Matías Fernández Burzaco es reportero, músico y creador; también, una de las 60 personas en el mundo diagnosticadas con fibromatosis hialina juvenil, un mal que lo marca pero no lo define
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Las palabras de Matías Fernández Burzaco tienen una fuerza arrasadora, visceral. A pesar de que le cuesta mover los dedos, o quizás por ello, las escribe a un ritmo frenético y hablan sin tapujos de amor, de sexo, de arte y de cómo habita su cuerpo enfermo.
“Mi cuerpo parece el de un humano que estaba a punto de transformarse en monstruo pero se trabó, se quedó en la mitad del proceso. Mitad vida, mitad muerte”, ha escrito sobre sí mismo.
Reportero, músico, creador, es una de las 60 personas en el mundo diagnosticadas con fibromatosis hialina juvenil, un mal que lo marca pero no lo define.
Le pedimos que nos hablara de él. Lo que sigue es su texto.
La historia comienza así: “Contanos tu historia”. Dicho con mucha paz, con amor, sin apremios. Pagado en una moneda que jamás vi ni comprada en mercado negro.
De acuerdo. Muchas gracias. Pero yo lo siento como si estuvieran torciéndome las muñecas y dejándome el cuello giratorio. Es muy amplio.
La idea la propuso este medio, BBC Mundo, y mi entusiasmo —maldito, inteligente, precoz— hizo que me entregara en cuerpo y cara.
¿Pero cuándo llega este trabajo: en qué momento de mi vida?
Justo cuando acabo de mostrarle al mundo unos trazos de mi historia. En mayo publiqué una autobiografía editada por Leila Guerriero que me pidieron como primer libro: “Formas propias, diario de un cuerpo en guerra”, lanzado junto al sello Tusquets de la editorial Planeta.
Lo han leído en muchas partes: en Londres, en Miami, en París, en Madrid, y después de su publicación, bueno, me encontré solo, sin más que contar, con mil propuestas nuevas y cero decisiones, perdidamente vacío, pataleando paredes, encaprichado, arrastrando pensamientos, queriendo justo eso, lo mismo, eso simple, repetitivo, chiquito y bello: contar una historia.
Otra historia.
Y sobre los demás, sobre personajes marginados y sucios a conocer para retratarlos sumergido en un intenso trabajo periodístico de campo. Si el texto no se enfoca en mí, nacerá alivio por un tiempo.
Mi psiquis ya no tiene descanso.
Y los medios hegemónicos —carentes de contenido— son muy morbosos.
Respondí 44 mil veces qué era mi enfermedad. Por teléfono de línea con telarañas, celular, WhatsApp, audios de WhatsApp, videollamadas de WhatsApp, audios de Instagram, Zoom, Meet.
Ya sé que mi cuerpo ilegal, ya sé que rompo las normas de la biología.
Prometí que no iba a volver a contestar esa pregunta al detalle. Tampoco voy a hacer un resumen de mi libro ni ningún tipo de refrito. Para eso están las reseñas, está Yahoo Respuestas o Wikipedia, aunque todavía no me crearon un perfil.
Pero acá voy, porque no me salen las promesas, con una breve introducción necesaria:
Me llamo Matías Gabriel Fernández Burzaco —ojo: es la primera vez que revelo mi segundo nombre—, tengo 23 años, una madre, un papá, tres hermanos, me considero millonario por la cantidad de amigos íntimos que me rodean (los amigos representan el amor en su muestra máxima, los prefiero antes que a cualquier pariente, en un asalto vida o muerte, si me dan a elegir, elijo que se salven ellos).
Soy periodista, rapero, intento ser escritor o mezclar mi curiosidad con la literatura, hasta el momento no escribo ficción, no sé escribir cuentos, intuyo que soy pésimo, horrible, desastroso, inventar y mentir en la vida me cuesta horrores, ah, cierto, y se me olvidaba decir que mi figura es como la de un muñeco que parece derretido a causa de una enfermedad de la piel —se llama fibromatosis hialina juvenil, HFJ; 60 casos en el mundo y dos en el país— que me produce tumores benignos, pelotas grandes de tejido en todo el cuerpo, mientras transcurre el conteo de los segundos como gotas de un suero y se expande mi deformidad y escribo este texto.
La muerte me suele acariciar la espalda. Mi nariz está hinchada y mi cara cada día es más triste.
De noche duermo con un respirador BiPap futurista porque hago apneas del sueño —una máscara de aire violento que me revienta el rostro—, y al mismo tiempo que redacto esta nota pongo una base de rap, una pista dark boom bap, estoy improvisando, rapeando con los ojos blancos, metiéndome en portales oscuros, haciéndole mención a la muerte y al diablo, en trance con un brote metafórico y pensando en que por mis condiciones físicas jamás —jamás, es imposible— podría suicidarme. Creo que ni siquiera pidiéndole ayuda a otro. Nadie le daría importancia a mi deseo de ir a la tumba, de hacerle respiración boca a boca al infierno. “Vos no podés, vos la luchaste, vos solo podés ser un angelito bien vivo que no se va nunca”, dirían.
Entonces escribo para mantenerme acuchillado.
“Vos tenés muchas protuberancias pero lo que sobresale es tu cerebro”, me escribe una lectora. Es rubia, de rulos, muy linda.
Leyó mi libro. Al fin aparecen personas que me reconocen por lo que hago y no tanto por lo soy en estética, en físico, en patología.
Ella es piola, cazó el mambo, como decimos en Argentina, no es de esas personas con poca empatía que no averiguan quién sos, que no escuchan al otro, muéranse egoístas porque te tiran la más fácil: qué luchador, qué campeón, mi corazón, cuánta superación, les voy a contar a mis nietos de vos, qué ejemplo de vida.
Ya taché de mi diccionario la palabra resiliencia. Cuando escucho esos tipos de comentarios me agarra una tos ritmo fiesta clandestina y termino expulsando flemas nombre rechazo. Y el trap mainstream argentino, ni hablar, me parece un espanto.
Mi papá compró muchos papeles y servilletas. En la cocina hay como 20 rollos de 500 hojas. Es decir: en pesos, serían $5.000 por mes (unos 50 dólares estadounidenses).
Ya me gasté dos.
Digamos que el oído me sangra.
Y ando con un tic: antes de dormir, escupo saliva para no respirármela con la ventilación de la máscara; de día, por las dudas, hago lo mismo algunas veces por más que no la use. Es una acción —basada en los nervios— que ya me quedó. Tener la boca abierta tampoco ayuda.
Me agarra mucho miedo y no lo puedo controlar. Miedo a morir ahogado en mi propio cuerpo.
Paremos acá: pensé mucho en contar esto de arriba o no. Lo puse, lo saqué, ahora está. ¿Lo dejo? Intuyo que muchos y muchas vinimos a la tierra para mostrar nuestras miserias ansiosas y dejarlas boyar en el aire hasta que se agoten. La vida es un borro-escribo-borro-escribo. De todas formas, me parece muy de tipo cobarde hacer esta aclaración. Así que sigamos.
No pienso censurar nada.
“Sos un salvaje, no podés irte tanto al carajo”, añade esta mujer.
Me cuenta que mientras leía lloraba y después no sabe por qué se hacía pis de la risa y después lloraba y después reía a carcajadas y después lloraba de nuevo sin parar.
Aunque se lee rápido, dijo, demoró dos días en acabar su lectura y no quiso hojear las últimas diez páginas para que no se terminara. “Sos muy explosivo, explícito y sensual, me generás escalofríos, me tuve que tocar y ahora quiero acariciar tus formas”, relata.
Su mensaje hot me atrapa una sonrisa.
Le contesto que sí, con una lluvia de corazones, que pronto nos veremos.
Hace días otra chica me propuso hacer una película porno. “Bueno, ensayemos mucho, con eso no hay problema”, le dije con tono de sinvergüenza.
Me mandó nudes.
Y acá es medianoche, no deseo masturbarme. En mi casa se oyen poco los autos que rebotan contra las piedras de los pozos mojados en la vereda: vivo en Flores, Ciudad de Buenos Aires. Mi domicilio se encuentra en la calle Páez y se la pasa repleta de gente. Parece la casa del barrio: empanadas que salen del horno de barro, tragos de fernet, hielo resbaloso para la jarra de alcohol, mucha PlayStation, trucos con cartas rotas en la cocina, coca cola fresca en frasco de vidrio para mí.
Sin embargo, ahora no hay nadie: los amigos huyeron en moto. Uno vive a tres cuadras pero le gusta decir que duerme en la esquina de mi casa, que la distancia es media cuadra. Dijo que iba a contar los pasos.
Adentro de nuestro hogar, en soledad, el silencio manipula: me atrapa durante media hora con pensamientos oscuros hasta que funciona como disparador de ideas.
—Tomatelá —le grito a Lobito, 11 años, caminata senil, y me mira con cara de gatito de Shrek. Acaba de dibujar un caminito de caca en mi habitación. ¿Justo en mi cuarto, teniendo toda la casa? Hubiera hecho esto en el patio o en la terraza.
Ni me registra y se abre de patas hasta quedar acostado, al borde del llanto.
Lo encontró una de mis tías, la que se hace la salvavidas, y lo trajo a los ladridos. Es un ovejero alemán pero reclutado de la calle. Mezcla de mezcla de mezcla.
Es como yo, en realidad: no se sabe qué cuernos es.
Van a ver que ya no me quiere.
La caca, el charquito de pis: suele pasar. Mi hermano Agustín se pone el barbijo de protector —gran estratega— y limpia agachado. Al perro yo lo castigo pero solo con insultos que son ignorados.
Y esto también suele pasar: cuando la enfermera titular de turno no puede venir, manda a la hija de reemplazo. Pasó solo por hoy. La hija no tiene título pero estudia enfermería y es más chica que yo.
Nunca tuve una enfermera menor a mí.
Ella con 22, yo con 23.
Podríamos transgredir y tener relaciones por las noches.
Paciente-enfermera: buen featuring.
Pero en este momento hace en cambio la operación menos sexy de la historia: me saca una gasa de la oreja, mira mi cuerpo en general. Y entonces:
—Estás todo lastimado.
Después se sienta en una silla de madera endeble, me desviste, estoy en cuero, y dice con cierto tono irónico “uh, qué triste ser vos, eh, tu vida es para llorar” y luego describe mis manos como manos de arbolitos.
Me encanta esa oración que salió de su boca. Mi cuerpo que combina con lo verde, que fabrica frutos. A veces le pido tanto al mismo tiempo que me para el carro, al igual que su mamá, diciéndome que no es un pulpo. Es que las dos rascan muy bien.
—¿Vos nunca llorás? —pregunta—. Nunca termino de entenderte.
—No puedo. No con intensidad. Vivo asfixiado. Solo me cayeron dos lágrimas cuando me enteré que iba a publicar el libro, y también ayer cuando visité a los angelitos de la plaza que participan de mi nuevo tema musical/documental: no pude frenar el llanto. Solo el viento me contuvo y me secó los ojos.
Es un video clip que se llama “Los nenes me odian”. Lo grabé con Brunito, un amigo que me hace la música en la que yo rapeo. El documental fue filmado en La plaza de los periodistas. En el centro hay una fuente que grita alaridos: son estatuas de angelitos blancos, pero grafiteados con los ojos negros. ¿Quién habrá sido? ¿Fueron ellos mismos? Lloran oscuridad.
Ahora
—Acabo de llegar a casa — me avisa Suri, mi amigo cuidador enfermero hermano: todo eso junto—. ¿Vos cómo estás? ¿Te dejé bien? Qué alegría, amiguito. Si mañana necesitás que llegue más temprano avisame. Todavía me acuerdo de lo que nos pasó hoy a la tarde: en la calle unos niños te estaban mirando re amables, la madre salió hacia la vereda, los sacó de tu vista y yo le grité muy fuerte: “¡Ortodoxa!”.
En la plaza un pibe flaquito pasea con la bici, casi se choca contra un árbol porque no para de mirarme y mi amigo le advierte: “Mirá que si lo seguís mirando te va a pasar, eh, tené cuidado, vas a terminar como él”.
Yo me río debajo del barbijo. Para los niños que me cruzo no soy Chucky por la estatura ni Jason por la máscara ni el hombre de la bolsa por el bolso en el que llevo el celular; soy “el extraño deforme de la plaza”. Si me ven demasiado, se van a convertir en nenitos defos.
En la canchita de fútbol todos son flacos, juegan sin barbijo y se matan a patadas. El único gordito termina llorando. Unos borrachos comparten Fanta del pico. Uno de rastas está en cuero y le tose al cielo, que se está poniendo rojo. Lo miro mal. Quiero subir a la calesita, volver a tener 3 años. Hay una hamaca nueva adaptada para discapacitados, pero debe estar re viruseada. Me encantaría probarla.
Suri ya aprendió a vestirme: es un capo total. Brillo para el pelo teñido de colores, camiseta dri fit de México, zapatillas negras con dorado, reloj plateado. También me saca la botellita que uso de papagayo cuando hago pis.
Me sube el pantalón deportivo, me arranca una venda y mira: “Fua, amigo, ¡tenés la rodilla re deforme!”. Nunca me deja solo, dice hoy, por si de sorpresa me agarra una hemorragia interna en los nódulos.
Antes
No puede ser lo que veo.
No.
Acostado en la cama, tapado con dos sábanas, lloro para adentro. Una araña trepa hacia el techo y vibra con las imágenes, al lado mío.
¿Será ella?
—Hola, hola, hola —suelta una chica en un video random que me aparece en YouTube, dentro de las sugerencias por músicos que me gustan. Caí acá y no hay salida.
Probándose ropa, le baila al espejo burlándose.
—Hola —se pone otra prenda.
De fondo una biblioteca.
Es la protagonista de “Suavemente entusiasmada”, una peli corta y musical que aborda el deseo desde la diversidad funcional y las formas del cuerpo, inspirada en The Elephant Man, de David Lynch.
Tiene, parece, la misma enfermedad que yo: nódulos en la cabeza, un ojo casi tapado, el rostro en aprieto, las orejas distorsionadas, la expresión fogosa.
—Hola —es mi respuesta hacia ella y la compu, y mi mensaje no va a ninguna parte: queda en el aire.
Me quiero meter y darle un abrazo. Decirle —aunque lo sabe— que es muy mona: es bellísima.
Así, con la cara un poco escondida.
Parece un autorretrato. El reflejo de su sonrisa me pone alerta y no logro dejar de observarla.
Digamos: en belleza me pasa el trapo.
La película avanza: la lleva a un baile entre amigos y amigas que la ven con indiferencia, sin desprecio ni asco, y luego se acercan —lento, con cuidado— para besarla y darse cariño en un enredo de todos por igual.
Deseo estar ahí. Mucho.
Pero retrocedo con el mouse. Intento prestarle atención cuando está sola porque lo curioso son los bultos: le atacaron la parte superior de su cuerpo, pero no el resto. Brazos, piernas y pies intactos.
Le falta una pera, pienso.
Y en cierto punto, qué sé yo, me excita.
Me destapo. Solo puedo besar la lámina de la computadora que nos separa. Me estiro, lo hago.
Pongo pausa. Trato de quitar el morbo de mi mente y su ruido.
¿Será ella? ¿Será el tercer caso de FHJ —fibromatosis hialina juvenil— en Argentina?
Agito la rodilla, se me marcan las venas de la frente.
Le escribo por Instagram al director del corto, que se llama Fede Tachella, Francella o Telechea, no sé bien. Ganó un primer premio en BAFICI y tuvo una buena aceptación en Cannes, el festival de cine más importante del mundo. No lo conozco en persona.
Me contesta en menos de tres minutos y me envía su teléfono. Lo agendo a mis contactos prioritarios y le hablo.
—Hola, acá Mati —y lo acompaño con un emoji de un corazón en descontrol.
—Mati, iba a escribirte, pero no me animé. Toqué las teclas del táctil como seis veces pero las borré y no toqué enviar. Vi que compartiste nuestro corto. Gracias, de corazón. ¿Lo viste? ¿Entero? ¿Qué te pareció? Sufro un vértigo muy alto: solo necesito saber, si te dan ganas de contarme, qué te pasó a vos mientras lo mirabas.
—Lloré mucho con tu corto. Me encontrás suavemente entusiasmado con la preciosura de cada toma, me sentí identificado con cada secuencia.
—Capaz, si te conocía de antes, podrías haber actuado vos.
—Pero ya estuvo ella. Y espectacular.
—Sí.
—¿Quién es?
—Una actriz particular, muy sensible y buena.
—Uh. ¿Pero cómo?
—¿Qué?
—¿Es así o de mentirita?
—¿Qué cosa?
Espero.
—La cabeza distinta que luce.
—La maquillamos.
Me desinflo.
—Ah. Porque quisiera conocerla.
—Y encima es Rita, mi novia.
Todo arruinado.
Pasan 10 minutos
—”El hombre elefante” es mi película favorita de todos los tiempos —cuenta Fede en un audio de WhatsApp—, y creo que vos sos un poco elefante hombre, con trompa incluida. Me emociona tu batalla, por eso cuando vi el videoclip que vos hiciste, en el ponés tu cara cruda, lo primero que me apareció fue una imagen: vos, como si fueses la vanguardia de una revolución.
Dentro de los cánones de belleza o de lo que estaría bien para el mundo del entretenimiento —sigue Fede—, vos estás todo mal: te sacás 1 en todo. No medís dos metros, no sos esbelto, ni rubio, ni blanco blanquito, ni estás para los fashion films. Y eso me parece maravilloso. Robert Bresson, un director muy fino y viejísimo que me enloquece, trabaja con actores no profesionales: agarra un guachín de la calle y lo pone a actuar.
—Qué capo.
—Así que, por favor, hagamos tremendo bardo. Ya te fiché. Vamos a hacer un material cero Hollywood y bastante turbio. Punk y anti trap. A mí me vibra mucho filmar el deseo de personas que no estamos acostumbrados a ver. Odio los cuerpos de las historias románticas, odio la cultura normativa y horrenda que dice cómo tenemos que ser. Ya el mundo se volvió muy pornográfico. Yo no te imagino en situaciones de ternura sino de guerra. Me encanta escucharte hablar, sos un tremendo poeta.
—La vamos a re pudrir, papá —respondo.
—Lo interesante es que (en una peli, en un corto o en un videoclip: lo que hagamos) convivan el amor, la ternura, lo muerto, algo lindo, algo asqueroso, algo que golpee y algo poco importante: ese rejunte. Destrozar los cuerpos hegemónicos y los cuerpos que “están bien” para ser un trapero o un actor. Siento que mi camino como director de cine es parecido al tuyo. Te veo en una típica película de escape de la cárcel: un mundo medio imaginario o un hospital repleto de personas con cuerpos muy diversos y muy disidentes, atrapados, confinados, y vos el paladín de esa rebelión; se escapan todos, con vos a la cabeza. Haría un casting con personas raras, bien raras, bien todo mal.
—Bien todo mal. Me representa esa frase.
—Armémoslo. Me parece mucho más lindo si nos juntamos en tu patiecito y nos miramos las caras.
Una semana después
Fede ingresa despacio, como si pidiera permiso. Deja su bici y se saca el casco rosa. Lo miro, me mira. Usa un pañuelo de piquetero como barbijo. Es lindo, alto, usa anteojitos, bigote, remeras floreadas.
Abre mucho los ojos al ver mi casa, que —piropo o insulto— es una selva: plantas, pájaros que saludan, una sala de danza, piano de fondo como orquesta de horas y un perro sentado.
—Él es Lobito —se lo presento.
Lobito escucha mi voz, huye para la terraza.
—Creo que ya no me quiere más.
—¿Por? Tiene los ojos re saltones, pensé que te re cuidaba.
—En este texto te voy a contar todo lo que pasó.
Agarra mi celular y lo envuelve en su mano.
El primer beso
Mamá apaga el respirador con el dedo. Entonces abro los ojos. Los sábados no vienen a cargar el oxígeno ni a controlar el equipo con el que duermo.
—Te tengo que cambiar las gasas, Mati —dice cuando me saca la máscara y vuelvo a respirar.
Lo primero que hago es pedirle el celular. Puedo operarlo con un mínimo movimiento de mi mano y a través de un mouse bluetooth. El resto de mi cuerpo apenas se mueve. Mucho las piernas, poco los brazos.
Mientras miro mensajes, mi hermano se prepara para ir a trabajar al negocio de papá, que lo está por pasar a buscar. Antes de irse, papá entra a casa y me da un beso en la frente. Él no vive con nosotros. Después se van los dos y yo me quedo solo con mamá.
Ella me sienta en la silla de ruedas y le pido que me sirva un vaso de coca con hielo porque estoy transpirando. Tendría que escribir, pero me pongo a jugar a la Play. Agarro el joystick. Quiero poder controlar algo.
Mamá aprovecha y se va a regar las plantas a la terraza.
A mí me duele la cadera. Es culpa de mi espalda jorobada. Me quedo quieto en la silla para no caerme y grito varias veces que necesito ayuda. Pero ella no contesta.
Siempre tuve miedo a quedarme solo. Una noche llamé a mamá a los gritos durante dos horas para que me acomodara el cuerpo. Me había dejado tapado y casi boca abajo. No me escuchó. Dormía profundamente al lado de mi cama. Cuando al fin se despertó, lloré hasta el mediodía.
Ahora mamá baja, me ve inclinado y me pregunta qué pasó que estoy así. Tiene las manos llenas de tierra.
—Basta Mati, el día está hermoso —dice mientras me saca el control—. Salí a ver el sol. No podés quedarte encerrado.
Me lleva al patio. Ahí está Lobito.
Cuando lo trajeron yo tenía 14 años. Pensé que al fin llegaba una mascota capaz de darme la patita y saludarme como nadie se anima; capaz de dormir en la misma almohada que yo, sintiendo el aire del respirador en verano.
Con el tiempo, Lobito se acostumbró a chuparme la cara, a morderme procurando que no duela y a acompañarme cuando intuye que estoy mal. Si grito, viene corriendo y se acuesta a mis pies. Si tengo fiebre, se acomoda en el sillón del cuarto, el que usa la enfermera que me asiste en las noches. Y si paso días sin salir de la cama, sube y entonces siento su cola alegre golpear contra mi cintura.
Ahora Lobito se relame en el patio. La luz me llega y mamá sube de nuevo para hacer jardinería. Hace un mes cumplí 17 años. No me gusta estar solo. Nunca estoy solo.
Anoche Lobito durmió en mi pieza y se tiró pedos que olí hasta con la máscara puesta: me fumigó. Esta mañana se tira otro mientras yo miro las plantas. Grito para que mamá baje y me tape la nariz de agujeros chiquitos con la remera.
—¡Ma!
Silencio.
Pero Lobito sí me escucha. Me está mirando.
Temo que haya llegado el momento, que se dé cuenta de lo que soy y me coma. Me clava los ojos. Quizás me arranque la pera y se la lleve para siempre. Quizás me saque la cabeza y se la muestre a mamá como si fuera un gato muerto. No suelta la vista. Se me acerca de a poco.
—Vení, Lobito, hermoso, dame un beso —le digo.
Él fija su tierna mirada en mi cachete, corre, apoya las patas en los pedales de la silla y me atropella en un intento de abrazo. Los pedales se van para abajo y se levantan las ruedas traseras. Me estoy cayendo de cara al suelo. No puedo protegerme con las manos, están encogidas. Me doy la cara contra el piso. Hay sangre. Un charquito se expande por el patio. Lobito lo chupa. Después llora.
Mamá escucha el golpe y baja en segundos.
—Ay, Mati, por Dios, ¿qué pasó? No me puedo ir ni un segundo —me dice mientras me levanta del suelo. Después mira a Lobito—. ¡Vos, Lobito, andáte! ¿Qué carajo te pasa? No podés saltarle así a Mati. Te voy a encerrar.
Mamá me sienta sobre sus piernas. Me pone un hielo debajo del labio y otro en el ojo derecho. Yo lloro sin ruido. Lobito también.
Todo es distinto desde entonces. Pasaron ya tres años. Me recuperé del golpe, pero Lobito no. Se porta conmigo como si fuese culpable. Cuando estoy cerca, camina como un perro mojado. No me mira a los ojos. Si le hablo, finge no escucharme. Si hago un caminito de comida balanceada, cuando le toca comer la última, que está en mi mano, se echa a un costado.
Si alguno de mis amigos —Tomi, Suri o Ivo— lo agarra del hocico y lo apunta en mi dirección, Lobito mira la pared. No sé si siente miedo o rabia. No sé qué nos pasó. Solo sé que a la noche, cuando cree que duermo, se acerca a la silla de ruedas y, largamente, la huele.
Al día siguiente
Fede me escribe a las dos de la mañana.
—Ahora estoy medio dormido y no sé por qué me desperté. Algo me hizo señal entre sueños. Ya que te conocí, tomó mucha presencia lo que nos une. Y así es como suceden los terremotos.
Graba un audio. De fondo se escucha un perro que le chupetea toda la cara.
—De pronto sos mi persona favorita —dice.
—Vos también ya sos mi persona favorita y no sé por qué —digo yo, desde mi habitación, solo.
—Acabo de leer el texto de Lobito. Me ponés la piel de gallina. Me hizo mierda. Él es muy precioso y te tiró jugando, qué situación casi feliz triste.
—11 años debe tener, ya es tarde para reponer la relación. Es muy senil y el asunto dejó de ser personal: a esta altura no le da pelota a nadie. Y sí, me tiró jugando, en un intento de beso abrazo chape. Yo justo estaba en una silla de ruedas re endeble. Caí de jeta al piso y hubo sangre. Desde ese momento, hace como que no existo. No me registra: no me mira, no me da besos ni se me acerca. Tiene miedo, no sé...
Hay un silencio de tres minutos en el chat.
—Te propongo que hagamos un corto sobre tu texto y la relación con Lobito. ¿Qué pensás? ¿Cómo lo sentís? Tengo un amigo entrenador de animales que maneja unos perros actores muy geniales. Podrían hacer todo lo que el personaje de Lobito quiera. Ojalá Lobito se pueda acercar de alguna manera. Esteban, el entrenador, te ayudaría. Gran persona.
—Sí a todo. Hagámoslo y ojalá lo logremos. Lo filmaría de noche sí o sí para cambiar el escenario. Y bajo la lluvia.
—Para mí la historia sucede a las dos de la mañana. Me mandaste el capítulo del libro y es como si ya hubieses escrito el guion del corto, ja. Solo nos queda ahondar en las escenas y entender cuál es la mejor forma de contarlo cinematográficamente. Agregar data inventada, surrealista o no.
—Lo dirigís vos —le aclaro—. Pero estoy como compañero de escritura.
—Esteban puede conseguir un perro que sea cariñoso, pero que visualmente genere mucho miedo. Y la bestia va a ser igual de protagonista que vos. Podría actuar un gran danés, uno que cause asombro y pánico. Un perro caballo. Conocemos a uno que se llama Argos.
—¿Y... nos vamos a dar un beso?
—Sí. Va a ser como tu segundo o tercer beso, y como si fuera el más especial: el de un viaje de egresados de séptimo grado y apretujados contra la pared. Un cruce de lenguas entre un hombre que no es hombre con un perro que no es perro.
Tres días después…
—O sea que no voy a actuar. Digamos: estaré en el papel de mí mismo —le digo a Fede. Estamos en calcetines y tirados sin barbijo en mi cama.
—Sí vas a actuar, re. Te va a salir muy natural, como cuando rapeás.
—Ja.
—Por el momento necesito que la productora apruebe el guion y financie nuestro proyecto. Los actores los conseguimos fácil. La locación, por supuesto, es tu casa. Desde afuera se nota que es medio centro cultural. Pero creo que vamos a terminar filmando a fines de enero o en febrero o en marzo.
—Falta —decimos al mismo tiempo.
Me acaricia la frente —ya sabe que en cualquier momento puedo levantar fiebre— y me da un abrazo.
Le hago escuchar de nuevo la canción “Los nenes me odian”. Esta es la letra:
los nenes me odian
o capaz que me quieren
será por la fobia
que los nazis sugieren
y mi ser que no quiere decir que eso le agobia
los que están a mi altura se acercan
nunca tuve novia
y todos se ríen en horda
ya superamos la onda
la calesita que se marea
y queda sorda
tu hijo me dijo angelito,
de esos que no sobran
en un cuerpo de nene
los nenes me odian
¿o capaz que me quieren?
—Es el reggaetón más triste del mundo —dice Fede—. Lo ambiguo y lo retórico se siente con potencia. Encaja perfecto. Sos una máquina destructiva.
Un mes después
Primer día de rodaje de El beso
—Tenemos la mejor cámara del mundo —me dice Marcos Hastrup: ojos celestes, remera lisa, paz de contento, director de fotografía.
Fede me había adelantado que era el más talentoso del grupo. A mitad de mes viaja a Dubai para filmar en las alturas. Hay que mirarlo desde cualquier ángulo y aprovecharlo: es un tipo que se maneja con el trabajo y los silencios.
Afuera un camión estaciona en la puerta y varios hombres bajan la cámara —intuyo que pesadísima—, los lentes traídos desde Europa, las luces de interiores y exteriores.
De no creer: Argos —el gran danés que en la historia se llamará Fósforo— descansa en una casa rodante con un camarín de lujo, con aire acondicionado, agua y comida de la marca más cara.
La productora aceptó la propuesta de Fede. Pagó 47 mil pesos para una batería nueva y arregló —después de tantos años de verla como una planta— mi silla motorizada.
Ahora estoy arriba de ella avanzando a toda velocidad y apuro a la gente. Tave (Nico Tavella, director de arte) colocó una rampa para que me mueva sin trabas. Me pintó la pared de mi cuarto de rosa pastel y está en pleno tuneo de la silla: muchos brillos y stickers de frutas y mariposas. Me pone —y me regala— unas luces led para mi habitación. Elijo el color violeta.
Llega Moe, una nena de 11 años que va a actuar de bailarina y de la persona que, de algún modo, intentará conseguir una reconciliación del perro conmigo después de la caída (Fósforo me abrazará como en la crónica y me tirará al suelo).
Fede me dijo que íbamos a ser 10 personas, pero en la casa hay 23. Mi hermano Agustín lo quiere colgar de uno de los tubos de luz que ahora colocan en el patio. Eso sí, todos los que ingresaron dieron negativo en el test covid que hizo una chica en la puerta.
En la cocina hay un catering monumental. Una mujer colorada —de ella solo puedo decir la palabra amor— me maquilla y me pone extensiones de pelo fucsia sobre el mío, que ya es celeste.
Al final —qué noticia maravillosa— la actriz que hace de madre es mi mamá real. No puedo más de la emoción y de los nervios.
Y Fede no solo dirige: me alza en sus brazos, me acuesta, me da de comer empanadas y coca de tomar, le pone ocho hielos, me viste, me levanta si me duele la herida de la cola, espera; está muy despierto.
—Éramos tan pobres —se ríe Suri, que vino de asistente personal.
En medio del rodaje, la nena acaricia a Fósforo y me mira. Fede me sugiere mientras ella lo escucha:
—Hablale con tono de galán, de seducción.
No entiendo nada.
No entiendo nada.
Pero lo hago igual. Todo lo que esté fuera de lugar me atrapa con locura.
Segundo día de rodaje
Acabamos de terminar. El reloj dorado que uso por facha y que no sirve y que ni puedo llegar a mirar tendría que descifrar: las 6 de la mañana, yo empapado —remera relámpago, pantalón corto, cachetes con barro— después del beso bajo la lluvia y desmayado de placer.
—Al final fuiste el más despierto de todos —dicen varios.
Fede me sienta en la reposera de mi cuarto. Se saca las medias azules con dibujos de sandías, su fruta preferida. En patas sentado en el piso, me mira y mueve las piernitas. No sé qué decirle.
Mi enfermera trae un pollo frito y crocante que había cocinado Suri horas antes; no comí en todo el día por filmar. Le pido que me emboque un bocado y que me levante. Me molesta apenas la cola y me mantiene en el aire.
—Permiso —Fede se saca el barbijo.
El planeta se pone en pausa. Me abraza en el viento —esa energía arrolladora de alegría y calma que aparece cuando se logra un proyecto— y me da un beso en la boca.
Un beso con lengua.
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