La decisión de cada vez más jóvenes de dejar el país implica un duro proceso de adaptación y reacomodamiento para los padres; el síndrome del “nido vacío” de los que quedan en el hogar deriva en un duelo múltiple ; historias, testimonios y pautas de expertos
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Son familias que empezaron a vivir desdobladas, con relojes que muestran el horario de dos o más ciudades del mundo y que esperan las videollamadas en lugar del asado del domingo. Cada vez son más los padres que ven a sus hijos dejar el país y que deben aprender a lidiar con una realidad que no eligieron. Lo escribió con toda claridad Giselle Jorman el 27 de septiembre en su cuenta de Twitter. “Hace una semana se fue del país mi hijo mayor. Estoy rota. ¿No hay grupos de contención para que los que vivimos esto podamos compartir estas emociones?”.
El caso de Giselle se replica en miles de hogares en los que padres y madres tuvieron que despedir en Ezeiza a sus hijos, convirtiéndose en espectadores distantes de su día a día. Y están atravesados por el mismo sabor agridulce generado por la alegría de verlos construir vidas más estables y la amargura de que ese armado sea en otros países.
Psicólogos consultados por LA NACION aseguran que el síndrome del “nido vacío”, esa sensación que atraviesan los padres cuando un hijo se va de la casa familiar para emprender su propio camino, siempre implica un duelo, pero que cuando a ese proceso habitual se le suma la lejanía por una emigración puede volverse un momento más complejo porque la distancia es real.
“Mamá, me voy”, le dijo un día Sebastián a Giselle. La decisión de mudarse a Australia ya estaba tomada. “A medida que se iban yendo sus amigos, entendí que él también se iba a ir, y con todo lo que estamos viviendo en el país, qué le iba a decir, con qué argumento lo iba a hacer cambiar de idea. Tuve que apoyarlo con el corazón roto”, dice Giselle a LA NACION.
Desde su casa de Palermo, a esta mujer de 62 años se le entrecorta la voz cuando describe cómo sufre la distancia y la pérdida de la cotidianeidad con su hijo: “Extraño tomar un mate, que me cuente su día, cómo le fue con su jefe. A veces voy caminando por la calle y me parece verlo”.
A partir de la emigración de Sebastián, comenzó a hacer terapia. Sabe que no se debe exclusivamente a la mudanza de su hijo, pero la tristeza que le produjo la partida fue tal que sirvió como disparador para iniciar un tratamiento psicológico. “Estoy con un sentimiento mixto. Sé que le va a ir mejor, que esto es lo que le convenía, pero me es muy duro pensar en, por ejemplo, su primer cumpleaños lejos. Me acuesto y me levanto pensando si habrá comido, si le habrá pasado algo, quién le daría la mano si le pasara algo…”, expresa.
Como una forma de amortiguar la distancia, puso en su teléfono los horarios y los datos del clima de los lugares en los que se encuentra su hijo para saber si está viendo el sol o si hace frío. Sin embargo, siente que la tecnología no es suficiente. “A veces prefiero hablar sin cámara para que no me vea la cara amargada”, confiesa.
La situación que atraviesan estos padres complejiza la noción de nido vacío. “Cuando hay una emigración, el sentimiento de duelo puede ser más intenso porque la distancia es real. Se pueden generar sentimientos de separación muy primarios”, plantea Gabriela Goldstein, doctora en psicología y presidenta de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA).
Incluso, en algunos casos, la angustia puede llegar a transformarse en depresión, sostiene el psicólogo Jorge Catelli. “La falta de los hijos obliga necesariamente a replantearse cuáles son los objetivos de vida, los deseos propios, la vigencia de la pareja y esto va a caracterizarse por tener un malestar, que en muchos casos deriva en algún tipo de depresión”, indica.
31 de octubre de 2020. Ese día, marcado para siempre en la memoria de Susana Cabrera, su única hija se subió a un avión y se fue a vivir a Inglaterra. Como la mayoría de los entrevistados para esta nota, tiene muy presente la fecha porque fue el momento en el que se abrió una herida que, siente, no se va a cerrar nunca.
“Cuando ella se fue, se me llenó el alma de lágrimas. Mi rutina no cambió, sigo con mis actividades, pero noto su partida en cosas como que no salimos a pasear, a conocer cafés de especialidad, no estamos para los cumpleaños, no le puedo dar un beso o abrazarla. Los medios de comunicación te dan la ilusión de cercanía, pero no es lo mismo. Las charlas durante esas salidas no tienen reemplazo”, reflexiona.
Susana es psicóloga y buscó la manera de canalizar parte de su dolor con la creación de “Cunas con alas”, un grupo de madres de hijos emigrados que se formó durante la pandemia para charlar sobre lo que estaban atravesando.
“Yo me analizaba y hablaba con muchas amigas, pero sentía que nadie me entendía. Entonces dije ‘me tengo que reunir con gente que esté pasando por lo mismo’, hablé con una colega que tenía nietas yéndose del país y ahí arrancamos. Se ha formado una red muy solidaria entre nosotras. Nos conocemos, estamos atentas y nos ayudamos a tener proyectos propios. La tristeza, que a veces se transforma en profundo dolor, es el sentimiento más común y este grupo de contención nos permite rescatarnos mucho”, afirma.
Duelo múltiple
Catelli señala que cuando un hijo emigra lo que aparece es la contundencia de la distancia física y la ruptura de una cotidianidad, lo que implica un duelo múltiple y la necesidad de una adaptación a un cambio muy significativo.
“Es un duelo por el abandono de esa relación tan íntima, cercana e importante para volver a conectar esa energía a otros proyectos. Si bien estamos en una época en que contamos con modos inmediatos de estar en contacto con el otro, aun así, es insoslayable el trabajo de duelo que el crecimiento y la vida misma implican”, plantea.
¿En qué medida influye la distancia real? Más de lo que se puede suponer. Juan Eduardo Tesone, médico psiquiatra y miembro de la APA, explica: “Cuanto más lejos partan, mayor será la dificultad en hacer el duelo de la ausencia próxima, pero lo más importante es que donde se instalen para vivir, los hijos puedan desarrollarse de la mejor manera posible, teniendo presente que la partida es a la vez necesaria y deseable para que se desarrollen como personas”.
Si bien en un mundo moderno y globalizado es frecuente que los hijos progresen lejos del hogar, en la Argentina aparecen la desesperanza y la falta de perspectiva como principales disparadores para emigrar, algo que dificulta más la despedida y hace más dura la distancia.
Un clan diseminado por el mundo
Andrea Benaim y Marcelo Silenzi tienen 60 y 61 años, viven en Belgrano y hace algunos años ensamblaron sus familias. Ella tiene dos hijos, Nicolás y Cristian, y él tres, Belén, Ignacio y Sofía. De los cinco jóvenes, que tienen entre 29 y 32 años, cuatro están viviendo en el exterior. Construyeron un gran clan que con el tiempo se diseminó por el mundo.
“El nido vacío te genera sentimientos encontrados. Por un lado, la tristeza de tenerlos lejos por mucho tiempo y el saber que la composición de la familia tradicional se diluyó, pero por otro lado te queda la compensación de que los chicos están bien. La distancia se compensa con la tranquilidad de verlos progresar y desarrollar una vida que acá no hubieran podido”, dice Marcelo. Y destaca otra sensación: la impotencia de que la Argentina no le haya dado oportunidades a sus hijos. “Los jóvenes se están yendo porque afuera cualquier cosa les es más productiva que estar acá. Es lamentable y da mucha bronca porque uno no vislumbra el cambio”, opina.
LA NACION solicitó cifras oficiales que cuantifiquen cuántos son realmente los jóvenes que se están dejando el país, pero la Dirección Nacional de Migraciones no envió las estadísticas requeridas.
Desde la embajada argentina en España -el país que, según datos oficiales de enero, ocupa el primer puesto en el ranking de destinos elegidos con motivo de “mudanza”- explicaron que es complicado brindar números exactos porque hay mucha gente que sale como turista y que cuando llega no hace los trámites correspondientes. A esta dificultad se suma que no son pocos los que salen con pasaportes españoles o italianos, por lo que no quedan registrados como argentinos.
Pero aun con esa complejidad para acceder a cifras certeras, datos del Instituto Nacional de Estadísticas de España muestran que en 2021 se registró el número más alto de movimientos migratorios desde la Argentina hacia España, según los relevamientos sistematizados desde 2008.
En el caso de Andrea, la partida de su hijo mayor le implicó hacer un duelo por la típica imagen familiar que había imaginado desde que era chica. “Es un cambio de paradigma total entender que tal vez no vas a ver a tu hijo casarse y llegar al asado del domingo con su hijo en el cochecito, pero gracias a Dios se hace un balance entre la felicidad y la tristeza”, afirma.
“Somos una familia que sabemos lo que son las cosas difíciles, entonces les hemos inculcado a los chicos la actitud positiva. Tener la posibilidad de vernos nos hace muy bien y sabemos que si algo le sucede a alguno, estamos todos enterados por el grupo de WhatsApp, desde un dolor de panza hasta si alguno se tiró de un paracaídas. Si cocinamos algo rico, mandamos una foto y todos van respondiendo desde su lugar a medida que la van viendo. Así suplantamos lo diario”, cuenta Marcelo.
Cuando los jóvenes ven la salida en Ezeiza
Tesone resalta que una función de los padres con sus hijos es generar alteridad, “ser el arco de la flecha que los impulsa en la vida”, grafica, citando al poeta Yibrán Jalil Yibrán.
“La partida de los hijos requiere hacer el duelo del paso del tiempo y aceptar que en la cadena filiatoria es normal que ocurran separaciones. Es diferente, sin embargo, como está ocurriendo en nuestro país, así como ocurrió en Europa a fines del siglo XIX, cuando la partida no sucede en función de un deseo, sino empujada por la carencia de inserción laboral en el país de origen”, plantea.
En ese caso, señala, el duelo es más difícil porque es el resultado de la ausencia de futuro. Los padres suelen sentir culpa por no haberles dejado un país que les ofrezca oportunidades y enojo hacia el país que no las ha facilitado. Una reciente investigación impulsada por la Fundación Colsecor determinó que casi ocho de cada diez jóvenes se quieren ir de la Argentina, lo que representa 18 puntos porcentuales más que en 2021.
Para Claudia Shiro, que tiene a su hija Constanza, de 20 años, instalada en Estados Unidos, la vivencia es un vaivén constante en el que se mezclan vértigo, tristeza y alegría. Y expresa una sensación elocuente: es como si la casa familiar quedara detenida en el tiempo.
“Donde más siento su partida es en la comida, en comer sola, y me doy cuenta de que hoy salteo comidas, por ejemplo. También se nota en los cumpleaños y en las fiestas. Celebrar a la distancia es muy difícil. Y en el simple hecho de compartir, sin importar dónde, estar en ese momento con ella, con el alma fluyendo”, relata.
En el caso de Constanza, la decisión de emigrar tuvo una particularidad. Para desarrollarse en su carrera, es diseñadora de moda, necesita materiales e instrumentos que en la Argentina no se consiguen en este momento.
Pero a pesar del progreso en la vida profesional, la partida también es difícil para los jóvenes. “Intento viajar si la veo mal, pero el abrazo no llega a tiempo. Este año tuvo Covid y no pude estar ahí para hacerle un té o acompañarla al médico. La distancia es cruel. Sentís que el tiempo no se recupera”, dice.
Goldstein propone pensar el “vacío” como una posibilidad, como un lugar generador de deseos y proyectos, y no solamente como algo penoso. “En la vida es importante la capacidad de elaboración, de seguir adelante y sumar lo nuevo en los afectos. Hoy en día emigran muchos jóvenes y necesitamos mirar con ternura y ver la aventura de progreso en un mundo ampliado”, sostiene.
La primera vez que Claudia volvió de visitar a su hija estuvo “partida”. Lloró durante todo el vuelo. Sin embargo, también regresó con la emoción de haber armado un departamento desde cero junto a su hija y eso para ella fue una recarga de energía.
“Creo que como padres debemos darles todo el apoyo y la orientación porque nos necesitan. La experiencia te muestra que siempre se puede volver a empezar y, a esa edad, eso es muy aleccionador”, concluye, con una media sonrisa.
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