El Laberinto Patagonia, que se encuentra en la localidad de El Hoyo, en Chubut, es el más grande de América Latina
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EL HOYO, Chubut.– El Hoyo es un remanso de islas de árboles y senderos escondidos que se pierden en bosques que sostienen montañas nevadas, una cascada llamada “Corbata Blanca”, baja a la pradera y una graciosa constelación de casas decoran este lienzo de naturaleza agreste y preciosa, a los pies de la Cordillera de los Andes, en la provincia de Chubut. Viven 7000 habitantes, y en la cima de una loma se encuentra su mayor secreto: el Laberinto Patagonia, el más grande de América del Sur. “Es el único lugar en el que pagás para salir”, dice Doris Romera, una de sus creadoras.
“Es mi criatura”, afirma Claudio Levi, quien desde pequeño soñó con tener su propio laberinto. Cuando a los seis años visitó el que está en Los Cocos, Córdoba, tuvo la epifanía. “Los dibujaba y los hacía con sillas en mi casa”, cuenta.
El que construyó en El Hoyo tiene tres kilómetros de pasillos, se hizo con 2200 árboles, una plaza semicircular con nueve entradas y luego de cruzar una misteriosa red de senderos y bifurcaciones, se presentan tres puertas que, según si están abiertas o cerradas, modifican las diferentes maneras de llegar a la meta: la salida, que es una sola. “Es una metáfora de la vida, representa la búsqueda de cada uno”, dice Levi, refiriéndose a una de las leyes del laberinto.
“Entrás con un solo objetivo: buscar la exit, la salida, el éxito”, afirma Romera. En 1996 comenzaron a plantar cipreses (cupressus macrocarpa), un árbol que crece erguido. Mientras, comenzaron a diseñar laberintos y buscar información. Siempre estuvieron cerca de Borges y Kafka. Pero la pareja fue hasta la Biblioteca Nacional y la del Congreso para más referencias. Sin embargo, la inspiración vino de todas partes, hasta de la legendaria película de Stanley Kubrick, El Resplandor. “Cuando entra Nicholson al laberinto se ve el plano: alquilé el videocasete y puse stop en esa parte: con una hoja de calcar, lo calqué desde la pantalla”, cuenta Levi.
También necesitó aprender conocimientos de la Kabbalah, mitología, geometría sagrada, magia y filosofía. “El laberinto es como un destello involuntario, una explosión natural, es como si la idea de hacerlo siempre estuvo esperándome”, escribe Levi en el libro Laberinto, de Alejandro Chaskielberg, donde cuenta la génesis del proyecto.
Dibujaron ambos en una cartulina al plano del laberinto y entre sueños y lecturas, diseñaron diferentes partes. Al mismo tiempo, miraban el campo donde iban a plantar los árboles. La técnica para plantarlos (tardaron 25 días), según Levi, fue basarse en dos o tres ecuaciones básicas de trigonometría, más un bidón de agua y cal, una cinta métrica de 20 metros, cientos de estacas y de un inmenso ovillo de hilo, que fue conectando un punto con otro, conectando bifurcaciones. “Fue todo muy onírico, el laberinto tomó vida propia –cuenta Levi–. Me enfrenté a mi Minotauro interior”.
Para 2005 ya estaba listo. Para que nadie lo viese habían plantado pinos alrededor, pero una ley que los declaró plaga, obligó a sacarlos y una vez al descubierto, todos en El Hoyo vieron develarse una maravilla. La comarca tenía un laberinto que nadie sabía que existía.
“Fue inmediato: todos querían venir. No lo queríamos mostrar, fue nuestro delirio”, cuenta Romera. Cedieron ante el pedido de una escuela, y los niños fueron los primeros en entrar. No les va mal. Un niño de 11 años tiene el récord: encontró la salida en 33 segundos. Los que más han tardado, tres horas. Levi asegura que caminando desde la entrada a la salida, se necesitan 90 segundos. Sin embargo existen combinaciones infinitas, y cada persona vive su propio laberinto. A partir de 2005 abrieron y rápidamente se convirtió en la mayor atracción de la comarca y en una experiencia única en la Patagonia.
El magnate Joe Lewis aterrizó un día con su helicóptero. Quería entrar solo al laberinto. Su personal de seguridad no estaba de acuerdo. “Pero no quiso saber nada y entró solo”, dice Levi.
¿Halló la salida? Sí. Después se fue a la confitería del complejo y se sentó al lado de una paisana que había ido a llevar a sus nietos. “De pronto estaba una de las fortunas más grandes del mundo y una señora de la comarca: el laberinto es una plaza democrática”, argumenta Levi.
El Minotauro y la experiencia psicológica
“En el centro está Minotauro”, sugiere Levi. Entrar al laberinto es una experiencia psicológica. Antes de hacerlo, a cada visitante se le coloca una pulsera con el número de teléfono. Tanto el que entra como el personal del laberinto (que es la propia familia de Romera y Levi), están atentos. Por temporada suelen perderse 20 personas. “Antes de la pandemia había muy pocos, pero después, aumentó el número: estar encerrados adormeció la intuición de la gente”, señala Romera.
Entrar al laberinto despierta una fascinación y un interés ancestrales. La desorientación es inmediata, aunque confunde aún más ver las montañas y el propio pueblo, referencias que se tienen antes de entrar y una vez en el laberinto, pierden significado.
“Te olvidás de quién sos, el temor de saber que te podés perder, de no hallar la salida, ese miedo es primitivo y se despierta”, sostiene Romera.
Cada paso abre múltiples posibilidades. Si por izquierda, o por derecha, si es siguiendo un pasillo al final o volver sobre nuestros pasos y abrir una nueva jugada con el cambio de dirección. “Son muchas las decisiones equivocadas, pero una es la correcta: una vez en el laberinto cada persona tiene una corazonada, como sucede en la vida, quizás ese próximo paso te llevará a la salida”, confiesa Levi.
El Hoyo forma parte de lo que se denomina La Comarca Andina. El Bolsón, Epuyén y Lago Pueblo, son las localidades que la componen. Durante la década del 70 comenzaron a instalarse hippies que le dieron una identidad nueva a la zona, aires de libertad se mezclaron con idiosincracias patagónicas tradicionales y resultó una unión que hace de La Comarca un lugar con señales especiales. “Los locos les decían a los hippies, y los hijos de los locos recibimos una crianza con valores que hoy son muy importantes”, afirma Romera, nacida y criada en El Bolsón. Toda esa generación es la que hoy está trabajando en arte, producciones de frutas finas, lúpulo y en alimentos sanos. “Son los Consecuentes, los que viven con la cultura del bosque”, dice Romera.
El laberinto une a las personas, dice la pareja. A ellos, sin dudas. Es una historia de amor. Claudio nació en Vicente López y, en 1983, buscando la montaña, encontró su destino en El Hoyo, compró el terreno donde hoy está el laberinto. Entonces era un mosquetal. En un encuentro artístico se conocieron y fue amor a primera vista. Corría el año 1992. “Mi sueño es construir un laberinto”, le dijo Levi. Nunca más se separaron, la unión además del laberinto, incluyó a dos mellizos.
Las cinco hectáreas del laberinto incluye “Comer y Beber”, un espacio gastronómico en una loma a un costado, donde se tiene una visión panorámica de toda la misteriosa construcción. Tiene un menú de señas orgánicas, también una confitería y una sidrería. No es el único del país, sí el más grande. “Tenemos ganas de hacer la ruta de los laberintos, sería única en el mundo”, dice Romera. La lista suma a los dos laberintos de Carmona y al de Borges, los tres en Mendoza, en Montecarlo (Misiones), Nono (Córdoba), Las Toninas (Partido de La Costa) y el más antiguo, el de Los Cocos (Córdoba).
El laberinto más viejo del mundo está en Londres, en el Palacio Hampton Court, y fue construido en 1514, la peculiaridad es que se entra por una puerta y se debe salir por la misma.
“Todos nos vemos evidenciados en nuestros laberintos personales”, sostiene Levi, el que construyó con Doris abre todos los años el 8 de diciembre y cierra en Semana Santa del 2024. Nadie sale igual, dicen en sus redes.
¿Cómo es la experiencia laberinto? “Es el camino del héroe, el que se anima y lo logra. Todos tenemos un héroe adentro, cuando recorrés el laberinto hacés contacto con tu héroe interior”, reflexiona Romera.
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