“Esta vida te tiene que gustar”: el particular método para hornear pan que tiene un matrimonio en un pueblo bonaerense
Betina Álvarez y Santiago Libertini están a cargo de una panadería en la localidad de Pellegrini, en el límite con La Pampa; el local data de 1912
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PELLEGRINI, provincia de Buenos Aires.– Cuando el mapa de la provincia de Buenos Aires se termina, en su lejano oeste por la ruta 5 se presenta, a un costado del camino, Pellegrini. Amable y fronteriza localidad, luego el horizonte abraza el desierto pampeano. A la madrugada, el pueblo se perfuma con aromas a esencias y pan recién horneado. “Por nada en el mundo vamos a dejar de hacerlo con leña”, dice Betina Álvarez.
Su panadería es la única y última en el pueblo que hace pan y facturas a leña, y de las pocas en la provincia. La creó su bisabuelo, llegado de España en 1912, y desde entonces su familia la ha mantenido en el mismo rubro. “Es un trabajo sacrificado, pero es gratificante: hacer pan”, indica Álvarez, aunque reconoce: “No es fácil conseguir leña”. A pesar de esto, la cercanía con La Pampa los favorece.
“El caldén es una gran leña que produce buena brasa”, detalla su esposo, Santiago Libertini. Endémico de La Pampa, es el árbol emblemático de esa provincia. Los montes de caldenales se pueden ver a ambos lados de las rutas pampeanas. De allí se nutren para alimentar al horno: 4000 kilos por mes, entre 100 y 150 kilos usados por día. El horno nunca deja de estar caliente. “El pan tiene otro sabor”, afirma Álvarez.
Dos grandes diferencias del pan a leña con respecto al industrial: el piso y lo crujiente de la corteza. “Jamás podríamos hacer pan con gas”, confiesa Álvarez. Es determinante: “No tienen sabor”, agrega.
La rutina
Mientras todos duermen, en la panadería la acción es intensa, pero en silencio. El matrimonio tiene las tareas bien divididas. Santiago es el encargado de hacer el pan, a las 4 está activo. Todo comienza la tarde anterior cuando la amasadora hace la masa y la deja leudar 40 minutos, luego la pasa por la sobadora mínimo, siete veces. Se hacen a mano las piezas y las dejan descansar toda la madrugada.
De noche en invierno y ya casi al alba en verano, a esa hora agrega leña al horno que ha quedado cerrado desde la tarde, llegando a 500°C. Con las horas, se va entibiando para luego volver a subir temperatura. Antes de introducir los panes, le hace a cada uno un corte para que la pieza diseñe su forma final. El pan francés, por ejemplo, tiene un tajo en su centro. Quince o 20 minutos y el pan ya está listo.
El francés, el mignon y las galletas de campo son lo que está primero. Para esta altura, con la primera producción, se hacen las seis y el vidrio de la vidriera se empaña. El horno, la magia de la cocción de la harina y pronto de las esencias, perfuman el aire de Pellegrini en la lenta despedida de la noche y el tímido despertar del día. “Muchos clientes vienen al amanecer”, dice Álvarez. “Es hermosa esa hora”, confiesa.
“Lo mío es la pastelería”, aclara Álvarez. Toda su vida estuvo en una cuadra entre bolsas de harina, leña y largas palas. “Las facturas hechas con leña son irresistibles”, advierte. A la par del trabajo de Santiago, ella prepara en la amasadora “el empaste” con harina, leche, manteca, huevos, levadura y esencias. Lo deja leudar 40 minutos y lo separa en bollos de 10 kilos y los lleva al freezer.
Hace medialunas, vigilantes, sacramentos, cintitas y una variedad con dulce de leche. Vuelve su mirada a la canasta con leña. El calor en la cuadra es alto y el matrimonio, incluso en este invierno duro, lo siente, pero es la ofrenda que deben dar a cambio de hacer un alimento bíblico en un pueblo en las tierras baldías del mapa bonaerense.
“Se llevan el pan y las facturas calientes”, dice Álvarez sobre los leales que caminan a tientas por las calles solitarias a buscar los elementos que van a decorar las mesas en el desayuno. La importancia social de la panadería es capital. “Es un punto de encuentro”, resume Álvarez.
“Esta vida te tiene que gustar”, confirma Álvarez. A pesar de ser un comercio que sostiene parte de la identidad de la localidad, los tiempos han cambiado y deben competir con el progreso. Los hornos a gas, los eléctricos y las premezclas, hacen que lo panes hechos de esta manera sean más baratos. “Nuestro pan tiene harina, agua, levadura”, sostiene Álvarez. Elementos naturales, y agrega dos más: “Mucha mano y ojo”, concluye.
Historia
La historia de la panadería tiene capítulos interesantes. Desde 1912 es de su familia. En 2003 se hizo cargo Betina. Le sobraba experiencia, tenía un ayudante, pero en 2013 se quedó sola. Debía continuar y el destino tejió sus hilos para encontrar una solución en su propio hogar. “Jamás en mi vida había amasado pan”, dice Libertini. Hombre de tierra adentro, trabajaba con su padre en el campo, pero la actividad cesó. Le propuso ayudarla.
Comenzó desde cero con la mejor docente: su esposa. El desafío fue grande y ya lleva once años haciendo el pan que gran parte de los vecinos de Pellegrini consumen a diario. Comparten la vida y el trabajo.
El corazón de la panadería es el horno. Tiene cuatro metros de profundidad, y, al lado, una gruesa puerta de hierro fundido abre el espacio donde se quema la madera de caldén. “El secreto está en dominar el tiraje”, cuenta Libertini. El tiraje es la entrada o no de oxígeno. Esto se regula de una sola manera: “Con todos los sentidos”, dice Libertini.
El horno es usado a diario y baja muy poco su temperatura. “El mantenimiento es clave”, agrega Libertini. Cada vez que comienza la actividad a la madrugada, deben limpiar el piso con una arpillera mojada envuelta en una pala.
“Son rosarinos”, dice Álvarez para referirse a la procedencia de los horneros, que son lo que se encargan de una limpieza más profunda. “Trabajan en el infierno”, reconoce ella. Los horneros deben hacer su labor dentro del horno a una temperatura que muchas veces alcanza los 150°C. Entran con vestimenta especial y antiparras para protegerse los ojos. Están un máximo de cinco minutos adentro y salen exhaustos.
El pueblo
Pellegrini se encuentra a 500 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Su territorio presenta las características propias de un paisaje que se funde con el horizonte dilatado pampeano, a un costado de la ruta 5 se ven islas de eucaliptos y en sus caminos de tierra cruzan peludos y zorros. La localidad es pintoresca y sus calles amplias y arboladas, algo la vuelve especial: su majestuoso palacio comunal, obra del arquitecto Francisco Salamone. Es uno de los icónicos de su corta y prolífica carrera.
El Meridiano V pasa a 30 kilómetros, es el hito que marca el límite entre La Pampa y Buenos Aires. Un meridiano que corta esta tierra de norte a sur, un camino de tierra permite transitarlo, a la derecha se ve el horizonte de la primera y a la izquierda, de la segunda. La primera localidad pampeana que el viajero ve es Catriló.
La zona donde se asienta es nombrada en la época de la colonia, pasaba por aquí el camino real que unía Buenos Aires con el Alto Perú. En 1626 se establece aquí una parada para descansar. Luego, a fines del siglo XVIII se construye un fuerte. En 1897 se inaugura la estación Drydale y el asentamiento de casas a su alrededor recibió el mismo nombre, hasta que en 1907 cambió por el de Pellegrini.
La Panadería Álvarez oficia de despertador, Betina y Santiago no tienen descanso. El pan debe estar en las mesas todos los días. “Es un trabajo de lunes a lunes”, señala ella. El aroma ahumado de la panificación a leña es una rareza en estos tiempos acelerados, las máquinas han ganado sobre el trabajo manual pero el matrimonio todos los días presenta un principio: “No dejaremos de hacer pan con sabor a pan”, dice Álvarez.