Fernando Aramburu: "Todo aquello que contribuya a alejarnos del hombre primitivo del que venimos ayudará a convertirnos en personas más justas y tolerantes"
El hombre que tengo ante mí está dispuesto a mejorar el mundo. Poeta y humanista convencido, Fernando Aramburu confía en que la música y los libros pueden hacer del hombre alguien mejor. Su última novela se llama Patria, un fenómeno de ventas en España que retrata la feroz división de dos familias atravesadas por el conflicto vasco desatado por la ETA. Quizá porque creció rodeado de esas ferocidades, su obra -Años lentos, Los peces de la amargura, Autorretrato sin mí, que se conocerá en abril- es de un lirismo arrebatador.
La conversación sucede en un set de televisión, primero, y luego en un rincón de la Redacción en medio de los ajetreos del cierre.
–Patria es una novela sobre las marcas que deja el fanatismo político, sobre la memoria y el olvido, sobre el perdón y la reconciliación. ¿Es, además, una novela de mujeres?
-Pues sí, finalmente resultó ser una novela protagonizada por mujeres, efectivamente, porque sobre ellas recae el peso mayor de la trama. Desde luego, esto no quiere decir que los varones no cumplan ninguna función, todo lo contrario, pero efectivamente hay dos madres con un carácter muy fuerte, y dos hijas que mantienen una relación frecuentemente conflictiva con las madres. Alguien dijo -y creo que tiene bastante razón- que esta es la historia de la amistad rota entre dos mujeres.
–Amistad rota por las marcas que dejó en las relaciones personales la acción de ETA. ¿Existe un antídoto contra el fanatismo?
–Yo creo que hay algunas acciones que pueden reducirlo o, inclusive, prevenirlo; hay vacunas que pueden resultar bastante efectivas. El fanatismo es casi siempre inducido, aunque es verdad que prospera más en determinadas psicologías: por ejemplo, los varones jóvenes suelen ser bastante propensos a canalizar su energía vital aferrándose de una manera muy intensa a pensamientos únicos. Mi convicción es que todo aquello que contribuya a elevar la calidad de la persona, todo aquello que contribuya a alejarnos del hombre primitivo del que venimos –los libros, la música, los viajes, el contacto con otras ideas y formas de vida–, ayudará a convertirnos en personas más justas y tolerantes.
–Usted ha dicho algo bastante elocuente sobre Joxe Mari, el guerrillero de la ETA que es uno de los motores del libro: “Quiero entender por qué un muchacho que nace puro e inocente, se educa y crece en un entorno social determinado, poco a poco, junto a otros de su edad, entra en una organización armada y comete ciertos actos”. ¿Logró comprenderlo durante la escritura?
–Hice un gran esfuerzo por dotar de volumen humano a un personaje con el que yo no me identifico personalmente; y celebro no haber sido ese personaje. Mi convicción es que todos nacemos con la mente en blanco e inmediatamente los adultos empiezan a escribir en nuestra conciencia, a programarnos: nos transmiten un idioma, nos transmiten unas creencias, nos transmiten unas costumbres, valores positivos como la solidaridad y el amor, pero también “contravalores”, valores negativos, entre ellos, el fanatismo, esa idea de que existe el enemigo y de que hay que eliminar a las personas porque piensan de manera diferente de la nuestra. Eso lo he vivido en el colegio en mi tierra natal, y en el barrio, donde estábamos los adolescentes expuestos al adoctrinamiento. En aquel tiempo uno tenía que definirse en relación con el fenómeno de la ETA, incorporándose a él o rechazándolo, pero era imposible no ocupar un espacio en el tablero social.
–Si uno pudiese trazar una tensión entre la memoria y la justicia, por un lado, y la construcción del futuro, por el otro. ¿cómo es posible construir el futuro cuando las heridas han sido tan profundas?
–La memoria hay que construirla, y hay que ver los materiales de la memoria, que son los testimonios. Si la memoria esta orientada a recordar una época en que se cometieron tantas injusticias, esa memoria debe tener un sustrato moral, se supone que algo queremos aprender de lo ocurrido, queremos entender las consecuencias de una época tan dolorosa y sangrienta. La memoria es un espacio poblado de documentos, de películas, de fotografías, en fin, de vestigios que nos permiten responder algunas preguntas o plantearnos ciertas preguntas que, sin esos vestigios, no se nos habrían ocurrido. Otra cosa es la justicia.
–El perdón y la compasión son dos temas que atraviesan la novela. Usted creció en el colegio de los agustinos. ¿Cómo se lleva con Dios?
–Yo no tengo ninguna relación, ni positiva ni negativa, con la idea de Dios. No cumple ninguna función en mi vida. Yo fui criado en el catolicismo, toda mi educación escolar transcurrió en colegios regenteados por religiosos. La religión no se me hizo apetecible, sino que se me obligó a asumirla. A los 4 años yo podía prescindir de la filosofía, ya tenía el mundo explicado, inclusive antes de haber aprendido las letras y los números. Soy hijo de una madre muy religiosa, no tengo ningún problema en respetar el sentimiento religioso. Creo que es muy humano intentar perseverar en el ser más allá de nuestra condición pasajera. De hecho, observo en multitud de congéneres que viven como si fueran eternos, o que hacen un esfuerzo, que ya está en los espermatozoides, por llegar a un fin glorioso. Viven dedicándole una considerable energía a prolongarse en el tiempo o más allá del tiempo. La naturaleza ya previó que tuviéramos una descendencia a la que entregarle los genes, eso de alguna manera nos da la ilusión de que seguimos viviendo en nuestros hijos, aunque luego la realidad nos lo desmiente. Uno visita un cementerio y comprueba cómo el ser humano sigue aferrándose a la vida poniendo nombre, fechas y hasta la foto del difunto en el sepulcro. Creo que Dios es una fantasía que consuela al hombre ante la idea de la nada o de la desaparición definitiva. Esa idea no me despierta ningún tipo de hostilidad, pero en mi vida personal esa ficción no ocupa ningún papel.
–A propósito, Alberto Manguel, en su libro La biblioteca de noche, nos dice que en un mundo que no tiene sentido son los libros los que nos brindan consuelo. ¿Es así?
–Será así para Alberto Manguel, y quizá para mí también, pues soy un hombre de lecturas y de libros. Pero no es así para todo el mundo.
–Usted ha dicho que tempranamente se pescó el fervor de la poesía. García Lorca, Bécquer, Aleixandre. ¿Qué encontró en ella siendo tan joven?
–Para empezar, debo reconocer que he mantenido un matrimonio intenso, pero muy conflicto, con la poesía. Yo considero que es una necesidad básica del ser humano. Habría que definir esta necesidad, que a mi entender no se restringe apenas al poema. No creo que el poema sea necesariamente el recipiente donde encontrarla. Por eso muchas personas la buscan en canciones, películas, paisajes; esta necesidad de la armonía, de la belleza, de la densidad de pensamiento, del gesto moral asociado a algún tipo de expresión, en definitiva, lo que llamamos poesía es absolutamente imprescindible en la vida, nosotros no podemos conformarnos con lo sucio, con lo feo.
–En su obra hay marcas muy visibles del pensamiento de Albert Camus. ¿Cuál es la lección moral que nos dejo Camus?
–Albert Camus es fundamental es mi vida, no me puedo explicar a mí mismo sin la lectura, a edad temprana, de Camus. Siendo muy jovencito fundé con otros compañeros un grupo llamado CLOC de Arte y Desarte, que no era otra cosa que sacar la literatura del escritorio y trasladarla a la calle, haciendo que los transeúntes cumplieran una función en ella aunque no lo quisieran. Entonces provocábamos, desconcertábamos, y éramos bastante destructivos, pintábamos estatuas, las rompíamos, y en un momento determinado comprendí que eso era negativo. Lo destruíamos todo, lo parodiábamos o lo manchábamos. Justo en esa época cayó en mis manos El hombre rebelde, y ya el prólogo fue para mí como la iluminación de San Pablo, cuando él dice que el hombre rebelde es aquel que sabe decir no; hasta ahí habíamos llegado nosotros. Camus pone una coma, y añade: el hombre rebelde es el que sabe decir no, pero luego dice sí, y esa es una condición moral que yo llevo conmigo. Lo último que uno debe hacer, aunque ejerza la crítica, debe ser una aportación, algo positivo para los demás. Yo critico algo, pero a continuación propongo algo. También aprendí de Camus a juzgar las obras por las consecuencias. Y, por último, también le debo a Camus la idea de prestar atención al hombre concreto, con rostro, nombre y señas particulares, y a ejercer la compasión por los desfavorecidos de la historia.
–Acabo de leer las pruebas de Autorretrato sin mí, su próximo libro, una suerte de memoria personal en clave de prosa poética. Comienza así: “Habito en un hombre llamado Fernando Aramburu, pero no voy a quejarme, hay desiertos peores”. ¿De qué está hecho ese desierto?
–Es la primera vez que hablo de este libro. Lo que en este prologo intento transmitir es que no soy importante; este libro no trata de mí, es un autorretrato pero yo no estoy en él, adopto la posición del hombre general. Decía Schopenhauer que la poesía es una expresión del hombre general; la poesía se da en aquel que llega al poema y lo activa, y si no se produce esta operación lo poético no ocurre. El poema no admite testigos, el poema es de aquel que lo lee. Todo el que lee un poema es poeta. No soy el primero en decirlo. Lo que hago en Autorretrato si mí es tratar en sesenta y un piezas los asuntos de los que ningún ser humano está exento: la noche, la soledad, la tristeza, la madre, el hijo, la cama... A todos ellos les dedico un texto que entra en el territorio de la poesía. Ya dije antes que he tenido un matrimonio conflictivo con la poesía, que derivó en un divorcio agrio, uno de esos divorcios que terminan en el odio; de hecho, tengo libros en los que me mofo de la poesía y de los poetas. Pero este rencor contra lo poesía viene a demostrar que yo no había roto con ella. Nos hemos estado viendo a escondidas, y el resultado de esos encuentros es este libro.
–Para que el lector comprenda de qué estamos hablando, leo un fragmento de ese volumen: “Sé desde la niñez que nada humano perdura. Más pronto o más tarde, cuanto uno ha construido lo arrastrarán las olas del tiempo. Hoy son las palabras la arena que remuevo. Hoy la vasta dimensión marina que se extiende ante mí, donde todo a la postre se disgrega, es el olvido que aguarda imperturbable”. ¿Qué es la melancolía?
–Yo la veo como un dolor digerible, un dolor lento mezclado con algunos ingredientes de dulzura, que en ocasiones permite ciertas sonrisas. Más allá de la melancolía, me pongo en guardia; la depresión es algo que no quiero que se me acerque, es un perro dulce y lamedor, pero esas tristezas más fieras no las quiero.
–Usted vive desde hace 32 años en Alemania. ¿Cómo ha sido vivir en una lengua extranjera?
–Vivo hace 32 años allí porque mi mujer es alemana. Alemania me eligió, yo no la elegí a ella. Ha sido una experiencia determinante para mí. Llevo más de la mitad de mi vida viviendo allí. Eso al principio entrañó cierta inquietud, temí que terminaría usando una modalidad anticuada de la lengua castellana, me quedaría utilizando palabras que en mi país hubieran caído en desuso, y también me perturbaba la idea de que España evolucionase y yo terminara sin comprender a mis paisanos. Luego me di cuenta de que era una bobada, yo estaba en una situación creativa muy favorable. Y entretanto, como había despertado en mí la alarma lingüística, hice algo que solo había hecho mientras estudiaba filología: objetivar el idioma, sacarlo de mi instinto como si fuese un objeto, y eso me permitió convertirlo en un juguete. Entonces las posibilidades creativas fueron enormes.
–¿Qué escritores lo han marcado además de los del Siglo de Oro, a los que leyó siendo muy joven?
Hay que tener en cuenta que algunos escritores afirman que los han influido ciertos autores, aunque en verdad quieren decir que desearían mucho que esos escritores los hubieran influido. Sí tengo cierta conciencia de algunos influjos. Provengo de un ambiente social muy humilde, de manera que en nuestra casa se hablaba una lengua castellana muy precaria y muy defectuosa. De modo que comprendí que si quería dedicarme con ciertas garantías a la literatura debía estudiarla, no bastaba con la escuela. Los clásicos del Siglo de Oro, la literatura medieval. No soy lo que se dice un escritor barroco, pero en cierta época me expresé en una variedad de la lengua castellana conquistada, a fuerza de estudio, y en esta situación uno puede estar tentado de demostrarles a los demás lo bien que escribe; afortunadamente, esta fase coincidió con mi época de juventud. Por otra parte, me desplacé a Alemania y aprendí alemán, lo que me permitió leer en su idioma original a Thomas Mann y a Kafka, dos grandes regalos.
–Ese uso defectuoso del castellano aparece en Patria.
–Reproduje aquella manera de hablar el castellano que teníamos en casa y en la vecindad. No tuve que documentarme, me crié en ese dialecto.
–Su caso me recuerda Budapest, una novela de Chico Buarque. Allí el protagonista se enamora de una mujer y del idioma al mismo tiempo.
–En mi caso el idioma alemán nunca se convirtió en idioma literario porque nunca fui un exiliado, siempre tuve la oportunidad de regresar a España. Y volvía todos los años. Cuando nacieron mis hijas, tuve interés en que se educaran en los dos idiomas; las llevaba una o dos veces a mi país de origen no solo para que se educaran en la lengua española, sino para que se familiarizaran con comidas, películas, canciones, cuentos tradicionales. Eso hizo que yo nunca perdiera el vínculo lingüístico con España. Ha habido escritores que adoptaron otro idioma para la literatura –pienso en Conrad, en Nabokov, en Cioran o en Kundera–, pero si observamos bien eran personas que tenían el regreso imposibilitado, de modo que hicieron esfuerzos por adoptar un idioma que no era el materno. Lo que nunca tuve fue el deseo de inculcarles a mis hijas la idea del patriotismo u otras pulsiones colectivas determinadas. Ellas tenían derecho a convivir con sus abuelos españoles y a tener tal vez una imagen positiva del país de su padre. Y a disfrutar de muchas cosas bonitas que hay en España.
–¿Les cantaba canciones de Joan Manuel Serrat?
–A la hora en que se iban a dormir, sí. Canciones que no estaban destinadas a los niños, con versos de Antonio Machado. Mis hijas cantan ahora de memoria esas canciones, probablemente sin saber siquiera quien es el autor del poema ni quien ha compuesto la música. Pero esta relación cultural temprana es fundamental, se graba en la memoria primera y perdura para toda la vida.
–Hay un rasgo en su prosa que es la musicalidad. ¿Qué puentes tiende usted entre música y literatura?
–El ingrediente musical es de primer orden. Se supone que un buen prosista, no digamos ya un escritor de versos, debería tener un buen oído, si no es mejor ni siquiera intentarlo.
–¿Y a qué música le gustaría que se pareciese su obra?
–Puedo ser inmodesto.
–Desde luego.
–Pues a Johann Sebastian Bach. Ya puestos a elegir una cumbre... Hay algo en muchas composiciones de Bach que me produce un temblor interno, un placer, una confirmación incluso de algunas intuiciones. Escucho algunos oratorios, escucho los conciertos de Brandeburgo y siento que estoy en una casa propia que me inspira confianza, una casa musical. Me alegro de haber nacido de manera que pude conocer la música de Bach. Yo tengo una enorme gratitud con aquellas personas que nos mejoraron, que antes que nosotros descubrieron la penicilina, inventaron la cama, descubrieron el fuego o pintaron cuadros maravillosos o compusieron sinfonías. Gracias a ellos el mundo en el que nos encontramos es más bello y mejor, es más interesante. Frente a ellos están naturalmente los tiranos, los que causaron daño y destruyeron, los que provocaron miedo y sembraron la muerte. Entonces yo tengo una pulsión de agradecimiento que justifica mi labor literaria. Quizá yo no sea capaz de crear una obra maestra, pero lo puedo intentar con la idea de agradecerles lo que han hecho a quienes me precedieron y de darles a los hombres venideros algo que sea emocionante o bello. Si soy capaz de escribir un libro que emocione y cauce cierto deleite estético, es como si yo pudiese agradecerles a Beethoven y a Velázquez, o a Leonardo Da Vinci, lo que hicieron por mí o por nosotros. Ese es un valor moral muy positivo. No se trata solamente de conseguir el éxito o el aplauso. Eso también se lo debo a Albert Camus: ofrecer algo valioso, ese es un motor de mi literatura.
Bio
Profesión: escritor
Edad: 59 años
Aramburu es uno de los grandes autores actuales en lengua española. Licenciado en Filología, antes de Patria publicó, entre otros, Años lentos y Los peces de la amargura.
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