Gloria Alcorta fue una original narradora de climas inquietantes
"¡Hija, tienes la cabeza del David de Miguel Angel!", exclamó Rafael Alberti, en un atardecer porteño de fines de los años 40, al ver entrar a Gloria Alcorta en una sala de exposiciones, con el pelo rubio, corto y rizado. Gloria estaba acostumbrada a la admiración, pero este elogio la halagó especialmente.
Con su figura esbelta, los espléndidos ojos color turquesa, los rasgos patricios nítidamente cincelados, llamaba la atención en cualquier lugar donde apareciera, sin hacer nada para provocarla. Al contrario, siempre vestía con la refinada sobriedad de quien sabe, por linaje y por educación, que menos es más. Pero era dueña de una virtud intangible: el encanto personal, la seducción de una hermosa sonrisa, el ingenio en el comentario agudo, la gracia de una conversación que prodigaba inteligencia y curiosidad.
Gloria Alcorta, que murió el sábado último, había nacido en Bayona, en el País Vasco francés, el 30 de septiembre de 1915. Fue la hija menor del doctor Rodolfo Alcorta (hijo de Amancio, el ministro de Relaciones Exteriores de Luis Sáenz Peña, Juárez Celman y Roca, y nieto del otro Amancio, el músico) y de Rosa Mansilla y Godoy, considerada la mujer más hermosa de su tiempo, nieta de Agustina Rosas de Mansilla (otra belleza legendaria, hermana de Juan Manuel, el Restaurador), y madre del Lucio V. de Una excursión a los indios ranqueles y las Causeries de los jueves.
Estos datos familiares apuntan a caracterizar a Gloria Alcorta como la heredera de una tradición argentina de cosmopolitismo unido a un profundo sentimiento de pertenencia a la tierra.
"Me bautizaron Gloria Rosa Francia, ¿te das cuenta? ¡Qué horror!", se reía Gloria al comenzar la evocación de una infancia que no fue fácil.
Su madre murió cuando ella ingresaba apenas en la adolescencia, y quedó al cuidado de su hermana mayor, Noemí, casada con el conde italiano Marone di Cinzano.
Los Cinzano vivían en Milán, en un palazzo donde también residía "un muchacho joven, muy buenmozo y elegante, al cual me habían prevenido que me guardara de acercarme, ni de mirarlo siquiera, tal era su fama sulfurosa? Era Luchino Visconti".
Cuando ella tenía unos cinco años, su padre, encargado por el presidente Alvear de gestionar el monumento ecuestre de su abuelo, el general Carlos María de Alvear, la llevaba al taller del escultor Antoine Bourdelle, donde la pequeña "jugaba con la arcilla, haciendo muñequitos y cabezas, imitando a Bourdelle, que me alzaba en brazos, muerto de risa".
De ahí le vino la vocación por la escultura, a la que dedicó varios años de su juventud.
En París se casó, muy joven, con su compatriota Alberto Girondo Uriburu (hermano de Oliverio, el poeta), con quien tuvo tres hijos. En Buenos Aires publicó su primer libro, La prison de l´enfant , que prologó Jorge Luis Borges, al que siguieron, entre otros, los poemas de Visages , los bellísimos cuentos de El Hotel de la Luna y otras imposturas , y alguna obra de teatro.
Imaginativa y original, certera evocadora de atmósferas inquietantes, la poesía no abandona su prosa, sin invadirla. Radicada largos años en París, aquí se la fue olvidando, pero allá gozaba aún de prestigio. Agotaría este espacio la mención de sus amistades célebres: Cocteau, Picasso, Camus, Kundera, Semprún, Max Jacob?
Nunca se decidió, sin embargo, a escribir sus memorias, que hubieran sido testimonio precioso de toda una época de la cultura occidental. Hubo varios intentos, pero ella siempre les ponía fin argumentando: "¿A quién le importan esas cosas?".