Fernando Báez Sosa: el primer paso fue dado, los siguientes dependen de todos nosotros para poner el valor de la vida por encima de los impulsos
Padres, educadores, formadores y la sociedad en general enfrentan el desafío de que la incorporación reflexiva de las normas detenga la violencia
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Una de las razones de por qué el asesinato de Fernando Báez Sosa conmovió a una sociedad que a menudo permanece impasible frente a otros crímenes es que era y no era esperable. Puede ser esperable que la noche y el alcohol sean un coctel explosivo que facilita la violencia. Puede no ser esperable porque los agresores eran jóvenes de clase media y, según el manual buenista del abolicionismo penal, solo caen los perejiles pobres que se equivocaron. Ese escenario cambiado alimentó y fue alimentado en cada audiencia por un público ansioso por saber hasta dónde puede alcanzar la agresión gratuita de una manada contra un inocente.
Sin lugar a dudas, el peso más gravoso lo sufrirán los padres de Fernando, pues recién ahora comienza su calvario. Hasta hoy, los flashes mediáticos, el justo apoyo popular y la empatía del dolor ajeno no solo colmaron el afán de reconocimiento del dolor de toda víctima, sino que además postergaron el dolor que significa enfrentarse con una silla vacía. Con una habitación a desarmar. Con los pares de zapatillas a regalar… Esa cotidianeidad, precisamente por prosaica, le otorga un peso infinito. Recién hoy comienza el verdadero itinerario del duelo. Lo más difícil, sin lugar a dudas.
Los familiares de los condenados también tendrán lo suyo. Comenzarán un itinerario por acortar los tiempos, porque siempre se cuenta con que el tiempo carcelario difiere del tiempo del reloj y del almanaque. Puede ser, subjetivamente, más lento el tiempo del reloj, las horas que no pasan, las nuevas rutinas, el nuevo orden al que se tiene que adaptar la existencia. Y respecto del tiempo del almanaque, empezará a correr para que, beneficios mediante, puedan ser finalmente liberados. Porque no olvidemos que la pena perpetua en la Argentina es una ficción jurídica más entre tantas otras, muchas corporativamente silenciadas.
No obstante, tampoco debemos olvidar que son varios los sentidos de la pena. El más mencionado, a modo de axioma, es el de la rehabilitación, repetido además como un mantra. Y atribuido, incluso, a la Constitución Nacional, cuyo artículo 18 proclama literalmente que “[Las] cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”. De allí a repetir que el único fin de la pena es únicamente la reforma del condenado, ni siquiera el más fino trabajo hermenéutico puede explicarlo. Tampoco lo dicen en esos términos los tratados internacionales a los que la Argentina adhirió sin restricción alguna, cediendo en el mismo gesto su soberanía jurídica.
Herencia de Eugenio Raúl Zaffaroni, quien le atribuyó al derecho penal sufrir de un “desdoblamiento esquizofrénico”, en el que una parte trata al hombre como una persona que hay que castigar y la otra lo trata como una cosa peligrosa a la que hay que neutralizar. Esta afirmación de quien formó a varias generaciones de abogados en América Latina resulta de una simplificación de la condición humana y del desconocimiento de que, por su complejidad, en ella conviven la humanidad a preservar y los instintos más feroces a contrarrestar.
Esa complejidad se tuvo en cuenta en la sentencia: no todos los condenados actuaron de la misma manera. Lejos de expresar un “desdoblamiento esquizofrénico del derecho penal”, el justo castigo debe ser uno de los objetivos de una sociedad bien organizada orientada a instaurar mecanismos punitivos que sean tanto útiles como justos. Y el justo castigo, además del valor reformista, disuasorio y ejemplificador de la pena, implica el sentido retributivo. En todas las prácticas humanas de la cultura occidental en la cual convivimos y de la cual abrevamos, a una falta le sigue una sanción. Por ejemplo, si olvido abonar la factura de electricidad, probablemente no solo interrumpan el servicio, sino además al mes siguiente deberé pagar una suma extra por ese olvido. Si eso sucede en un contrato de uso, ¿cómo es posible que se diga ante el asesinato de un inocente, una y otra vez, que el solo fin de la pena es rehabilitar a quien perpetró el mal, olvidando el castigo merecido por Justicia?
El contrato social –hipótesis, ficción, constructo ahistórico, sea cual fuere su estatuto– legitimó, reguló y sancionó las conductas y las relaciones entre los seres humanos desde entonces: se renunciaba a ejercer la venganza por mano propia y se depositaba el “afán vindicativo” en el Estado que, a cambio, garantizaba a los ciudadanos la protección de su vida y de su propiedad. En ese nuevo orden, el castigo –entendido como el sufrimiento impuesto intencionalmente en respuesta a una acción indebida– expresaba la sanción a quien hubiese transgredido la ley. Y el transgresor cedía su libertad y hasta su vida debido al incumplimiento del pacto rubricado implícitamente, por el solo hecho de ser uno de los miembros de la sociedad que encomendó la facultad de impartir justicia a sus representantes. Venganza y justicia son dos caras de una misma moneda: en manos del Estado, la venganza se llama justicia. Y por mano propia, la justicia se llama venganza.
Los padres de Fernando esperaron justicia, una justicia que, cuando llega, los enfrenta a sus manos vacías de abrazos. La sociedad, impulsada por un abanico de sentimientos, los acompañó. La Justicia dictó una sentencia que, probablemente, los condenados cumplirán y esperemos que alcancen su rehabilitación. Solo falta que se cumpla su carácter disuasorio y ejemplificador. El primer paso se ha dado. Los siguientes dependen, en gran medida, de padres, educadores, formadores y de todos nosotros. Para que la incorporación reflexiva de las normas detenga la violencia. Para concienciar sobre el valor de la vida por sobre los impulsos. Que no haya más Fernandos que no mirarán atardeceres. Que no haya más jóvenes amputados de por vida.
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