. Su negocio sigue activo y Venencio dice que cuando "esto pase" le construirá de nuevo los muelles a los damnificados. "Yo no cagué nadie y se los voy a hacer gratis", promete.
Tiene fama de áspero y algunos dicen que es un mafioso, pero ahora se lo nota abatido, sin la sonrisa socarrona y las palabras amenazantes que lo convirtieron en el hombre fuerte del lugar. El día del operativo se mantuvo al margen de las protestas para cuidar su salud. Sufre diabetes y dice que hace ocho meses no ve a su médico por las restricciones impuestas por el coronavirus. "Tengo que cuidarme", explica.
Su negocio de cesión de derechos y construcción de muelles comenzó hace unos siete años y, hasta ahora, nunca dejó de crecer. Dice que le corresponden 130 hectáreas de esta tierra tan bien ubicada como pantanosa, que ya otorgó unos 80 terrenos y aún le quedan alrededor de 50.
Asegura no estar detrás de un negocio inmobiliario y lo demuestra con sus precios. Por 150.000 pesos "cede derechos posesorios" de terrenos de 25 metros de frente por 30 de fondo. El precio incluye el muelle. La transacción suele ser en una oficina del centro de San Isidro, donde un escribano certifica las firmas de un documento que queda como única prueba del trámite.
Venencio ya había tenido algunos encontronazos con la municipalidad de San Isidro, cuya jurisdicción abarca una pequeña porción de los terrenos y no lo dejó avanzar, pero nunca había tenido problemas graves con Tigre, donde se encuentra gran parte de su área de influencia. Su expansión territorial, sin embargo, se volvió demasiado notoria y generó la reacción del municipio. Con la eliminación de los muelles, pretenden marcar un límite. "Es una zona de protección ambiental y queremos cuidarla", dice Zamora.
Historia
Venencio se crió cortando y comerciando juncos y comiendo lo que le ofrecía la naturaleza -pescados, pero también nutrias, anguilas y gaviotas-. Pasó apenas un par de meses por la escuela y trabajó de sereno, cavando pozos ciegos, vendiendo la madera de los sauces que plantaba y como instructor de vela en los clubes náuticos. Hasta entonces, su historia no difería de la de muchos isleños, acostumbrados a la dura vida de la intemperie.
Luego comenzó su aventura inmobiliaria. Los sauces que plantó consolidan los terrenos bajos y ayudan a la acumulación de tierra. Eso levanta la cota y vuelve habitable a la zona. Según su cálculo, ya plantó 42.000 árboles. También cava zanjas que ayudan a secar los terrenos y draga los canales. Ese trabajo, además de la larga presencia de su familia, es su principal argumento en el eventual pedido de usucapión que dice que empezará pronto.
Lo particular de su territorio es que está a minutos de las casonas de San Isidro y, además, se expande. El proceso natural de sedimentación, ayudado por la acción del hombre, hace que la frontera sur del Delta se corra. Según una investigación de Jorge Codignotto y Rubén Medina, dos geólogos, el frente del Delta avanza 60 metros por año. La de Venencio es tierra que crece, el sueño de cualquier desarrollador inmobiliario.
Desconfianza
Los nuevos isleños desconfían de las intenciones de la municipalidad de Tigre y dicen que detrás de la embestida hay intereses económicos. Apuntan a Colony Park, un proyecto inmobiliario que se frustró en la Justicia por su impacto ambiental. Zamora niega cualquier relación con el emprendimiento. Hugo Schwartz, uno de los dueños del proyecto, también.
El juicio por los supuestos perjuicios causados por ese desarrollo -llegaron a dragar canales y se rellenaron terrenos- iba a comenzar este año, pero se retrasó por la pandemia. Las sospechas apuntan al potencial comercial que tiene la zona, un humedal en expansión a minutos de lancha del centro de San Isidro.
Ya existe un barrio privado desde 1995, Santa Mónica. Con 50 casas, pileta, cancha de tenis y embarcadero privado, comparte una tensa vecindad con los nuevos isleños. Colony Park intentó replicar el modelo, pero la jueza Sandra Arroyo Salgado lo suspendió luego de movilizaciones de ambientalistas. "A nosotros nos sacan los muelles por supuesto daño ambiental y en Santa Mónica se pasean con carritos de golf en calles asfaltadas", se queja uno de los isleños.
Temores
Alertados por el operativo de la municipalidad, la comunidad de nuevos isleños se reunió hace dos sábados en una asamblea que juntó a 60 personas. También están unidos en un grupo de Whatsapp. Todos llegaron al lugar comprándole los supuestos derechos de posesión y el muelle a Venencio, pero empiezan a ver que su protección ya no resulta suficiente. Las reglas que siempre rigieron en el Delta -donde, antes que el poder de las leyes, se suelen imponer las fuerzas de la naturaleza y de los hombres- comenzaron a crujir cuando el Estado decidió avanzar.
Muchos le agradecen a Venencio la posibilidad de escapar de la civilización y establecerse en un vergel de arroyos sinuosos y árboles que se inclinan sobre el agua, pero temen perder lo que construyeron. No hay luz, ni agua corriente, pero sí familias como la de Lorena Giuliani. Hasta que la pandemia clausuró las clases, cruzaba todos los días en lancha para llevar a su hijo de nueve años al Fátima, uno de los colegios tradicionales de Martínez. Luego, ella iba a atender su local de comida. "Vivir acá es impagable", dice.
Lorena, como el resto de la comunidad, tiene un marcado compromiso con el medio ambiente. Las casas livianas, de madera y chapa, se integran al paisaje, se abastecen con paneles solares y tienen biodigestores para tratar los desechos orgánicos.
En uno de los arroyos, al que bautizaron el Mágico y está encapotado por tupidos árboles, compraron terrenos para hacer una reserva ecológica. También montaron una plataforma de pasarelas de madera sobre el humedal con espacios para ferias artesanales y teatro comunitario. Sus intenciones conservacionistas, sin embargo, se chocan con el endeble andamiaje legal que sostiene su presencia en la zona.
"Es como si, con el argumento de que son ambientalistas, hubieran construido una cabaña en el parque nacional del Chaltén ", dice Zamora. Los nuevos isleños, mientras tanto, resisten. "Es cansador, pero siento que mi misión es cuidar el humedal", retruca Sebastián, el músico.
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