Gabo y la parábola de su mirada
El universo íntimo del escritor es retratado en este artículo por alguien que lo entrevistó en diferentes momentos de su vida, y que continuó frecuentándolo cuando la memoria del autor de Cien años de soledad comenzaba a languidecer
El 22 de febrero se nos anunció que regresaríamos a Colombia. Teníamos ocho meses de estar en Mobile, Alabama, Estados Unidos, donde el A.R.C. "Caldas" fue sometido a reparaciones electrónicas y de sus armamentos. Mientras reparaban el buque, los miembros de la tripulación recibíamos una instrucción especial. En los días de franquicia hacíamos lo que hacen todos los marineros en tierra: íbamos al cine con la novia y nos reuníamos después en "Joe Palooka", una taberna del puerto, donde tomábamos whisky y armábamos tina bronca de vez en cuando."
MADRID.- La mirada de Gabo se fue haciendo más suave, más cercana a las cosas de la tierra, a la piel de las personas, como si estuviera volviendo obsesivamente a las brumas de polvo de Aracataca. Fue en torno a sus ochenta años, cuando Colombia y el mundo lo festejaron como héroe de la ficción y de la literatura, y la gente se paraba a felicitarlo por las calles y en los bares, en las aceras y en los grandes festivales políticos, cuando podía pensarse que empezó esa mirada a ser la de un hombre que volvía al escenario de su memoria, habiendo empezado a perderla.
De hecho, en esa ocasión, el 6 de marzo de 2007, cuando llegó a esa edad que marcó el inicio de su declive físico , estaba en un local público de Cartagena de Indias, donde tenía su casa, a unos centenares de kilómetros de Aracataca, donde nació, recibiendo el homenaje que merecían sus ocho décadas. Hablaban académicos y otros escritores, y de pronto la sala abarrotada se puso en pie, y él mismo se alzó sobre sus botines negros, a aplaudir al que había roto la armonía de los discursos, el ex presidente Bill Clinton, que acababa de entrar en el lugar del agasajo. Esta vez se paraba el tiempo por un político de alto copete, pero en la vida común, mientras vivió Gabo, allá donde iba el autor de Cien años de soledad, la gente se paraba a aplaudirlo no sólo como si fuera el hijo del telegrafista, sino como si fuera verdaderamente Dios.
Como Dios, Gabriel García Márquez creó un mundo que ya lleva su nombre, o más bien su diminutivo, el mundo de Gabo. El libro que inauguró los innumerables libros que mereció ese mundo alude, precisamente, a ese carácter de Dios que adornó el espíritu de su creación literaria más conocida, el universo de Macondo, que inventó para situar ahí a sus personajes y para dar corporeidad a sus historias. Ese libro fue Historia de un deicidio, de Mario Vargas Llosa, que fue su gran amigo antes y durante su fructífera estancia en Barcelona, y que después se distanció por cosas que ellos quedaron en que contarían los dos o sus biógrafos. Lo cierto es que, desde el título, esa obra de Vargas Llosa, que ahora está en las obras completas del Nobel peruano, alude al hecho cierto de que sólo alguien que osara competir con Dios era capaz de escribir una obra tan perfecta como Cien años de soledad.
En Cien años de soledad, García Márquez escribe que el mundo que iba inventando necesitaba, como la propia creación, que los objetos, los sitios y los hechos fueran descritos con palabras precisas que antes no existían. Como quien señala la Creación propiamente dicha. En realidad, lo que Gabo hizo en ese libro, y de otras maneras en los restantes, fue señalar lo que vio desde chico , fabricando a partir de ahí un universo extraordinario que, en la literatura del siglo XX, no se parece a ningún otro.
Él nació, hijo del telegrafista de Aracataca, en una casa que se parece a las casas de Cien años de soledad. En el patio a la derecha de esa casa, cerca de donde estuvo su cuna, están los grandes árboles frondosos que aparecen en esa novela extraordinaria; al salir de la casa, están las lluvias de mariposas, los amigos estrambóticos que fueron personajes de éste y de otros libros. Más allá está la fábrica del hielo, y ahí están las rutas que él hizo de niño para aprenderse de memoria los contornos de las grandes piedras que son escenario también de la más famosa de sus novelas.
Él luego le puso orden a todo eso, orden literario, es decir, fábula y desorden. Escribió el libro en medio de la pobreza que había aniquilado sus inútiles ahorros de periodista de malvivir, en tiempos de enorme penuria, que se parecían a la sombra en la que vivió, hasta decir "¡Mierda!", el paciente personaje que protagoniza El coronel no tiene quien le escriba. Era periodista, se fue de Barranquilla a Bogotá, se hizo uno de los mejores cronistas del mundo sin moverse de esos sitios, y un día hizo un reportaje (Relato de un náufrago) que estudian los chicos en Colombia como un ejemplo de perfección literaria, y que salió en libro porque un día aquel bigotudo al que llamaban Gabito coincidió en Barcelona con una editora avispada, Beatriz de Moura.
En un bar, tomando gin tonics, el que luego sería archifamoso autor le contó a la joven editora que ahora no tenía mucho de dónde sacar, pero que era autor de libros y que había escrito, en su última temporada en El Espectador, un reportaje que se trataba de un náufrago, así como las circunstancias que ocurrieron luego, cuando ese naufragio al que nadie hizo caso levantó un descomunal escándalo político en su país. Tan grande que haberlo mostrado en sus preguntas y en su crudeza le enseñó a él la puerta del exilio, poco menos. Entonces Beatriz de Moura le pidió las hojas; esa crónica hecha libro precedió, en Barcelona y en el mundo, a la explosión de Cien años de soledad.
Esa gran novela, que resume el mundo de García Márquez como creador de novelas (Relato de un náufrago es su emblema como periodista), le dio el Nobel en 1982. La obra debió su impulso, editorial y humano, a Mercedes Barcha, su mujer, que lo alentó en la pobreza y luego, en la mundanidad, lo convirtió en un novelista solitario, confiando en él como en un misterio por resolver. Porque Mercedes no sólo lo ayudó con su aliento y sus milagros a escribir en la penumbra de la vida Cien años de soledad, sino que luego le administró la luz, e incluso la memoria, y hasta el final (cuando seguía la luz, pero se apagaba la memoria) ha sido el sustento cotidiano de Gabo, poniendo realidad donde él veía fantasía.
También hubo siempre al lado del escritor una mujer que, antes de que los otros se fijaran en él, ya había comprendido lo que García Márquez sería. Esa mujer "bañada en lágrimas", como le puso él mismo en una dedicatoria, fue Carmen Balcells, que generó energías cuando él no las tenía y puso orden en sus ambiciones cuando Gabo creía que todo se estaba hundiendo a su alrededor menos Mercedes.
El Nobel de Literatura le abrió a Gabo otra vez el apetito del periodismo; quiso crear un periódico (que debía titularse El Otro), colaboró en la recreación latinoamericana de la revista Cambio y, sobre todo, escribió una narración periodística memorable, Historia de un secuestro, basada en hechos reales, que leyó por primera vez ante alumnos de la Escuela de Periodismo de El País cuando él ya era un hombre afectado por las primeras heridas de la enfermedad más importante de las que ha tenido: el cáncer. Entonces Gabo viajaba en coches o estaba en reuniones, y uno notaba que este hombre, cuya melancolía se escondía detrás de bromas y silencios, luchaba contra la irreprimible necesidad de dormitar. Sería a mediados de los años 90 del siglo XX cuando aquel escritor chispeante, conversador insaciable, necesitado de historias para sus artículos (sus memorables columnas, sus crónicas, su periodismo a veces fantasioso, trasunto de sus novelas), empezó a notar los latigazos de la peor enfermedad, y luego, cuando ya parecía que ésta se iba domando, apareció la fiera de la desmemoria.
Después de haber escrito y publicado Vivir para contarla la desmemoria (hubo quienes hablaron de Alzheimer; otros, de demencia senil, qué importa qué fue: eso fue, desmemoria) empezó a hacer su aparición con sus lagunas, que él rellenó con la inteligencia propia de un fabulador atento. Muchos han vivido momentos así con él, y este cronista sólo va a relatar dos que vivió de cerca. Cuando murió su gran amigo Tomás Eloy Martínez y a su alrededor, en su casa de Cartagena de Indias, todos hablaban del gran escritor argentino, Gabo fue atando cabos hasta que percibió que aquel que había fallecido debía ser no sólo grande, sino cercano, y cuando ya sintió que debía decirlo, exclamó:
-¡Era el mejor de todos nosotros!
Del mismo modo que en los tiempos en que estuvo alerta improvisaba dedicatorias o juicios que valían tanto para un roto como para un descosido ("Éste es el libro que yo hubiera querido escribir", para la faja de un libro ajeno cuyo autor quisiera tener su aval, por ejemplo), ya padeciendo esa desmemoria inventaba también reacciones que valían para una cosa u otra y que siempre quedaban como elementos pertinentes de la conversación que fuera del caso. En una comparecencia pública en la Feria del Libro de Guadalajara, después de una conferencia de Alma Guillermoprieto, recibió a su biógrafo inglés, Gerald Martin, autor que, mientras se documentaba para su excelente obra, compartió con Gabo y con su familia la vida cotidiana. En aquella oportunidad, García Márquez abrazó a Martin efusivamente e intercambió con él algunas palabras. Ese episodio se podía interpretar como la evidencia de que el paso del tiempo había hecho a García Márquez menos circunspecto en público, más cordial y más suave. Poco a poco, se fue sabiendo que en realidad ya conocía menos de lo que parecía, y los abrazos eran su manera de no equivocarse nunca ni dejar nunca fuera de sus afectos a aquellos que se lo merecían.
Esos años de oscuridad no fueron años de soledad; en ese período de tiempo su mujer, Mercedes, lo hizo sentir entre todos; lo llevó a fiestas y a saraos, él siguió oyendo músicas y siguiéndolas, y de vez en cuando bajaba a saludar a la gente, a los que cuidaban la calle (en Cartagena) o a los que le hacían fiestas, por ejemplo, en los cumpleaños.
Aquel aniversario
El declive de su memoria comenzó cuando tuvo 80 años, más o menos, y se hizo más notorio cada vez que aparecía en público, en ocasión de alguna fiesta o de los homenajes que querían rendirle. Cuando García Márquez cumplió 85 años, la gente quiso verlo, saber dónde estaba, conocer qué hacía, en qué pensaba, qué estaba ocurriendo a su alrededor, como si quisieran explicarse por qué Gabo ya no escribía.
Tengo en la memoria la imagen de ese cumpleaños número 85, en México. Lo rodean chiquillos y mayores, lleva su flor amarilla en el ojal. Todos lo festejan, él ríe. Imagino que al cabo del día Mercedes, su mujer, que lo cuidó desde siempre, le dijo que saliera a la calle, con uno de sus hijos, con algún sobrino, con parientes jóvenes, que son los que aparecen con él en la fotografía que circuló por todo el mundo: Gabo casi en volandas, sonriendo, saliendo a pasear rumbo a un almuerzo, con algunas de las personas que le son más cercanas.
Me detuve en esa fotografía, como si en esa mirada afectada ya por las brumas de la edad hubiera un precipitado de las miradas que a lo largo de las décadas han ido apareciendo en sus ojos grandes, a veces grandes por el hambre y a veces agrandados por la curiosidad y el hambre.
En ese retrato con otros, Gabo tiene la mirada del que ve y la del que se siente visto y quiere escapar. Es decir, ahí está la mirada del desafío del tímido y la mirada del que regresa de una enorme batalla y pugna por hacer creer que está aún dispuesto para otro combate.
Máquina de reír
Lo vi por primera vez en Barcelona, en 1970; ya él disfrutaba entonces de los vapores de una fama que se le subió literalmente a la cabeza (ahí, sobre su cabeza, lo retrató Colita tocado con la primera edición de su libro señero) y que había dejado sus pies descalzos (en esa foto, en efecto, no lleva zapatos).
Aquel tímido de Aracataca que se hizo periodista para poder contar historias había recibido en su rostro enflaquecido por la necesidad el impacto de una notoriedad para la que no lo había preparado nadie, y se defendía de periodistas y de visitantes con gran cantidad de artilugios, algunos de los cuales son públicos, es decir, muy conocidos, y otros son misteriosos, no se los ha contado nunca a nadie.
A mí me recibió, y supongo que a miles, poniéndose a salvo de la seriedad del principio de todas las conversaciones, haciendo sonar un artilugio, cuando crucé el umbral de la puerta de su casa en la calle Caponata de Barcelona. El artilugio era una máquina de reír, con la cual él rompía el hielo aquella tarde fresquísima del invierno de la ciudad.
Era su manera de calentar el ánimo, y de explicar al visitante que, aunque él no riera mucho, por su legendaria timidez, reía por él la maquinita. La casa era fresca, como el clima, sus muebles eran funcionales, cálidos, muy agradables, y creo que nos sentamos en el suelo, pues Gabo tenía una gran inclinación por echarse, como Onetti, simulando la vagancia que no heredó.
Estuvimos hablando en esa posición, como si fuéramos monjes budistas, en medio de un rumor musical muy agradable, que procedía de un tocadiscos de los de antes, sobre el cual giraba una sinfonía de Bach, que era la música que escuchaba entonces incesantemente, "para tomar", decía, "el ritmo adecuado de los relatos".
Si se lee ahora El coronel no tiene quien le escriba, por ejemplo, se entiende que esa obra la hizo en silencio, en un silencio perfecto, casi en un desierto, o por lo menos con el alma en un desierto, pero si se lee Cien años de soledad, que es lo que en aquel momento había escrito y publicado en medio de una atronadora ovación de público y crítica, es cierto que suena Bach, como si hubiera escrito con el alimento de la música; ese libro fastuoso proviene de un estado de alucinación que sólo puede ser alimentado por la música o por la locura.
Cuando nos levantamos de ese asiento raro en el que estuvimos hablando de música y literatura, y de los amigos que me habían acercado hasta su casa, preclaros lectores suyos, García Márquez ya sabía más de esta humilde persona (y de sus amigos) que yo mismo acerca de él.
En ese encuentro pude descubrir esa faceta suya: como Peter Handke dice que somos los seres humanos, Gabo consistía de preguntas. Conversaba preguntando, inquiriendo en pocas palabras sobre historias grandes que él pespunteaba con más preguntas, o con esa simple admonición tan caribeña: "Ven acá?". Como si fuera la cortina de humo con la que tapiaba la curiosidad hacia él, Gabo preguntaba, preguntaba y preguntaba, y cuando uno le preguntaba a él, miraba hacia los lados como si estuviera esquivando una provocación o como si estuviera sordo. En los últimos tiempos, recuperándose y recayendo en enfermedades que le tuvieron el ánimo sobresaltado, había reaparecido esa estratagema: cuando no le interesaba algo de la conversación circundante, hacía un rodeo, preguntaba algo que no tenía que ver con la materia y, finalmente, se escurría hacia un rincón en busca de un vaso de agua o en busca, simplemente, de la desaparición súbita. Era el hombre que quería ser otro, a la vez; quizá un personaje suyo, pero de los que volaban.
Nacido para escribir
Pero volvamos a aquel momento y a aquellos ensayos contra la timidez que García Márquez montó a su alrededor para convertir su manía de desaparecer en una cuestión estética también. Su admirado Melville tiene un relato, Bartleby, el escribiente, que se puede asociar a su carácter: Gabo nació para escribir, para contar, y no exactamente para escribir periodismo, aunque quizá sea el mejor periodista en lengua castellana del siglo XX. Sus mejores piezas periodísticas nacen de su curiosidad innata, que quizá perfeccionó escuchando los cuentos del abuelo y de la madre en aquella casa de Aracataca que ahora es una ruina. Ahí aprendió Gabo algo que es consustancial con su literatura, y también con su literatura periodística: no hay ficción, todo es verdad, siempre que uno lo sepa contar como si fuera verdad. Allí reside el éxito narrativo de Cien años de soledad, de ahí viene la veracidad que ofrece la lectura de El amor en los tiempos del cólera, y de ahí viene, sobre todo, la sobrecogedora veracidad de su mejor relato, a mi juicio: El coronel no tiene quien le escriba.
Esos textos son herederos de lo que oyó primero en casa y luego en las tabernas, en los barcos viejos de Santa Marta o en los Carnavales de Cartagena de Indias y otras localidades húmedas del profundo Caribe. Son textos que hace en el silencio profundo (con las intromisiones de Bach, si acaso), pero se ve que los escribe escuchando tan sólo el rumor de la historia que le han ido diciendo al oído. Ese Gabo no necesita interlocutores; es como el Gabo de las décadas recientes: un hombre ya grande (como dicen en México), jugando con una miga de pan en una mesa llena de adultos a los que él no mira porque anda concentrado en los andares de una mariposa que tampoco ve. Es un niño, un niño grande, incluso un niño de 85 años.
Gabo aprendió el silencio total en la cuna y en el jardín de los grandes árboles, cerca de donde el abuelo (en efecto) lo llevaba a ver la fábrica de hielo, junto al charco (es un charco) donde siguen estando las grandes piedras prehistóricas?, pero Gabo deja de ser tímido y supera la adicción al silencio total cuando escucha con un propósito, cuando sabe que el material que le proporcionan va a convertirse en un texto que llevará su firma y, por tanto, la impronta de su música, de Bach o de Britten.
Así hizo Relato de un náufrago; era todavía un joven periodista, alguien vino a la redacción y quiso contar; él fue quien recogió el cuento. En aquella redacción, era el único capaz de sentarse (quizás en el suelo) a escuchar lo que tuviera que decir aquel hombre que estuvo viendo los trozos del otro lado del espejo. La capacidad que tuvo para escuchar revela lo buen periodista que era, pero, sobre todo, revela, y eso sólo lo podría corroborar él, que en el cenit de su carrera, cuando unos y otros lo persiguen para que escriba su nombre en la mano de los pedigüeños de autógrafos, a él también le daba la impresión de que era un náufrago al que habían engañado con el éxito?
Epicentro de una explosión
En aquellos tiempos de Barcelona, su timidez creció hacia los de su propia especie. Era el epicentro de una explosión (editorial, mediática), lo querían de todas partes, pero él quería escapar. ¿Escapar de veras o simular que escapaba para que así lo buscaran más? Se vestía con un mono de mecánico, y así recibió a su amigo Juan Carlos Onetti, aunque cuando Pablo Neruda pasó por Barcelona (clandestinamente: el franquismo era para él intolerable, y era 1971), Gabo salió de casa para llevarlo a las Atarazanas, y entonces se vistió de oficinista, de periodista o de poeta; lo cierto es que salió a la calle con su chaqueta de pata de gallo y anduvo por ahí con don Pablo, explicándole las virtudes de vivir en la ciudad donde pasó algunos de los años mayores de su vida.
Quería huir de los de su especie porque le empezó a pasar algo que ya había sucedido con Picasso: una servilleta manchada por un lápiz casual se convertía en un objeto de colección. Faltaba tiempo aún para el Nobel, que armó un enorme estruendo desde Estocolmo hasta las antípodas, pero la fama de Gabo era la fama de Cien años de soledad, sobre todo, y todos lo querían entrevistar. Entonces inventó algunas estratagemas para no dejarse tocar (en exceso) por la prensa. En primer lugar, creó un cerco que los periodistas, en general, no supimos romper: decía que odiaba las grabadoras, que no quería ser grabado por nada del mundo. Cuando ya aceptaban los periodistas que no se utilizaran los artilugios que lo intimidaban, aseguró que quien lo tergiversara se las iba a ver con él, o con los más afilados de los suyos. De esa manera, ahuyentó moscones e incluso se echó a un lado de aquellos que de veras hubieran sido interlocutores válidos ante un entrevistado tan exigente.
Lo cierto es que la vida lo fue haciendo así, esquivo, subido al caballo de su timidez, simulando, me parece, desdén por los periodistas, porque en el fondo siguió siendo un periodista. Cuando ganó el Nobel y ya nadie podía frenar ni su fama ni su intención de desprenderse de ella (aunque llenó Estocolmo de amigos, de parrandas y de rosas amarillas), recorrió algunas capitales, incluida Madrid, buscando ayuda para fundar un periódico en el que iba a invertir gran parte de los ahorros suculentos que le había proporcionado su estruendosa carrera de muchos éxitos. En Madrid lo vi entonces, sentado ante quien era en ese momento presidente de El País, José Ortega Spottorno, preguntando y preguntando cómo se hizo ese periódico, para hacer él uno en su patria, Colombia, o quizás en México, en América en todo caso?
Penúltima mirada
En aquel tiempo, a principios de los noventa, la mirada de Gabo ya tenía algo de esta última mirada, la que lo acompañaba el mediodía en que sus parientes lo llevaban a festejar los 85 años. Como si lo abrumaran el público y las preguntas ajenas y quisiera encerrarse de pronto en una taberna donde únicamente lo conociera el tabernero. También estaba allí con su chaqueta de pata de gallo, y me fijé en que sus pies, que en Barcelona había visto descalzos, estaban calzados con unos hermosos botines de media caña, de tacón más bien mediano, culminados en unos calcetines oscuros que dejaban ver una piel finísima, blanca, como la piel de sus manos. Éstas ya mostraban, me pareció, las manchas de la edad, que fueron luego prosperando.
Una década más tarde, lo llevó Isabel Polanco, entonces consejera delegada de Santillana, mi jefa en Alfaguara, a una reunión con escritores, en la que estaban Manuel Vicent y muchos otros. Él se lo pasó jugando con una pelota que iba haciendo con pan; algún tiempo después me tocó llevarlo en un coche a las afueras de Madrid, a leerles a los chicos de la Escuela de Periodismo un texto delicado, porque era real, sobre algunos sucesos que constituyen Noticia de un secuestro, su último gran reportaje. Los medicamentos que Gabo tomaba para combatir el cáncer le producían somnolencia, pero él nunca dejó de cumplir un compromiso, así que ahí estaba, despierto ante los alumnos, dedicándose a ellos más que a los que venían a rendirle parabienes en nombre del culto a la fama.
Pero ya Gabo, aquel tímido que miraba con los ojos como si estuvieran pendientes de algo hondo que aún no era capaz de nombrar, y que ya no nombrará, estaba más pendiente de lo de adentro que de lo de afuera; escribía, seguía publicando, pero estaba diciendo adiós, me parece, a la vida pública, a los seminarios y a los protocolos, y buscaba rincones cálidos adonde escaparse a callar. En Barcelona, uno de esos días en que la bruma de la medicación lo abstrajo de una comida, y se dedicó a fabricar más bolitas de pan, me acerqué a él, cuando estaba junto a una ventana que acentuaba, con su luz, el perfil pálido de su rostro y de sus manos, y le dije que no me quería morir sin hacerle algún día otra entrevista. Él, que era más rápido que el rayo, me dijo:
-Pues no te mueras.
Gabo no quería hablar, no quería decir; decían sus libros, y seguirían diciendo, acaso, pero él era el silencioso coronel, y a él no le escribía nadie, no esperaba carta, esperaba el silencio. Cuando cumplió aquellos 80 años, en Cartagena de Indias le hicieron tanto homenaje que él parecía un niño caribeño sentado en un sillón de mimbre rodeado de alimentos y guirnaldas. Pero él no quería estar allí; su rostro estaba presente, pero su mirada era como ésta de cinco años más tarde, esperando una carta que no llega.
Hubo un encuentro más reciente, en 2010, otra vez en Cartagena de Indias. Habíamos estado en su casa con Juan Luis Cebrián algún tiempo antes, en aquel cumpleaños. Entonces Gabo nos llevó por toda la casa que le hizo Salmona frente al bullicioso Caribe blanco; en el despacho, en el piso alto, estaba su escritorio, una mesa grande quizá de caoba, limpia, impoluta, perfecta; sólo estaba, sobre la mesa, un ejemplar sin usar del periódico El País. Gabo habló, preguntó. La actualidad era aún su obsesión suprema de periodista que no se ha resignado a perder la curiosidad que alimenta el oficio. Pero yo me fui de allí pensando en la superficie de aquella mesa vacía. Y después, en 2010, ya fuimos solos a verlo; estaba Mercedes, preocupada y triste porque en aquel momento acababa de producirse una noticia que era mucho más que una noticia, era un desastre: había muerto nuestro amigo común, Tomás Eloy. Fue entonces cuando esperó a sentirse seguro y dijo aquello al oído de uno de los presentes:
-Era un cuate, el mejor de todos nosotros.
Luego nos acompañó a la calle, bromeó con los guardianes, nos pidió que no nos fuéramos. En sus ojos estaba ya, en aquel último atardecer en que lo vi, la mirada que ahora he querido distinguir en esa fotografía de sus últimos cumpleaños, de aquel en que llegó a los 85 y de los que vinieron luego, hasta el más reciente.
Adiós
En noviembre de 1991 me recibió en la agencia Balcells, su lugar de recalada en Barcelona. Él tenía 63 años y toda la fama del mundo. Lo entrevisté para El País en el ambiente relajado de esa casa, rodeado de sus libros. Me dijo, antes de empezar a anotar lo que dijera, algo que es la resonancia más pura del mundo del que vienen sus historias: "Ahora entiendo por qué los abuelos contaban cuentos".
Le propuse, entre los temas que salen siempre en conversaciones con gente de su edad, sus relaciones y su experiencia, el asunto de Cuba: "Pero, hombre", me dijo, "creí que por fin me iba a hacer una entrevista original en la que no se hablara de Cuba". Dicho esto, lo primero que le pregunté fue por el estado del oficio, al que él dedicaría esfuerzos como profesional y luego (en la escuela que lleva su nombre, en Cartagena, como maestro). Me dijo: "Se ha producido una distorsión del oficio en todo el mundo. La intensidad de lo que pasa ha hecho que lo que ocurre prime en una carrera contra el tiempo. Ya no tenemos lugar para ver la noticia en perspectiva, en todos sus significados, a no ser que lo que pase sea contundente. Lo importante es dar primero la noticia. Si es falsa o no, poco significa: lo importante es darla primero. Hay un cambio casi orgánico del oficio de periodista que vamos a tratar de parar un poco. Vamos a tratar de recuperar ese concepto de aquellos viejos tiempos del periodismo en que se contaba cómo era la gente".
Y en aquel momento en que su literatura confluía cada vez más en la necesidad de la memoria como arte y como instrumento, le pedí que juntara esa facultad con ambos oficios, el de escritor y el de periodista. Me dijo entonces: "A partir de cierta edad, cualquier cosa que uno escribe ya forma parte de sus memorias. Los cuentos que estoy escribiendo ahora son una mezcolanza de realidad y de ficción, de memoria y de invención, que yo mismo ya no sé dónde termina una cosa y dónde empieza la otra. Y de veras hay momentos en que no sé si me sucedió o me lo inventé hace tanto tiempo que ya creo que me sucedió".
Era un melancólico optimista. Él creía que el futuro sería mejor. "Yo soy un optimista empedernido con respecto a todo", me dijo al final de aquella conversación. "Quizás el frentazo que me voy a dar será tremendo, quizá, pero yo creo de veras que vamos a salir adelante los latinoamericanos. Todos. Es que el ser humano no puede ser tan imbécil como lo fue en el siglo XX."
Muchos años después, cuando se cumplieron veinte años de esa conversación, él seguía preguntando. "Ven acá?" Adusto, sentado en medio de gente que lo identificaba con un dios que contaba, y había contado algunas de las mejores historias del siglo XX en lengua castellana, respondía las preguntas ajenas con una sonrisa que desprendía a la vez calor e ingenuidad; acaso estaba regresando a las brumas de un pasado en el que se escuchaban sus cuentos mezclados con los cuentos de su abuelo en la atmósfera polvorienta y fantástica de Aracataca. Como hubo muchos Picassos o muchos Borges, hubo en el siglo XX muchos Gabos. Uno solo acaba de irse. Todos los demás están en sus libros, contando torrencialmente lo que empezó a escuchar siendo un niño en Aracataca.
Alguien me dijo cuando se conoció su agravamiento. "Hubiera querido que me sobreviviera." Decir adiós a Gabo es tan difícil como despedir al mundo o ponerle nombre.