Gabriele Finaldi: "Los museos son un microcosmos de la sociedad en que vivimos"
Cuando Gabriele Finaldi (Londres, 1965) salga en agosto del Museo del Prado lamentará no poder acercarse tanto como ahora para ver Las hilanderas, de Velázquez. La cambiará por la Venus del espejo, que reposa en la National Gallery de Londres, el museo que dirigirá a partir del verano. Vuelve, así, a sus 50 años a la ciudad en que nació. Esa olla a presión cosmopolita y multicultural resulta un escenario natural en cruces para él. No en vano, creció como el mayor de ocho hermanos en una casa donde un padre napolitano se ganaba la vida enseñando francés y una madre angloeslava también ejercía de profesora. Digamos que este gran experto en el Renacimiento y el Barroco es un ciudadano europeo, con pilares en el Norte, el Sur y el Este, que ha echado raíces también en Madrid, donde han nacido algunos de sus seis hijos en los trece años que ha trabajado en España. Digamos que de cada rasgo multicultural de su personalidad luce finura mediterránea, sentido pragmático británico y devociones polacas. Elegante, sereno, Finaldi, bajo la guía de ese gestor superlativo que es Miguel Zugaza, ha llevado al Museo del Prado hacia el siglo XXI. Esa renovación impactante y esa capacidad que en el equipo del museo español han lucido con músculo para sortear la crisis en mitad de descarnados recortes públicos es, quizá, lo que han buscado en la institución británica para adecuar la pinacoteca de Trafalgar Square a los tiempos presentes.
-En cierta manera, vuelve a casa con este nombramiento.
-Sí porque yo nací ahí, crecí ahí, me formé en el colegio y en la universidad y trabajé en la National Gallery una década como conservador en los años 90.
-¿Cuál es la identidad Finaldi, entre orígenes italianos e ingleses?
-Mi familia realmente es italopolaca, aunque yo me crié en un ambiente inglés. La casa era más bien italiana: se hablaba y se comía en italiano.
-Mejor...
-Mi madre no es italiana, pero domina el idioma, cualquiera la tomaría como tal. Ella es anglopolaca, pero la lengua, cuando la dominás, ya te da pasaporte de alguna manera, y otra forma de estar en el mundo.
-¿Imprime carácter un padre napolitano?
-¡Napoli, bella Napoli! Sí... Y por ahí han ido también parte de mis estudios. He trabajado preferentemente sobre el siglo XVII. En ese entorno, [el pintor y grabador] José de Ribera, un español en Nápoles, me ha dado muchas satisfacciones, de estudio, por una parte, y también por poder estar allí.
-¿Ha fomentado en usted una personalidad pareja haber desembocado en el Barroco a conciencia?
-Barroco sureño, además. Pero yo me veía dentro del ámbito renacentista. Tenía más interés en la pintura de Andrea Mantegna y de los florentinos. Luego, por una serie de circunstancias, pasé al Barroco napolitano y de ahí al italiano, en amplio espectro. A lo mejor, si tuviera que volver a empezar me centraría en los siglos XIV y XV.
-¿Por qué hacia atrás?
Me fascina más la precisión de esa época.El nivel de devoción que requiere el tipo de pintura que vemos en ese período -en dos sentidos lo digo, en el de la creencia en lo que se representa y el tiempo que se debe dedicar a la producción artística- me encanta. Ahora, en la exposición de Rogier van der Weyden es lo que más llama la atención: su extraordinaria precisión. No me refiero a lo matemático, sino a la atención y el cuidado que pone en sus obras.
-A la minuciosidad.
-Sí, en el detalle. Ahí es donde se encuentra la vida. En la presentación de los objetos, de las expresiones, en los dedos. Me parece una capacidad de observación extraordinaria, cuidadosa, que refleja una gran pasión por el ser humano.
-En aquellos tiempos, la autoría se trataba de forma más bien difusa. ¿Es en el Barroco donde aparece la obsesión por la firma?
-Los artistas siempre han sido vistos como personalidades especiales, tocados por la llama divina, con una habilidad de hacer de la nada cosas extraordinarias, sean arquitectos, pintores, escultores, músicos. La cuestión de su marca, su identificación, el hecho de que dejen rastro en documentos o biografías ya es una invención más bien del Renacimiento y se percibe el artista como una figura que, de alguna manera, posee unas dotes o virtudes proféticas casi.
-Previamente no pasaban de ser considerados artesanos, dentro de un oficio. ¿Cuándo se siente el hombre en ese aspecto especial, tocado?
-Es algo gradual, aunque existen artistas que ya firman en el siglo XII, por tanto, ahí vemos que esa conciencia de rol especial dentro de la sociedad viene de épocas remotas, pero cuando se va fraguando una literatura, la biografía artística, por ejemplo, es en el siglo XV.
-¿Y cuál será la firma de Finaldi en la National Gallery?
-Vuelvo a Londres con mucha ilusión. Con todo el bagaje que ha supuesto para mí estar en el Prado. Han sido unos años de mucha inventiva y dinamismo. De muchísima actividad en una institución con ganas de cumplir su vocación como gran museo metropolitano. Todo eso me llevaré a Londres. También mi pasión por el arte, por transmitir lo que significa.
-¿Y qué significa, a su entender?
-El encuentro con la belleza y la vida misma, con la historia, con la identidad. Llego allí también con interés por desarrollar la actividad académica. La National Gallery tiene gran vocación en ese campo, sobre todo, del estudio técnico de las obras. Es algo a impulsar más.
-Pasa usted a un museo un tanto más pequeño.
-Bastante más. Tiene 2500 obras en total, mientras que el Prado cuenta con más de 30.000. Aunque expuestas en salas, los dos exhiben la misma cantidad: unas 1500. Ahora, la National Gallery es exclusivamente pinacoteca. Así se quiso hacer desde que se funda en 1824 y así se ha mantenido hasta hoy.
-La labor de un director de museo hoy engloba diferentes cosas. Su paso por el Prado supuso un entrenamiento. ¿En qué orden de jerarquía coloca a la divulgación?
-En el Prado me he dedicado, fundamentalmente, a la colección. A su investigación y presentación ante el público. Ambas cosas están íntimamente vinculadas. Sin una base de investigación fuerte, la presentación ante el público se empobrece. Es el pilar sobre el que debés construir. El Prado es una institución nacional y debe servir a un espectro muy amplio. Desde los niños y las familias a los visitantes de fuera y a la comunidad científica.
-¿Qué hacer en el campo del conocimiento?
-Ahí entra la creatividad y tu capacidad de buscar formas para que florezca y llegue al público.
-También existe la competencia con otras instituciones. ¿Cómo está el ambiente en Londres en ese sentido? ¿Se da la competencia sana entre los museos?
-Bueno, no es que haya mal ambiente.
-¿Dónde? ¿En Londres o en Madrid?
-En ninguno de los dos sitios, realmente. Las distintas especialidades te van marcando las competencias. El Prado es un museo de arte histórico. Una institución cuyo carácter ha sido definido en gran parte por la Colección Real.
-Lo digo por el altercado que mantienen ustedes con Patrimonio, precisamente, con el Museo de las Colecciones Reales para el que quieren arrebatarles alguna joya de la corona como El jardín de las delicias, de El Bosco. Por pedir?
-Sí, bueno... Ese museo es un aporte importante a lo que ofrece la ciudad. Somos muy conscientes de que ambos representamos las dos patas de las Colecciones Reales. Parte queda en el Prado y parte en los otros sitios, por tanto es natural que tengamos una relación de hermanos... que, por otra parte, no siempre es perfecta.
-Preferible una relación de amistad, porque en las familias siempre cabe el tormento. Lo ha definido usted con elegancia. Muy italianamente.
-Hermanos amigos es lo ideal. Nos entendemos y nos entenderemos. No compartimos enteramente las posiciones. Las instituciones acaban teniendo su propio carácter a través de su historia. Las obras que reposan aquí imprimen ese carácter y resultaría poco comprensible deshacerlo.
-Usted llegó en 2002 al Prado, cuando se vivían conflictos, como las goteras, y se despide ahora con un "quítame de aquí estas obras". Siempre hay lío, ¿no?
-Los museos se convierten un poco en un microcosmos de la sociedad en que vivimos. Son lugares complejos, grandes. Aquí trabajan más de 400 personas. En la National, más de 500, como una mediana empresa. Además son públicas y atraen mucho la mirada de los medios. El Prado cuenta con 2,5 millones de visitantes al año; el museo londinense, con 6. Tienen éxito. Interesan. Se convierten en escenarios. Nuestro esfuerzo debe dirigirse a que sean espacios para el arte y para narrar historias vinculadas a ello, con aspectos poco conocidos. Presentar nuevas escuelas, hacer que se conviertan en lugares de colaboración con la ciudad e instituciones extranjeras. Contamos con una posición privilegiada. Y con muchas oportunidades para, digamos, hacer el bien. Para ser zonas de encuentro de las personas con lo más bello que se ha producido en la historia, sin ninguna barrera. Poder plantarte ante un cuadro de Velázquez, Goya o Rubens a centímetros y con todo el tiempo que necesites para contemplarlo, disfrutarlo, estudiarlo con atención.
-Entró en un museo del siglo XX y sale de uno del XXI. ¿Han roto su director, Miguel Zugaza, usted y su equipo demasiados tabúes para modernizarlo?
-Zugaza me pidió ni bien fue nombrado que viniera a colaborar con él. Lo hice encantado. Me parecía un reto importante modernizar el museo y me atraía mucho dedicarme a esta colección. Contando con muchísimas obras célebres, sigue dándonos sorpresas. Da de sí un montón. En muchos casos no tenemos catálogo publicado. La creación de un centro de estudio como es el Casón del Buen Retiro nos da cuenta de lo que será el futuro museo. Necesitaba crecer: en todos los sentidos. Físicamente, en personal, en presupuesto, en actividades. La ampliación ha representado una gran concentración de esfuerzo económico, colectivo, mediático. Y ha resuelto una serie de problemas que nos afectaban desde hacía décadas. Espacios adecuados para recibir al público, de almacenaje, de exposición, para la restauración, que es crucial en el museo.
-¿Toda esa actividad se sintetiza en lo expuesto?
-Las exposiciones aúnan todo ese esfuerzo. La restauración, la investigación, la búsqueda de esfuerzos económicos, los medios, las publicaciones... Todo confluye en una sinergia impresionante en el interior del museo, con una actividad muy intensa desde cada comienzo, nada ocasional, constante.
-Apunta usted que entre las ampliaciones estuvo la económica. Pero luego vino la tijera.
Eso ha llegado para todos los museos en Europa, aunque quizá más en España.Ahí se ha corroborado la capacidad de reacción del Prado. El museo ha sido exitoso al buscar colaboraciones con empresas y entidades. Hemos incrementado el precio de entrada, es natural. Aunque manteniendo un importante elemento de gratuidad para seguir abiertos a todas las capas sociales: quienes se lo puedan permitir y quienes no. Prácticamente la mitad de nuestros visitantes lo hacen gratuitamente.
-¿No pasará esto en la National Gallery? ¿O sí?
-Ahora mismo también se prevén recortes en la financiación pública.
-¿Al nivel del sufrido en el Prado, con más del 50% del aporte?
-No se espera tanto, aquí fue brutal en todo el ámbito cultural. Allí no llegará ni al 20%.
-Un país serio.
-Bueno, quizá en España estemos más acostumbrados a pasar de un extremo a otro. En Reino Unido, existen planteamientos más graduales, que las cosas se vayan haciendo a largo plazo.
-Con serias apuestas como políticas de Estado en el ámbito cultural. Aunque tampoco lo idealicemos.
-Existe una tendencia a idealizar, cierto, cuando aquí tampoco se hace tan mal. En Reino Unido, por ejemplo, las fuerzas políticas están por la labor de que los museos sigan siendo gratuitos. Es una larga tradición, un elemento identificatorio de la civilización británica. En ese sentido, se desea mantener. Pero ¿cómo vamos a seguir consiguiéndolo cuando los recortes crecen... Ahí está el reto para los grandes museos nacionales.
-¿Cómo recuerda usted la primera vez que entró en la National Gallery?
-Era niño y el cuadro en que más me fijé fue uno de Jean-August-Dominique Ingres. Un retrato de una señora francesa de la alta sociedad, Madame Moitessier. Me acuerdo de él porque mi madre me lo enseñó cuando ella estaba haciendo un trabajo sobre Charles de Foucauld, un hombre rico, de la alta burguesía, que en cierto momento sufre una crisis espiritual terrible y se va a vivir como un monje al norte de África, donde acabaría muriendo. Esta mujer había sido su tía y protectora de su herencia. Porque este hombre gastaba mucho en fiestas y demás. Es un retrato maravilloso y basado en un fresco de Herculano porque Ingres era un enamorado del arte antiguo. Este cuadro vendrá el próximo otoño al Prado para esta gran exposición en torno de él.
-Conserva una imagen nítida.
-Claro, debía tener ocho o nueve años. Mi madre se formaba como profesora. Mi padre también enseñaba francés, pero él tenía más interés en la música que en el arte. Es un gran amante de la lírica. Aunque en casa había libros sobre Botticelli, Miguel Ángel. En una casa italiana, naturalmente, se aprende que lo italiano es lo mejor.
-En la comida, el arte y la música, llevan ventaja. ¡Y en el fútbol!
-Bueno, podríamos debatir. Desde luego.
-¿Cómo es la infancia de un italiano en Londres?
-Curiosa, se vive una especie de dicotomía evidente. En el colegio, una forma de vivir británica, y en la casa, una isla donde se procedía de otra forma. Conocíamos muy bien esa diferencia. Yo, el mayor de ocho hermanos. Conscientes de ser otra cosa, pero también del deber de interactuar con el resto. Entre los jóvenes se viven tensiones, pero que dan lugar a elementos muy positivos.
-¿Costaba esa dualidad Norte-Sur?
-Sí, sí. Pero la sociedad londinense es muy variada. En mi colegio, los chicos procedían de Irlanda, Polonia, África, se hablaban diferentes idiomas. Allí te das un paseo y fácilmente suenan ocho o diez lenguas distintas. Una ciudad extraordinariamente cosmopolita. Lo viven, creo, como un valor a explotar. Es una capital mundial con un enorme polo de atracción para el turismo, la inmigración. Es muy excitante volver en este momento.
-¿Para abrir una pinacoteca de excelencia a los artistas, como si fuera la casa de un pintor?
-El diálogo debe ser permanente. Recuerdo que cuando estaba allí, pasó una temporada dentro un artista como Peter Blake, excitado por poder crear e interactuar con todas esas obras maestras del pasado. Los artistas consideran los museos, tiene razón, un poco sus casas. La relación debe ser viva y debemos encontrar las fórmulas adecuadas para que se dé. Siempre existirá además un elemento un tanto explosivo, a los museos de colecciones históricas nos quieren cerrar la puerta un poco y el artista contemporáneo desea romper esos lazos precedentes.
-¿Qué cuadro extrañará cuando ya no ande por el Prado?
-Diría que Las hilanderas, de Velázquez. Un cuadro de una intención y un virtuosismo pictórico sin igual. Pero también El tránsito de la Virgen, de Mantegna, un artista que yo he amado desde muy joven. Un creador de una inteligencia absolutamente preclara.
Bio
Profesión: director artístico
Edad: 50 años
Fue nombrado recientemente director de la National Gallery de Londres, cargo al que accede tras su labor como director adjunto en el Prado madrileño. En los años 90 formó ya parte del equipo de la pinacoteca británica como experto en arte italiano. Formado en el Dulwich College y el Courtauld Institute of Art, se especializó en pintura barroca. El mayor en una familia de ocho hermanos, su gusto por los clanes numerosos no ha decaído: es padre de seis hijos, con su mujer, Inés Guerrero Parra.
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