El escaso caudal trastocó los hábitos de vida y de trabajo de los isleños del Delta medio
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ROSARIO.- “Antes acá las familias venían en canoa o en lancha y dejaban a los chicos a veinte metros de la entrada de la escuela. Hoy vienen en cuatriciclo, a caballo, en bici o caminando, porque no quedó más agua. Nunca vi esto”. Miriam Duré es directora y docente en la escuela rural Martín Jacobo Thompson, ubicada en islas entrerrianas del Delta medio del Paraná, muy cerca de Rosario. Trabaja hace 21 años allí y, como todos aquellos en estrecha relación con el río por elección o necesidad, todavía no puede creer que esta bajante histórica no termine más. “Extraño el agua. Nosotros estábamos preparados para las inundaciones, por eso la escuela está hecha sobre pilotes. Esto nos descolocó por completo”.
La salida escolar, a las 12.45 de cada mediodía entre el lunes y el viernes, es una postal de la nueva normalidad de los habitantes de esta porción del territorio del Litoral: de a poco se van arrimando padres y madres caminando, mientras otros llegan en cuatriciclo atravesando terrenos donde el verde furioso de la vegetación nativa fue dejando paso al gris y al marrón característico de la sequía, esa que desde hace dos años alteró por completo la forma de vivir y de trabajar en uno de los humedales más habitados y grandes de Sudamérica.
Según datos de la Plataforma de Estudios Ambientales de la Universidad Nacional de Rosario, la cobertura de agua en esta zona del delta llega apenas al 7% del territorio, cuando en promedio alcanza al 40%. La sequía severa que afecta al sur de Brasil, donde el río comienza su recorrido de casi 5.000 kilómetros, está en el origen de esta pampeanización de las islas que modificó a fondo la vida cotidiana de sus habitantes: hoy tienen que salir a buscar agua en bidones hasta el canal principal del río para abastecer las necesidades de ranchos y casas que quedaron a centenares de metros de la costa.
El río sin orillas, que retrató con maestría Juan José Saer, perdió su esencia. El Paraná, el pariente del mar para los guaraníes, entrega hoy un paisaje inédito e incómodo que desconcierta y entristece a quienes lo transitaron desde siempre.
Una escuela inaccesible
Hasta mediados de 2019, la enorme mayoría de los 34 chicos que asisten a la primaria y a la secundaria de la escuela Thompson llegaban en sus embarcaciones hasta una caleta que está a unos 20 metros de la entrada, enmarcada por dos pequeños pilotes.
Tras dos años de aguas bajas las dos bocas de ingreso a la laguna El Embudo, donde está ubicada la escuela, quedaron taponadas con sedimentos y vegetación y ahora sólo se puede acceder por tierra: “los chicos ahora llegan caminando, algunos tienen tramos de hasta una hora. Otros vienen en cuatriciclo, a caballo y hasta en bicicleta. Llegan cansados a veces” explica la directora, que hasta hace cuatro años atrás vivía en el propio edificio escolar y hoy tiene una casa ubicada a pocos metros. La escuela está montada sobre gruesas columnas de hormigón porque, como repite Miriam, “en las islas siempre nos inundábamos, estábamos preparadas para ese problema”.
La sequía genera muchos inconvenientes, además de las dificultades para moverse. La bomba de extracción de agua de la laguna, que servía para abastecer a la escuela de líquido para limpiar y lavar platos y ollas, quedó a más de una cuadra de distancia, lo que obligó a instalar otra bomba y montar nuevos caños. También se dificultó, y mucho, el transporte de la mercadería y los bidones de agua potable que se usan para la comida de los chicos y como ayuda a las familias, que ahora debe hacerse a pie desde el canal principal, ubicado a media hora de caminata.
Pero una de las cosas que más preocupan a la docente es la posibilidad de una emergencia médica: “si llega a pasar un accidente estamos aislados y tenemos una larga caminata hasta una lancha. ¿Si le pasa algo a alguien cómo lo llevamos? Antes era mucho más fácil, como yo venía en canoa, si pasaba algo yo cargaba al chico y me cruzaba a Rosario rápido”, rememora.
A modo de ritual, cada día Miriam y sus alumnos miran la altura del río y si llovió o no aguas arribas, a la altura de Misiones, para luego calcular cuánto podría tardar en replicarse eso en mayores niveles de caudal a la altura de Santa Fe. “Nada por ahora”, sintetizó. Su lectura práctica de la realidad concuerda con los escenarios que, cada semana, actualiza el Instituto Nacional del Agua (INA): la bajante no llegó a su pico aún. Por el contrario, se irá profundizando hasta finales de octubre o primeros días de noviembre, cuando se esperan niveles comparables a la bajante de 1944, la más severa registrada desde 1884, cuando comenzaron a tomarse registros.
Pescadores sin canoas
“Esto es un desastre”. La frase se repite con resignación entre los habitantes de El Espinillo, un barrio ubicado en una de las islas que se despliegan frente a Rosario. La falta de agua dejó sin herramientas y sin palabras a estos trabajadores del río, que cada día buscan reinventarse mientras ruegan que el gigante marrón vuelva a ofrecerles cobijo y posibilidad de subsistencia.
Marta Zendra anda descalza y con gorrita de Rosario Central. Vive en un rancho sencillo con patio de tierra donde algunas gallinas se mezclan con redes colgando que se secan al sol. Está en El Espinillo desde que nació, viene de familia pescadora y es, además, la única mujer de la zona que ejerce ese oficio, tal vez el más antiguo del Litoral. “Yo pesco, a mi me encanta ir a pescar, pero ahora con la bajante no puedo ir a las lagunas donde me gustaba ir, es terrible”, cuenta, para agregar que también se le dificulta ir a su otro trabajo, que es hacer mantenimiento y limpieza en uno de los muchos paradores turísticos que hay sobre el río. “Mi trabajo está en la otra isla y ahora tengo que ir caminando, una hora y cuarto de ida y otra hora y cuarto de vuelta. Antes iba en la canoa, pero la bajante cerró el arroyo”.
Para la mujer “la bajante arruinó casi todo”. “Nunca en mi vida vi el río así, pero no le echo la culpa a nadie, es la naturaleza. El río hace lo que quiere y tenemos que aguantarlo así, va y viene, ya estamos acostumbrados”.
A pocas casas de distancia, sobre un riacho que quedó seco y que ahora parece una calle de tierra donde se acumulan algunas canoas varadas y bastante basura, viven Raúl y Mónica Carrizo. El pescador fuma y se queja por el trabajo que quedó sin hacer por la falta de agua. “Hace 45 años que estoy acá y nunca vi esto, me llama la atención, está muy bajo el Paraná y desde hace mucho. No se puede trabajar así porque no sacás pescado, no sacás nada. Me tengo que quedar acá nomás y esperar” dice el hombre. Como el resto de los habitantes del barrio, afirma que nadie tiene la culpa de lo que pasa, que son cosas de la naturaleza, y que sólo queda acostumbrarse y esperar que se resuelva con las lluvias que nunca llegan.
Según un informe reciente del Servicio Meteorológico Nacional, el 75 % del área de la cuenca del Paraná (que tiene una superficie total tan grande como toda la Argentina) está afectada por sequías moderadas a excepcionales, lo que equivale a aproximadamente a unos 70 millones de hectáreas. A eso se le sumó la posibilidad cada vez mayor (los expertos calculan un 70%) que hacia finales de año vuelva el fenómeno de La Niña, que se traduce en menos precipitaciones para toda la región.
La otra orilla
Si bien los efectos más duros de la bajante se perciben entre los habitantes de las islas del Delta, son muchas las actividades de tipo recreativas o turísticas con base en la ciudad que también sufren de primera mano este fenómeno extremo. Los clubes náuticos, muy numerosos en Rosario y la región (la Unión de Clubes de la Costa reúne a unas 30 entidades), hace dos años que no operan con normalidad y muchas embarcaciones no pueden navegar al estar las guarderías y caletas sin una sola gota de agua. Si bien es imposible saber con certeza cuántas lanchas y veleros están varados, es una proporción importante de las 25.000 embarcaciones que integran el padrón náutico de la ciudad y zona de influencia, el segundo en importancia a nivel nacional.
Darío Schmunk trabaja en el club Círculo Alemán de Rosario, donde está a cargo de la escuela náutica. Es, además, un experimentado navegante a vela que conoce de cerca toda la cadena del sector, que va desde proveedores, entrenadores deportivos y personal de los clubes a empleados de paradores turísticos, lancheros y vendedores de equipamiento. “Con el agua en este nivel los clubes y guarderías dejan de prestar su servicio básico, que son las embarcaciones flotando. Es imposible dragar por debajo del nivel del río, y además es muy caro. No hay solución posible por ahora”, razonó. En promedio, un día de trabajo de algunas de las pocas firmas de dragado que operan en la zona cuesta entre 70.000 y 100.000 pesos.
El sector de los taxis náuticos y lancheros que cruzan turistas y habitantes de Rosario a las playas y paradores de las Islas, una actividad muy habitual en los meses de verano, es otro que ruega porque la bajante llegue a su fin. Federico Clérico, con diez años de experiencia en el rubro, contó que el menor cauce impide navegar por muchos lugares que eran habituales: “tengo que explicar que se puede pasear menos porque no se puede llegar a los lugares habituales ni meterse en lagunas ni riachos. Casi no se puede entrar a las Islas, ya, y vamos para el tercer verano seguido sin agua”.
Con el trabajo a media máquina, Clérico tuvo que salir a completar su jornada laboral con otras tareas en algunos de los muchos puertos agroexportadores de la zona, siempre en relación con el traslado de personas en el río. “Somos un sector que casi no recibió ayuda”, reclama, al tiempo que se lamenta de que no se hayan hecho algunos trabajos de dragado a tiempo para despejar los accesos a en la zona del Delta medio. “Las consecuencias están a la vista. Ya casi no podemos trabajar”.
¿Cuál es la solución a esto? Isleños, pescadores, navegantes y gente del río responden lo mismo: que llueva en Brasil, allí donde el Paraná se nutre de agua y comienza su largo camino hasta el río de La Plata. Hasta que eso ocurra, no antes del verano, sólo queda esperar.
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