Garzón, el pueblo que ya no es secreto
La explosión inmobiliaria en José Ignacio hizo que los que están menos pendientes de la vidriera se refugiaran allí
PUNTA DEL ESTE.- Hasta hace un mes, casi ningún turista sabía exactamente de qué se trataba. Si era el apellido de un baqueano de la zona o el nombre de una laguna.
Y Garzón hubiera seguido siendo el secreto mejor guardado si no fuera por la explosión inmobiliaria que de un verano a otro transformó el romántico caserío de José Ignacio en un espejismo de mansiones con deck y camionetas 4x4 circulando como hormigas por las angostas calles de arena.
Pero mientras José Ignacio afirma su destino de reducto fashion de la temporada 2005, los que quieren estar menos pendientes de la vidriera encontraron refugio en este adorable pueblito erguido sobre una cuchilla del ondulado paisaje uruguayo, que queda a 30 minutos de la costa atlántica y a menos de 100 km de Punta del Este.
El movimiento empezó a gestarse en agosto último, cuando el cocinero Francis Mallmann y el empresario Manuel Más adquirieron el viejo almacén de ramos generales frente a la única plaza, para convertirlo en una sencilla posada campestre, con cinco habitaciones y restaurante.
Con una inversión cercana a los 300.000 dólares, el emprendimiento debutó el último 20 de diciembre, y lo que menos esperaban sus propietarios era que la demanda fuera a superar la oferta: no hay camas hasta mediados de enero, y hay habitaciones reservadas para febrero.
La resurrección
Una de ellas albergará al compositor de música de películas John Corigliano, ganador de dos premios Oscar, que ya alquiló un Jaguar por 1200 dólares diarios para cuando se le antoje un poco de mar. ¿Cómo supo de este punto que no figura en todos los mapas?
La página web y un artículo publicado en la célebre revista The New Yorker acabaron por sacudir la dulce modorra de Garzón, que empezó a recuperar algo de la vitalidad perdida diez años antes, cuando pasó el último tren pitando el anunciado final del transporte ferrocarril. Quedaron las vías, y unos 600 habitantes que ahora miran con ojos mansos a la decena de franceses, norteamericanos, brasileños e italianos que cada mediodía van por el almuerzo o en busca de una cama donde pasar la noche. Como consecuencia de la resurrección, ya se vendieron al menos cuatro propiedades, la mayoría modestas construcciones con los muros mordidos por el tiempo, patios sin tapias y frentes con canteros de agapantos y hortensias silvestres.
Dicen que en el futuro abrirá una galería de arte y una pizzería moderna, aunque todo está por verse.
"Un francés productor de cine que llegó en Navidad ya salió a buscar casa", comentó Mallmann, pendiente hasta de los huevos pochés que sirven en el desayuno. Y agregó: "Esto, dentro de cinco años, puede ser de un refinamiento total". Una tacita de plata en un "Todo por dos pesos", una boutique a metros de un shopping. Exactamente anclado en la delgada frontera que separa la paz de la monotonía, el aburrimiento de la felicidad.
Redescubrir el silencio
Garzón no tiene vista al mar, ni carteles con sponsors ni chicas en bikini, ni nada. Sólo una iglesia, una plaza de extraña simetría, una laguna donde se pescan corvinas, gente amable que vive del campo y de la changa y, sobre todo, largos momentos de silencio, elemento clave del nuevo concepto de lujo que cultivan los viajeros sibaritas.
"Ojalá se mantenga su encanto. Así fue en sus comienzos José Ignacio -recordó Mallmann-. Pero este año hubo 2800 obreros trabajando en la construcción de unas 50 casas y todavía hay gente buscando terrenos para construir."
A Garzón se llega por la ruta 9, una cinta de asfalto sin fisuras, enmarcada por un campo terso y prolijo como pintura de Van Gogh. Luego, hay que desviar por un camino de tierra festoneado por miles de pequeñas margaritas amarillas. De noche, aumenta la sensación de aventura porque la única luz que alumbra es la de la luna.
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