Fernando Trocca: "Sabemos mucho de cocinar la carne, pero muy poco del pescado"
A metros del faro de José Ignacio, despunta en Mostrador Santa Teresita la pasión por la buena comida; aprendió a cocinar con su abuela y reconoce que tiene un oficio duro, pero en el que se hacen buenos amigos
Fernando Trocca intentó una y mil veces desde 1988 tomarse vacaciones en José Ignacio, ese plácido pueblo de pescadores que con el tiempo se convirtió en el balneario de moda. Pero nunca lo logró. "Veníamos a veces a comer o a pasar el día. Había caminos de tierra para llegar. Y el pueblo definitivamente era muy distinto a lo que es hoy", recuerda el cocinero que comanda Mostrador Santa Teresita, su muy concurrido lugar de exquisiteces, a metros del faro, que domina la costa. Más de treinta años atrás, muy jovencito aún, llegó a trabajar para Martín Pitaluga, el dueño de La Huella, el restaurante más conocido, que tiene su enclave sobre la Playa Brava de ese balneario y que hoy es su socio y gran amigo. Trocca reconoce que el pionero gastronómico de la zona fue uno de sus grandes maestros, Francis Mallmann.
A pesar de que en la entrada del pueblo hay obras viales muy controvertidas que lo deslucen, Trocca prefiere reparar en sus relevantes virtudes.
"Es un pueblo que tiene mucha magia –destaca– y que a pesar de que está desbordado ahora, sigue teniendo una sugestión muy particular". Todas las mañanas Fernando, que vive en las afueras de José Ignacio durante el verano, llega caminando para estar distendido y poner en marcha la maquinaria humana que llenará platos de manjares al paso. "Cuando llega el mediodía –subraya– el pueblo explota de gente, pero a las seis o siete de la tarde otra vez vuelve a bajar y tiene una noche espectacular, mucho más tranquila que el día".
A continuación, algunos tramos sustanciales de la entrevista que se vio anoche en Hablemos de otra cosa, por LN+.
–¿Te queda tiempo para ir al mar?
–Durante la temporada iré unas diez veces a la playa, como mucho. Por empezar, no soy muy fanático. Solo me gusta ir un rato.
–¿Qué hay de la naturaleza de José Ignacio en tus platos?
–Tratamos de usar en lo posible todo lo que nos da el mar: corvina, brótola, a veces lenguado y pejerrey de la laguna. Acá estamos sobre La Brava. Pero del otro lado, sobre La Mansa, están los pescadores a la mañana temprano. La gente que tiene casa acá muchas veces les compra el pescado directamente. Nosotros, también.
–¿Cómo fueron tus veranos más remotos?
–Siempre intenté venir de vacaciones acá y nunca lo logré.
–Pero no debe ser lo mismo que trabajar en Buenos Aires.
–Es otro mundo, nada que ver. Es el lugar al que yo espero todo el año para llegar. Y a pesar de que en un momento es una locura, no siento que estoy trabajando, sino que la estoy pasando muy bien, junto a un equipo que es espectacular.
–¿Santa Teresita se agranda para distintas latitudes?
–Ya se agrandó, ya crecimos, dimos un paso al frente. El año pasado nos contactaron. Y finalmente abrimos Santa Teresita en Montauk, un lugar en Los Hamptons, en Estados Unidos, cerca de Nueva York, que, curiosamente, tiene mucho que ver con José Ignacio. Montauk es un pueblo de pescadores. Y pronto, novedad total, vamos a abrir un Santa Teresita en Buenos Aires. Algo que veníamos ya pensando desde hace algunos años. También vamos a estar cerca del agua, en el puerto de Olivos.
–¿Chef o cocinero?
–Me gusta cocinero.
–¿De dónde viene tu pasión por la cocina?
–De mi abuela Serafina, gran cocinera que tenía una pensión en San Telmo y que estaba casada con un portugués que hacia blends de café y que hoy estaría muy de moda.
–Así como la tuya, había muchas otras abuelas y madres que hacían la pasta casera, los dulces, el pan horneado. Son destrezas que se fueron perdiendo.
–Tengo la suerte de que soy parte de una generación en la que todavía las madres y las abuelas cocinaban mucho.Y mi abuela, como yo soy el menor de tres hermanos, supongo que habrá pensado que era a quien más tenía que cuidar. Era un personaje muy especial, con mucho carácter, muy power. Me ponía en un banquito al lado de ella para que viera cómo hacía la salsa de tomate. Los domingos amasaba la pasta casera. Me enseñaba y me hacía comer de todo.
–Seguramente no se podrá ser buen cocinero o chef si antes no sabés comer bien.
–Lo importante es tener el gusto por la comida. La pasión y el amor por comer. El paladar se desarrolla, por supuesto.
–¿Y cuáles son esas comidas que a vos te gustan?
–Hace muchos años hice un programa que se llamaba Cocina para hombres. En su momento fui criticado por algunas mujeres que creían que así yo dividía. Pero sigo pensando que hay una cocina, como hay perfumes para hombres y para mujeres, que identifica más a ciertos gustos masculinos.
–¿Significaría gustos más fuertes?
–Mollejas, chinchulines. Más condimento, más picante, más salvaje, si querés. Lamentablemente ahora ya tengo que cuidarme un poco más con lo que como, pero me gusta toda esa comida. No soy amante de lo light.
–Con la gastronomía muy elitista a veces uno dice: "Me muero de hambre". ¿Es así?
–Ya pasó, pero no todavía en el inconsciente de la gente. Fue en una época, la famosa nouvelle cuisine, que ofrecía porciones muy chiquititas en platos muy grandes.
–¿Y el fast food arruinó mucho?
–Fast o slow, siempre se puede comer bien. Importa la calidad de lo que comemos, no la velocidad. Ojalá la gente tuviera más tiempo para disfrutar de la comida. Pero se puede comer rápido y bien.
–Hablás de tu abuela como tu gran iniciadora. Pero después tuviste otros "ángeles gastronómicos". Gato Dumas, particularmente, y también Francis Mallmann. ¿Qué fueron aportando ellos en particular?
–Mucho y diferente en ambos casos. Con el Gato aprendí que en la cocina, además de vivir momentos de estrés y de ser una profesión que es muy sacrificada, podés pasarla muy bien y divertirte.
–Y que no te agarre la rutina; la necesidad de mantener en alto cierto espíritu inquieto...
–La cocina es como la música, algo que no se termina nunca.
–¿Es un lugar en el que también se hacen amigos?
–Así es. Por ejemplo, Gunda [Claudia Fontán] es amiga mía. Ella siempre dice que es mucho mejor cocinera que actriz. También "Diez manos" fue un proyecto que nació de algo simple, elemental y muy básico, que es pasarla bien en la cocina y cocinar juntos con otros amigos. Ya perdí la cuenta, pero hemos hecho entre ocho y diez encuentros en el restaurante de Mauro [Colagreco] en Francia, también en Londres, París, Buenos Aires y acá, en José Ignacio, lo hemos hecho tres veces. Cortamos la calle y ponemos una mesa grande para ochenta personas. Es un evento en el que el único fin es pasarla bien y divertirnos.
–¿Comemos bien los argentinos?
–Deberíamos comer mucho mejor. Creo que ahora hay mucha más conciencia de saber lo que estamos comiendo, de dónde viene, cómo se produjo y se cultivó, quién lo hizo, cómo llegó a nuestras manos. De tener cuidado con eso. Sobre todo, cómo alimentamos a nuestros hijos.
–Tenemos un país con miles de kilómetros de costa y, sin embargo, el pescado no tiene un rol protagónico estelar en el plato.
–Creo que tiene que ver con una cuestión cultural. Hoy comemos mucho más pescado. Pero hace 25 o 30 años, casi nada. Es una cuestión de tiempo y de aprender a comerlo y a cocinarlo. También somos muy carnívoros. Sabemos mucho de cocinar carne y muy poco de pescado.
–¿Cómo poner un restaurante y no morir en el intento?
–En primer lugar, no haber nacido en la Argentina. No es fácil. En los noventa esa fantasía giraba por todos lados. Y todo el mundo quería poner restaurantes. Ahora muchos ponen bodegas y tienen vinos.
–El comensal es para ustedes como el profesor de la mesa examinadora.
–Tiene que comer bien, hay que cuidarlo y atenderlo. Hay que servirle el vino cuando se le termina. Estar atento cuando levanta la mano. La comida tiene que llegar caliente y bien.
–Hablemos del punto del plato, porque ese es todo un tema. ¿Cuál es el punto?
–Prefiero comer la carne a punto. Pero si hay gente a la que le gusta comer la carne bien cocida… se pierde muchas cosas que bien cocida no tiene. Pero si le gusta, que la coma bien cocida.
–El restaurante es al mismo tiempo fábrica y artesanal.
–Es artesanal y los tiempos son algo muy importante en un restaurante. La gente no lo sabe o no lo entiende. No lo ve, pero el tiempo adentro de un restaurante es fundamental. En la cocina ni te digo. Una mesa de ocho personas: todos los platos tienen que salir al mismo tiempo. Pero uno pide pescado; aquel, una pasta; el otro come carne bien cocida. La carne bien cocida no va a tardar lo mismo que los ravioles. Los ravioles no van a tardar lo mismo que el pescado. Sin embargo, los cocineros se miran, se hablan. Y cuando sale, sale todo junto. Y cuando sale todo junto, el camarero tiene que estar del otro lado esperando los platos para llevarlos y que no se enfríen. Es un engranaje que debe funcionar bien, entre cocina y salón. Es algo que tiene que estar muy unido y fluir.
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