Falleció el periodista Mariano Wullich
Trabajó en LA NACION durante treinta años y se destacó en las secciones Deportes, Carreras, Información General y Cartas de Lectores, entre otras; tenía 62 años
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Mariano Wullich murió esta madrugada, a los 62 años, siendo un niño todavía.
Era tal la capacidad de asombro y deslumbramiento que mantuvo hasta los últimos días; eran tales las dotes imaginativas para construir mitos con inocencia y malicia, y describir en prosa costumbrista situaciones y personajes a través de un lente permanentemente azorado, que hay pocos adultos que pudieran haberlo hecho de igual manera, reteniendo rasgos propios de quien empieza asomándose a la vida.
Fue periodista de LA NACION durante treinta años. En una despedida final que procure aunar los matices diversos de tan singular figura, aquella faceta habilita a compensar, con su caudal de ternura, los raptos irascibles y pendencieros que despuntaban en su personalidad. Son la explicación de que mermara, una y otra vez, entre el elenco de los amigos viejos y los nuevos amigos, la cercanía de quienes por un motivo u otro había resuelto distanciarse. Hubiéramos querido saber más sobre lo que mellaba la consistencia de un franco espíritu gregario y la elegancia primaria del carácter. Huía, ¿pero de qué huía?
Fue un periodista tallado en la calle. Entre el sinfín de tertulias con personajes de la vida social, de la política o las actividades rurales. O en entreveros nocturnos con arquetipos del estaño, en horas inacabables en las que alcohol y tabaco azuzan la conversación y el compañerismo, por momentos casual, y suelen terminar frustrando otras relaciones, o adormeciendo sueños acreedores de mejor suerte, hasta acelerar los tiempos de la vida.
Mariano descolló como periodista de costumbres. Se configuró en él la rara particularidad de que la riqueza evidente de la prosa, y sus hallazgos certeros, poco o nada debían a los libros, y menos, por definición, a la biblioteca de que carecía. Fue lo que fue por la madera de que estaba hecho: por el privilegio de los sentidos, que actuaban como esponja para alzarse con toda palabra, todo detalle de susceptible curiosidad para los lectores. Habrá de creerse en la influencia genética: quedó huérfano de padre a los 10 años con la muerte de Víctor Max Wullich Trüb, que había sido director del diario católico El Pueblo, crítico teatral y secretario de un juzgado.
Fue un periodista tallado en la calle. Entre el sinfín de tertulias con personajes de la vida social, de la política o las actividades rurales. O en entreveros nocturnos con arquetipos del estaño, en horas inacabables en las que alcohol y tabaco azuzan la conversación y el compañerismo
De origen protestante, Wullich Trüb se había convertido al catolicismo con suficiente fervor como para que desfilaran por la mesa del hogar constituido con Raquel de Llano Cortejarena figuras eclesiásticas de la época, sobre todo las del eje entre el Socorro y Las Esclavas. La madre de Mariano, nacida en Madrid, era parienta del temible general Queipo de Llano, ladero de Francisco Franco en el alzamiento de 1936, y sobrina de José A. Cortejarena, fundador en 1905 de La Razón de Buenos Aires. De modo que si por ambas ramas, paterna y materna, tenía motivaciones para desarrollar una vocación periodística, esa influencia se acentuaría por gravitación de Mercedes, su hermana, mujer batalladora que fundó radios en la costa bonaerense y fue pionera del periodismo gráfico gratuito. En Piedra Libre, uno de sus periódicos de Pinamar, Mariano debutó como cronista, en 1984.
Otra experiencia de ese tipo volvió a encontrar reunidos a los hermanos con la edición de “Sucesos en Barrio Norte”. Mariano se sentía allí en su salsa. Tan identificado ha estado su nombre con el alma del rectángulo que marcan Retiro, Avenida del Libertador, Santa Fe y El Pilar, que alguna gente distraída ha de haber conjeturado que no había para él vida más allá de Recoleta. Su primer hogar estuvo en Carlos Pellegrini, casi Arroyo, hasta que la continuación de la avenida 9 de Julio demolió lo que encontró al paso, como el pasaje Seaver; el segundo, y último, estuvo en Arenales al 1600, siempre junto a la madre. No lo separó de esta ni el romance intermitente de muchos años con Luisa Casado, mayor que él, la única que pudo, por compartir fortalezas y debilidades, acompañarlo medianamente en el tren de la vida e, incluso, comprometerse con él hace años en unión civil debidamente legalizada. Siguió cumpliendo, con todo, el clásico papel del eterno tío solterón adorado por los sobrinos.
Nadie como Mariano retrató con igual aplicación aquel rectángulo porteño. Lo sabía todo, y todo lo relataba con gracia. Sobre Arroyo, así nombrada por la quinta que allí hubo de Arroyo y Pinedo, con su palacio y torre art deco que Mihanovich había hecho construir en los años veinte, y que volverá ahora a ser hotel. Sobre el codo del que se adueñó Mau-Mau, la boite de los hermanos Lataliste, y en la que Fraga oficiaba de portero, “El Tano” Fabrizzi de maitre y Hugo Di Domenico de barman. Mariano no se olvidaba de uno.
Podía escribir con idéntica minuciosidad sobre la otra punta del barrio, la de la esquina, recordaba, que Bitito Mieres rebautizó como La Biela, desplazando el de La Veredita. Cuando Angel Palavecino se retiró después de cuarenta años de preparar cocktails en ese estaño de gargantas aguerridas, Mariano lo despidió a lo grande, señalándolo por una escuela que no desmerecía al lado de Manolete, Gallito, el Negro Cortés o Echenique, en la ardua química del Negroni, del Dry Martini, y de otros tragos de alcurnia.
A mediados de los ochenta, entró en LA NACION por la puerta ancha que se abre a los novatos con las colaboraciones deportivas; y empezó, como tantos colegas, escribiendo crónicas de fútbol de categorías de ascenso
Mariano cultivó cuanta tradición hubiera y, si era necesario, lo hacía con arrojo, diciendo en voz alta lo que la burguesía a la que apuntaba también piensa, pero no dice, o dice a medias. Desde la contrariedad por haberse perseguido y encarcelado a jóvenes militares que cumplieron órdenes de combatir fuego con fuego contra el terrorismo de los setenta al disenso con liderazgos espirituales que llevan a la Iglesia a contramano de la sensibilidad política o pastoral de aquella vasta franja de la clase media.
Su primer colegio había sido el San Pablo del padre Etcheverry Boneo, a quien respetaba, pero cuya severidad lo doblegó a edad temprana. Así que fue a dar al Instituto Eduardo Martínez, que estaba al lado de Obras Sanitarias, en Callao al 1100. El Martínez era un sucedáneo del célebre Instituto Dastugue al que las familias derivaban, al cabo de repetidos infortunios, a los muchachos de generaciones anteriores, y no hace falta explicar más.
Mariano nació tarde. Se habría sentido más a gusto en las décadas iniciales del siglo XX, el de la bohemia periodística, de cuando “Eran otros hombres, más hombres los nuestros/ No se conocía cocó ni morfina”. Y hasta habría hallado otro confort en los años de aviación con azafatas que parecían modelos, y los pasillos, pasarelas, como las que trajinó en Braniff por años María Jordán, Miss Argentina.
A mediados de los ochenta, entró en LA NACION por la puerta ancha que se abre a los novatos con las colaboraciones deportivas; y empezó, como tantos colegas, escribiendo crónicas de fútbol de categorías de ascenso. Había concluido su ciclo de embrionario jugador de rugby: primero, muy abajo, en Champagnat, y después, en la quinta división de Hindú. Demostró buen ojo para identificar a maestros del oficio. En Deportes, Alberto Laya; en la conducción general, a Germán Sopeña, a cuyo grupo íntimo perteneció. De no haber estado en Sudáfrica, cuando Sopeña murió en un accidente de aviación en 2001, seguramente habría caído a su lado en la tragedia que truncó la existencia de argentinos notorios. Volaban hacia los hielos continentales en reafirmación de la soberanía argentina, algo que como el concepto de patria calaba hondo en Mariano. Lo confirmó en las narraciones del incendio en alta mar del rompehielos Almirante Irizar, durante la campaña antártica de 2006/07, cuyo pasaje integraba.
Tan identificado ha estado su nombre con el alma del rectángulo que marcan Retiro, Avenida del Libertador, Santa Fe y El Pilar, que alguna gente distraída ha de haber conjeturado que no había para él vida más allá de Recoleta
Hizo mucho para que se lo considerara el cronista por antonomasia del barrio de sus amores, el de la avenida Alvear y el “Castillo de Drácula”, en esquina con Rodríguez Peña. El “castillo” lo sobresaltaba de chico con su ficus gigante cuando iba al colegio, sin saber lo que sabría más tarde, que era el palacio tardo-victoriano y art noveau hecho construir por Carlos Hume. En la iconografía barrial sobresalió en sus afectos Las Delicias, suerte de segundo hogar, al que de tanto ir parecía inventariado junto con la vajilla. Eran los tiempos de ese bar en Callao, entre Vicente López y Guido, con noches que se bajaba la persiana y arrancaba el escolazo de pase inglés. Aquella impresión vecinal creció aún más cuando Las Delicias se mudó en 1993 junto al Disco de Quintana, hasta que hace cuatro años rompió con Adolfo Laborde, el último propietario, y dejó definitivamente de frecuentarla.
Todo eso de la Recoleta constituyó, en verdad, un equívoco trabajado por el cincel con el que Mariano se modelaba a sí mismo. En la trayectoria del periodista de Deportes y, más tarde, de Carreras, de Información General, Cartas de Lectores o edición del cierre, había espacio para rendir cuentas de amor por el campo y no solo por lo urbano. Fue cronista agropecuario, con poco método y perseverancia, es cierto, pero con intensidad emocional y sentido agudo de lo que desde allí podía captarse. Se notaba en la cobertura de las exposiciones anuales de la Rural, en su interés tanto por la caballada y los vacunos imponentes, como por las gallinas orpington del amigo Lucho Villola. Con fecunda fantasía escribía historias camperas del tenor de la del gallo colorado, que era de mentas campeón e imbatible en el amor: “Ni siquiera tocaba la tierra, andaba a los saltos de una en una hasta que un día cayó sobre el loro y el único que sabía gritar en cristiano, bramó: “¡Avisá, colorado viejo! ¿Dónde viste gallinas verdes?”
Fue el cronista versátil de múltiples temporadas en Punta del Este como enviado especial del diario y entabló relaciones con figuras destacadas del desarrollo puntaesteño, como Armando Sagasti. Amigo de Pancho Figueroa, el ex Chalchalero, y de Dany Martin. Hincha de Boca, del folklore y de los tangos de Julio Sosa, Mariano Wullich escribió por encargo un libro biográfico de Emilio Solanet y en los últimos años desarrolló aptitudes festejadas de cocinero.
La tecnología jugó en contra de quién hasta el retiro, años atrás, había sido un periodista casi inhallable hasta más allá de las seis de la tarde: los comentarios digitalizados que difundía a las seis de la madrugada, después de calaverear, crujían más de lo conveniente en la piel de los destinatarios. Qué pena, porque habiendo sido por largo tiempo, y hasta la muerte, presidente de la asociación mutual de LA NACION dio tantos ejemplos de solidaridad, realizó en favor de conocidos y extraños tantos llamados de socorro a obras sociales y profesionales destacados, que comportó un caso de dedicación al prójimo que nada debiera mitigar en el recuerdo.
Tal vez el espíritu doblegado por el infame cáncer de cuello que lo acosó de dolores en las últimas semanas se alivió con algo -no con todo- de la misma solidaridad que él había dispensado a raudales. Como escribió al morir Ñaro Uribe, hombre de barajas, turf y guitarra: “Ya había tirado con todo del rollo y no había más tiempo”.
Mariano Wullich había nacido el 17 de octubre de 1960 en Buenos Aires.
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