Funciones ocultas: qué pueden hacer por nosotros los microbios que pueblan nuestro cuerpo
El microbioma es una barrera protectora contra patógenos externos, modula el sistema inmune y ayuda a metabolizar alimentos, pero eso no es todo
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MADRID.– No estamos solos. Nunca del todo. Aunque no se dejen ver a simple vista y tampoco hagan ruido, uno siempre va acompañado de miles y miles de bacterias, virus, hongos y levaduras, arqueas y protozoos. Un inmenso mundo viviente de microbios puebla, en razonable armonía, la piel, la vagina, la boca, los pulmones y, especialmente, el intestino, para ayudar al ser humano en funciones tan elementales como protegerse frente a patógenos externos o metabolizar algunos alimentos. Es el microbioma humano, un complejo ecosistema de microbios que funciona como un órgano más dentro del cuerpo. Algunas de sus tareas esenciales ya se conocen, pero la comunidad científica trata aún de descifrar en profundidad su papel crítico en la salud y en la enfermedad: hay cambios en este micromundo relacionados con dolencias infecciosas, enfermedades autoinmunes e, incluso, la respuesta a fármacos oncológicos.
Un individuo es, en palabras del microbiólogo Ignacio López-Goñi, “mitad humano, mitad bacteria”. Es un poco de ambos porque en el cuerpo hay tantas células humanas como microbios de este tipo. “Nosotros tenemos unos 23.000 genes humanos, pero el conjunto de nuestros microbios puede albergar unos tres millones de genes. Algunos ya consideran a este microbioma como nuestro segundo genoma. Somos superorganismos en el que el 1% de nuestro genoma lo heredamos de nuestros padres y el 99%, de nuestros microbios”, sintetiza en su libro Microbiota: los microbios de tu organismo (Almuzara, 2018).
De todos esos minúsculos microorganismos que campan a sus anchas por el cuerpo, las bacterias son el gremio más común de lo que se ha dado en llamar microbiota o microbioma; algunos expertos usan ambos términos como sinónimos, aunque tienen un matiz diferencial: el primero se refiere a la comunidad de microbios y, el segundo, a sus genes. “Se estima que en nuestro cuerpo sano habitan más de 10.000 especies bacterianas diferentes, de las que menos del 1% pueden ser potenciales patógenos”, refiere López-Goñi en su libro. La mayor diversidad bacteriana se encuentra en la boca y en el tracto intestinal.
La comunidad científica se ha conjurado para desentrañar qué hace y cómo se organiza esa amalgama de microbios que cohabita en los humanos. Y aunque algo averiguó, aún falta mucho por saber, adelanta Jordi Guardiola, jefe del Servicio de Aparato Digestivo del Hospital de Bellvitge de Barcelona y uno de los máximos responsables de la Unidad para el Estudio del Microbioma de su centro: “Lo principal que sabemos es que sabemos muy poco: el microbioma es extremadamente complejo”. Para José Manuel Fernández-Real, científico del Instituto de Investigación Biomédica de Girona Josep Trueta, la microbiota es como la caja negra de un avión, “un registro continuo de la actividad diaria”, desde la comida al nivel de estrés o el estado de ánimo. “Es un volumen de información brutal que tenemos que ir desentrañando”, admite el experto, que también es científico del Centro de Investigación Biomédica en Red de Obesidad y Nutrición.
Cada microbioma es único. No hay dos iguales. Y cambian constantemente con la edad, los hábitos, la alimentación o el consumo de medicamentos. Hay unas 150 especies bacterianas dominantes, apunta Francisco Guarner, digestólogo y miembro del comité científico del Consorcio Internacional del Microbioma Humano. “En un estudio se demostró que solo había 18 especies que estaban en todos los participantes, pero en unos estaba al nivel de 1 y, en otros, al nivel de 10.000. No pudimos definir el núcleo esencial de las bacterias. No eran mezclas al azar, sino ecosistemas vivientes. Y va cambiando mucho: no es estático, pero es estable, siempre hay un equilibrio, un balance entre bacterias”.
La microbiota intestinal, por ser la más grande, variada y con más funciones orgánicas clave, es el área más estudiada. Su papel, apunta Guarner, es capital: “Tenemos un órgano, que es el colon, preparado para recibir bacterias y queremos que estén ahí para que nos ayuden a digerir alimentos. En el colon hay una bolsa, el ciego, donde se deposita lo que no pudimos absorber con el páncreas. Las células vegetales, por ejemplo, las digieren las bacterias en el ciego”.
Estimular el sistema inmune
La microbiota intestinal es, además, “un gran filtro del medio exterior”, tercia Fernández-Real: “Es un marcador de la dieta que hacemos, un transformador de muchas sustancias –como un hígado antes del hígado–, y es también una especie de sistema inmune que nos protege de elementos extraños”. De hecho, añade Guardiola, otra de sus funciones es estimular el sistema inmune: “Los microbios se relacionan entre ellos y con nosotros. Hay una conversación constante. En los primeros años de vida, es esencial tener un microbioma para desarrollar con normalidad el sistema inmune”.
En el microbioma influyen la dieta, los medicamentos, fumar, el ejercicio físico, las enfermedades. El uso de antibióticos en la primera infancia, por ejemplo, puede ser un factor de riesgo que altere ese equilibrio microbiano. “El precio que tenemos que pagar para no morirnos de infecciones es que pueden aparecer enfermedades inmunomediadas. La mayoría de variantes genéticas detectadas como factores de riesgo de estas dolencias son genes que codifican aspectos relacionados con la microbiota”, sostiene Guardiola. Nacer por cesárea, sin impregnarse del microbioma vaginal de la madre, eleva el riesgo de asma o alergias y también la lactancia materna influye en la composición de la microbiota del niño y es clave para la creación de su sistema inmune. Los expertos apuntan a que los trastornos en el desarrollo de la microbiota durante la maduración del sistema inmunitario podrían deteriorar la tolerancia inmunológica y llevar a enfermedades autoinmunes.
La comunidad científica puso el foco en averiguar con exactitud cuál es el papel del microbioma cuando alguien está sano o enfermo. ¿Una alteración del microbioma puede provocar enfermedades o son las enfermedades las que modulan el ecosistema microbiano? Probablemente, ambas cosas. Los investigadores de medio mundo están empezando a delimitar cómo median estos microorganismos en diversas patologías, pero no es tarea fácil acotar su influencia. “Seguramente, la microbiota es un factor más con el que no contábamos, pero no necesariamente el factor decisivo”, zanja Guarner.
Lo que saben seguro, explica este digestólogo, es que, en mayor o menor medida, esos microbios influyen “en cáncer de colon y mama, depresión, alergias, obesidad, diabetes tipo 2 y colitis ulcerosa”. “El factor común que sale en casi todas las enfermedades es la pérdida de diversidad y esto posiblemente esté relacionado también con dietas ricas en proteínas y grasas y pocos vegetales. La microbiota que teníamos en el colon para digerir esos vegetales se pierde y va desapareciendo”, sopesa Guarner.
En modelos en ratones, hay estudios que apuntan también a que la microbiota intestinal puede influir en la neurofisiología, en la conducta e, incluso, en el proceso de cicatrización de las heridas. También se encontró que puede afectar a la cognición y la ansiedad. Otra investigación, también en modelos animales, sugirió que los microbios intestinales son potencialmente relevantes para enfermedades neurodegenerativas, como el Parkinson, y encontraron que “existe una diferencia significativa en el componente de los microbios en el intestino de los niños con y sin trastornos del espectro autista”. Las enfermedades periodontales, que se propagan por una alteración de la microbiota oral, también elevan el riesgo de enfermedad cardiovascular hasta un 25%.
En cáncer, se ha descrito que la alteración de la microbiota puede desencadenar inflamación y una respuesta inmunitaria que están relacionadas con el inicio de los tumores. Guardiola explica, por otra parte, que también se está estudiando si una determinada microbiota puede predisponer a un tumor o no. Por lo pronto, añade, “se encontró una relación muy clara entre el microbioma y la posibilidad de responder a la inmunoterapia”: “La microbiota de los pacientes que responden a inmunoterapia es distinta de la de los que no responden. Si esto lo pasás a animales de experimentación y les ponés heces de pacientes respondedores a los ratones no respondedores, al final responden también. La microbiota tiene capacidad de influir en estos tratamientos y puede usarse como factor pronóstico o como tratamiento: hay estudios de trasplantes de heces para inmunoterapia”.
Trasplante de heces
Una dolencia estrechamente ligada a la microbiota es la infección por Clostridioides difficile, una bacteria muy resistente y que, en personas debilitadas, puede provocar una colitis leve (diarrea) o grave, con un megacolon tóxico que puede llevar a la muerte. Esta enfermedad se relaciona claramente con una alteración de la microbiota hasta el punto de que es el trasplante de microbiota fecal de un donante el tratamiento indicado para pacientes que no responden a las terapias convencionales. “En un 20% de los pacientes, la infección recurre. Luego, la posibilidad de recurrencia de nuevo ya asciende al 40%”, apunta Guardiola, que hace una veintena de trasplantes de este tipo al año en su hospital.
El estudio de la microbiota circuló por distintos derroteros, desde describirla hasta entender su función o aprender a modularla como herramienta terapéutica. En este último campo, el trasplante de heces, que repuebla el intestino del paciente con la microbiota fecal de un donante sano, fue una de las estrategias más esperanzadoras. Sin embargo, por ahora, solo triunfó en la infección por Clostridioides difficile. Para intestino irritable, apunta Guarner, no fue tan bien. “En una enfermedad hay un defecto de algunas especies y una sobreabundancia de otras. Al coger las heces de un donante, trasplantas ahí unas bacterias buenas y otras malas y, a lo mejor, las buenas no encajan bien en ese intestino inflamado y las malas sí, y aumenta la inflamación. Eso pasó en colitis ulcerosa, que unos trasplantes iban bien y otros no. El problema es que tú introduces un mundo con muchas bacterias desconocidas y la situación particular de cada paciente puede hacer que algunas no encajen bien”.
Guardiola, que puso en marcha un banco de heces en su hospital, coincide en que, si bien el trasplante fecal es “una necesidad” para tratar la Clostridioides difficile, “para otros aspectos no fue tan bien como se predecía”, como en la enfermedad inflamatoria intestinal. Pero se sigue investigando, también con cócteles de bacterias “diseñados en el laboratorio y perfectamente caracterizados para que no haya sorpresas” con potenciales microbios desconocidos, apunta Guarner. La agencia reguladora americana (FDA) aprobó en noviembre el primer biofármaco de microbiota fecal preenvasada para la Clostridioides difficile.
Los científicos experimentan también con bacterias modificadas en el laboratorio para modular la microbiota y se siguen probando probióticos y prebióticos, aunque la eficacia de estos dos últimos sigue siendo escasa y muy controvertida. “Como idea, los probióticos son atractivos, pero en la práctica clínica pocas veces conseguimos casi nada”, concluye Guardiola. Coincide Fernández-Real: “Hablar de probióticos que intenten cambiar la salud es difícil. Es como intentar mover un portaaviones con un puñado de moscas”.
Dieta mediterránea
La investigación continúa, pero a nivel terapéutico los expertos consultados abogan por empezar por lo que sí se sabe que es positivo: la dieta mediterránea. “Las personas que la siguen tienen lo más cercano que conocemos a un microbioma sano”, defiende Fernández-Real. Guarner concuerda: “Hay que recuperar la funcionalidad de la microbiota, volver a dietas ancestrales, comer lentejas, pimientos y berenjenas”.
Sobre los entresijos del microbioma, admiten, hay un mundo por descubrir. Por ejemplo, el papel de los virus en ese intrincado ecosistema, apunta Guarner: “El viroma es lo más desconocido. Se han encontrado 35.000 virus en el intestino: el 98% son virus que afectan a bacterias, no a células humanas y, de ellos, el 75% no sabemos qué hacen”.
Por no saber, no saben ni siquiera saben cuál es exactamente “la definición de microbioma sano”, lamenta Fernández-Real. Y tampoco a dónde llega la influencia del microbioma. “Lo difícil es decir cuándo no influye. Lo que seguro se puede decir que está pasando es que nos hemos metido en un camino, durante los últimos 70 años, en el que se ha atrofiado mucho la microbiota. Al cambiar patrones nutricionales y de uso de antibióticos, se quedó atrófica”, señala Guarner
Queda mucho por hacer. Como “conocer mejor los mecanismos por los que la microbiota y el sistema inmune hablan entre ellos”, conviene Guardiola. Para Guarner, “la clave estará en detectar desviaciones críticas para el microbioma intestinal y encontrar métodos para corregirlas”. Fernández-Real, por su parte, propone una vuelta de tuerca: “No empeñarnos en cambiar las bacterias [de la microbiota], sino su función, porque ellas seguirán con nosotros”.
Por Jessica Mouzo
©EL PAÍS, SL
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