"¡Buen día!". El grito en coro ensordece. Son las seis de la mañana de un miércoles cuando un local de Palermo Hollywood abre sus puertas y despliega una alfombra roja para un grupo de jóvenes con colchonetas bajo el brazo. A los costados de la alfombra, los anfitriones los reciben con un pasillo. Les gritan buen día a todos, uno por uno, como dándoles una inyección vital. Están disfrazados: usan anteojos de cotillón, vinchas en la cabeza, y vestidos de colores. Son las seis de la mañana de un miércoles y por tercera vez Buenos Aires es sede de Daybreaker, una fiesta previa al horario laboral replicada en 22 ciudades de todo el mundo.
"Fui a una Daybreaker en Nueva York, donde me invitó un amigo, y me encontré a las 6 de la mañana haciendo yoga, bailando. Conocí a la emprendedora y decidimos traer la propuesta a Buenos Aires", cuenta Gastón Silberman, de 47 años, uno de los organizadores del evento, que se repetirá en junio, aunque aún no está la fecha exacta.
La propuesta es atípica. Arranca con una sesión de yoga de cuarenta minutos. A las seis de la mañana, una instructora anima a muchachos de entre 25 y 35 años: les pide abdominales, posiciones de estiramiento. Después las colchonetas desaparecen del suelo. Las luces blancas se apagan, y se encienden las luces de colores. El salón se convierte en un boliche. Irrumpe la música electrónica y todos se disfrazan, se ponen pelucas en la cabeza, brillos en la cara. El engaño es eficaz: por más que la Ciudad empiece a despertarse, a pesar de que el sol bañe las calles, este lugar de Palermo está a oscuras.
La transformación dura dos horas: en ese tiempo, aquí es de noche. Sin embargo, aunque la escenografía nocturna esté reproducida a la perfección, las reglas del juego son distintas. No hay alcohol, ni cigarrillos, ni drogas. Hay, en cambio, una barra que sirve leche de castañas de cajú, alfajores de arroz y botellas de agua. En la pista, los más de cien asistentes bailan con un jugo de naranja en la mano, y en vez de fumar comen frutas disecadas.
"Es la segunda vez que vengo. A mí me gusta salir, pero no tomo alcohol ni consumo drogas. Buscando fiestas sin drogas ni alcohol encontré esta. Y está buenísimo porque de acá te vas a laburar re pila", dice Martín Lozano, de 30 años. Él no es el único que llegó a Daybreaker buscando una opción saludable para divertirse. De hecho, la idea nació en Nueva York con esa premisa: dos jóvenes hartos de los boliches decidieron armar una fiesta a la mañana, antes de ir a trabajar, sin más estímulos que la música. Comenzaron en un sótano de Manhattan en 2013, y cinco años después desembarcaron en cuatro continentes.
Fabiola García es colombiana y tiene 32 años. "Me gusta bailar, pero no cruzarme con borrachos. Me encanta bailar y combinarlo con el yoga. Me ayuda a empezar el día de la mejor forma, voy a trabajar bien arriba", dice. "Siempre que salís de bailar terminás roto, cansado. Acá es al revés: te vas lleno de energía", apunta Esteban Brenman, de 43 años, otro de los responsables de la fiesta.
A las siete y media de la mañana aparecen dos músicos, un saxofonista y un percusionista. Más tarde se incorpora una guitarrista. Tocan encima de la música que estalla en los parlantes. El sonido no tiene nada que envidiarle a un club nocturno. La pista es un caos controlado: se arma un trencito largo, un pogo; la gente se agacha, salta, sube al escenario, tira papeles de colores, globos. Cada uno hace lo que quiere, lo que siente: expresarse libremente es, en parte, una de las reglas tácitas de la Daybreaker.
Catalina y Antonia miran la escena con ojos enormes. Tienen siete y once años, son las hijas de Brenman, y esta mañana no fueron a la escuela. Las acompaña Florencia, su madre, de 44 años: "Yo quiero que ellas vean que se pueden divertir en cualquier momento, que entiendan que pasarla bien es una decisión de ellas", dice.
En el medio del salón agita Nicolás Vivo. Cautiva la atención de la gente. Sostiene el micrófono durante dos horas y arenga a moverse, a seguir bailando: es un pastor espiritual, un gurú festivo y sano. Dice cosas como "ya tomaste el desayuno, ahora desayunate esta fiesta". Con 25 años, disfrazado con una campera de piel marrón y una vincha en la cabeza, es el MC (Maestro de Ceremonias) de la fiesta: "Mi rol pasa por mantener la energía presente y poner en palabras lo que está pasando. Trato de estar en sintonía con la música, con la DJ, con la gente", explica.
Cerca de las nueve de la mañana, el volcán de Vivo se apaga al compás de la música. Los organizadores suben al escenario e invitan a todos a sentarse en el suelo en una especie de acto escolar. Krys Cordero, otra de las promotoras de la jornada, toma el micrófono. Agradece, y dice que "bailar a las siete de la mañana es lo más". Dice, también, que falta algo. Que el día todavía no terminó. A su costado, de pronto, se ubica Fran.
Fran está ahí "para ayudarnos a bajar, para irnos tranquilos al trabajo". Vestido en un traje blanco estilo Sri Sri Ravi Shankar empieza a guiarlos con una técnica de relajación. El lugar se sumerge en un silencio potente: a esta hora quedan ochenta personas sentadas, echadas. Fran hace cantos de armónicos que parecen salidos de uno de esos videos de YouTube con imágenes de cascadas y paisajes. Es un momento poderoso: en diez minutos no pasa nada, nadie abre los ojos, nadie suelta una palabra. La meditación acaba con un aplauso tímido porque la mayoría quedó en un estado de trance. Al final, Cordero vuelve a agarrar el micrófono, y pregunta con voz dulce: "¿Cómo piensan brillar hoy?". Afuera el sol está radiante.