Sus abuelos lograron escapar de su tierra pero vieron cómo, tras de sí, la matanza turca arrasó con sus afectos más cercanos; la historia de lucha y memoria de los Borounian
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Como cada 24 de abril, la comunidad armenia conmemora aquel Genocidio perpetrado por el Estado Turco contra su pueblo, entre 1915 y 1923, y que está aún impune. Incontables son las historias de sobrevivientes diezmados por ese dolor atroz de la vejación. Muchos quedaron allá, exterminados o muertos de hambre y de sed, intentando escapar. Otros tuvieron un destino de supervivencia en aquellas tierras que les abrieron las puertas para que pudiesen desarrollar su vida y formar una familia, aunque con ese desgarro del destierro y el recuerdo de los asesinados que vuelve cada día, que se inmiscuye en cada pensamiento, que ratifica los rezos.
El dolor fue -es- demasiado. Bisabuelos, abuelos y padres que, en muchos casos, enmudecieron para no martirizar a sus descendientes o porque no podían revivir el horror. Muchos otros hablaron y hablan. Son las nuevas generaciones las que hoy enuncian y denuncian aquello que vejó a sus antepasados. Andrea y Tato Borounian son hermanos, nietos de armenios que huyeron para conformar esa diáspora desparramada por el mundo. Juntos recuerdan a Meryem (María) y Ardashes (Juan), esos abuelos paternos atravesados por el sinsentido de la opresión. Ella había nacido en Konia y él en Constantinopla, entre 1905 y 1910.
Meryem conservó toda su vida una valija debajo de su cama, una muda lista por si debía volver a escapar. El matrimonio con Ardashes duró poco, pero lo suficiente para que naciera Ricardo, el padre de Andrea y Tato. Al abuelo, la vida lo distanció de su familia en la Argentina, y solo una vez pudo entablar contacto personal con sus nietos. La abuela, en cambio, estaba presente físicamente, aunque sus emociones no siempre le jugaban buenas pasadas. Casi nunca. Nadie sale indemne de la huida, las huellas impiadosas de aquel opresor otomano acompañan por siempre.
“Mi abuela quedó traumatizada de por vida, no registraba que tenía un hijo, aunque mi papá la cuidó hasta el último día. Conservaba esa valija lista para irse a no sé dónde, que mi viejo le desarmaba cada tanto. Si íbamos a un restaurante, se guardaba las sobras por pequeñas que fuesen”, recuerda Andrea, quien hoy está al frente de su propio taller de joyería con piedras. Para su hermano Tato Borounian, reconocido realizador audiovisual y director del premiado corto 24a mientras ellos bailaban, el recuerdo de sus antepasados es igualmente doloroso: “La abuela María era muy conflictiva, tenía problemas que uno empieza a entender de grande. El desarraigo la marcó, era de muy mal carácter, se olvidaba las cosas. Tengo cartas de mi viejo, cuando tenía 12 años y estando de campamento con el colegio, donde le pedía que, por favor, le contestase las cartas, ya que todos sus compañeritos recibían correspondencia de sus padres y él, no. Ya de grande recuerdo ver a mi viejo salir corriendo porque la abuela no estaba en la casa. Era habitual que la encontrase deambulando por la calle con un bolso con ropa. En su casa, siempre tenía la valija preparada debajo de la cama, estaba lista para escapar”.
Lo que hoy los hermanos Borounian pueden explicarse, en la niñez era de difícil comprensión. En la adultez, aquellas acciones de la abuela solo tenían una explicación: el horror del holocausto.
El calvario familiar
Los armenios fueron expulsados de su territorio. Hoy, el país quedó reducido a una mínima expresión de kilómetros y sin salida al mar. La ciudad de Ereván es la capital que va mixturando la tradición con la modernidad. Las huellas de haber pertenecido a la Unión Soviética se intercalan con la pujante urbe desde la que se puede vislumbrar el monte Ararat, aquel símbolo armenio, hoy en territorio de Turquía. Así son las cosas desde 1923.
En aquella invasión genocida, muchos cayeron y otros, al huir, vieron morir: “Mi padre me contó que la abuela había logrado escapar, junto con su mamá, con la ayuda de una vecina. La travesía fue larga. Juntas llegaron a Grecia, luego a Francia y, finalmente, recalaron en Argentina, donde vivieron en Buenos Aires, sobre la calle Cabrera. Mi abuelo también tuvo un viaje largo, similar. Estaba golpeado cuando, escapando, vio cómo a sus primos y familiares los soldados turcos les cortaban la cabeza”, recuerda Tato Borounian, quien pudo comenzar a hablar de estas cuestiones con su padre luego de ver, junto a su hermana, una película del director Atom Egoyan, vinculada a la tragedia sobre la territorialidad de la Armenia Histórica. Es que Ricardo, su padre, calló durante años para que sus hijos no sufrieran con el calvario familiar. A lo atroz del escape, a la abuela se le sumó la estadía en un internado francés, aunque acaso allí no le faltaba la comida.
“Mi papá no nos quería cargar con el Genocidio y la locura, pero él la vivió muy de cerca. A mi viejo lo criaron sus tíos, los hermanos de mi abuela, fueron ellos quienes lo educaron; es que la familia estaba mutilada emocional y psicológicamente. Mi abuela tampoco habló del Genocidio, jamás. Recuerdo que iba mucho a videntes y nosotros nunca supimos bien qué le sucedía”, afirma Andrea.
Meryem y Ardashes se conocieron en el barco que los conducía hacia Argentina, en busca de la nueva tierra prometida. Ella dominaba el francés tanto como el turco: “Es terrible eso, se escondían hablando turco para que no percibieran que eran armenios. Era una forma de salvarse. Mi abuelo, en cambio, sí hablaba armenio. Duraron poco. Nació mi papá, que fue hijo único, y se separaron. Los dos murieron en los ´90”, dice la nieta que solo en una oportunidad vio a su abuelo y le pareció encantador.
Ricardo, el padre de los hermanos, ante el pedido de sus hijos, fue contando parte de esa historia familiar oculta. “El día que con mi hermano comenzamos a preguntar y a leer nos largamos a llorar, no podíamos creer esa carga genética que llevamos”, sostiene Andrea. Su hermano Tato afirma: “Al conocer la historia de la familia, y la de muchos otros descendientes del Genocidio, comencé a entender a mi abuela, a comprender que se comportaba de una manera extraña a partir de todo lo que había vivido. Seguramente habremos heredado algunos de esos traumas de sangre, algo de aquello que tanto les dolió a los que se quedaron sin familia, sin casa, sin tierra. Entraban a tu casa y te sacaban a patadas”.
Si de herencia del dolor se trata, Andrea Borounian, durante años, conservó una valija con algunos objetos de gran valor afectivo y repitiendo aquel hábito de su abuela: “Un día mi padre se enojó conmigo y me dijo: ´Sos igual a tu abuela, vivís preparada para escaparte´. Tuve siempre la valija debajo de mi cama, estaba lista para salir. Allí ponía lo que más quería para que nadie me lo sacase. Regalos de mis padres, fotos, un ejemplar de El Principito. Todo junto. Supongo que es genético, ya no lo hago”. El dolor se traslada. Andrea tiene tatuados una estrella y una luna, símbolos de la bandera turca, una forma de visibilizar en la piel aquello que los marcó para siempre. Su comunión en la Iglesia San Gregorio, el Iluminador, definió para siempre su identidad.
Este 24 de abril, nuevamente, aparece nítido el recuerdo de los que no están: 1.500.000 armenios fueron exterminados y tantos otros en la diáspora fueron en busca de reconstruir algo de todo aquello que les fue usurpado con memoria, dignidad y el orgullo de una identidad. “Todos los días recordás algo del Genocidio, pero ves la indiferencia o el no reconocimiento de lo que lo perpetraron. Esperamos que, algún día, Turquía reconozca lo que hizo, las matanzas, la usurpación de tierras, el daño a los sobrevivientes y a las generaciones que siguieron, a los que crecieron escuchando esas historias”, concluye el cineasta Tato Borounian.
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