Mientras las plazas y las zonas peatonales prometen ser las grandes protagonistas de la pospandemia, especialistas de todo el mundo reclaman tejidos urbanos más equilibrados
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Los sábados y domingos la avenida Boedo, en las cuadras que se extienden entre Independencia y San Juan, no es lo que era. Es algo mucho mejor.
El año pasado, cuando tras la cuarentena estricta se empezaron a buscar alternativas que permitieran retomar la actividad sin poner en riesgo la salud pública, la Ciudad dispuso que, durante los fines de semana, ese tramo de avenida estuviera cerrado al tránsito vehicular. Y –sepan disculpar lo ingenuo de la metáfora– fue como si florecieran mil flores.
Si el sábado al mediodía alguien se aventura a hacer alguna compra por allí, verá cómo las mesitas, que durante la semana sobreviven como pueden junto a los bares, comienzan a ganarle terreno al asfalto. Durante el verano, una de las más codiciadas estaba en una esquina, junto a la panadería-bar, bendecida por la fragancia impagable de un tilo. A medida que avanza el día, avanza la vida –bípeda y con barbijo – sobre la senda que durante el resto de la semana pertenece exclusivamente a los autos. Los chicos corren a sus anchas, andan en bicicleta o les sacan chispas a los monopatines. Los vecinos deambulan entre artesanos y comercios abiertos. Algún músico hace sonar una guitarra, los gazebos dibujan un paisaje distinto y, cuando la luz diurna comienza a decaer, asoman guirnaldas y lucecitas para que la noche se vuelva más amable. Todavía hay tiempo para una cerveza más, tal vez un helado, el regreso lento por una avenida que ahora, al menos durante dos días, es una plácida celebración a cielo abierto.
Las llaman “áreas peatonales transitorias” y desde septiembre de 2020 se extienden por diversas zonas de la ciudad. Están en San Telmo, La Boca, Almagro, Recoleta, La Boca, Belgrano, Palermo, Chacarita. Nacieron del miedo al contagio, y uno se dice que bien podrían seguir allí cuando el miedo pase; cuando la pandemia no sea más que un mal recuerdo pero la alegría de haber ganado espacio siga estando presente.
Se comentó ya muchas veces y se sigue verificando: más que traer novedades, lo que hizo la pandemia fue correr velos. Más que imponer carencias, exhibió con crudeza las que ya se venían arrastrando. Entre ellas, las dificultades que amplias capas de la población tienen para disfrutar del entorno urbano, disponer de viviendas que no impliquen hacinamiento, contar con espacios verdes en la proximidad del hogar. Derecho a la ciudad, dirán algunos. Simple calidad de vida, considerarán otros. Medios con que hacer frente a esta pandemia y a las que posiblemente le sigan, afirma ONU-Hábitat. De hecho, en uno de los informes que publicó sobre la crisis global del Covid-19, el organismo internacional afirma que “los espacios públicos deben ser parte de la respuesta al virus”. Si, tal como se está demostrando, los procesos pandémicos tienden a prolongarse en el tiempo, la gestión racional del espacio público tiene mucho para aportar. Según ONU-Hábitat, una ciudad amable, que pone áreas abiertas a disposición de sus habitantes, garantiza tres aspectos claves para atravesar la crisis sanitaria: limita la propagación de la enfermedad, colabora con la salud mental de la población al brindar espacios de recreación colectiva y permite la continuidad de ciertos circuitos económicos.
Una ciudad amable, que pone áreas abiertas a disposición de sus habitantes, ayuda a atravesar la crisis sanitaria
Richard Sennett, sociólogo estadounidense y profesor de la Universidad de Nueva York que desde hace años introduce la dimensión urbana en sus investigaciones, fue una de las tantas voces que, a poco de iniciada la pandemia, salieron a reclamar una puesta a punto de los espacios públicos.
“Para prevenir o inhibir futuras pandemias, seguramente necesitaremos encontrar otras formas de densidad física que permitan a las personas comunicarse, ver a los vecinos y participar en la vida de la calle, aunque estén separadas temporalmente”, escribió en el diario El País. Como muchos otros urbanistas y académicos, Sennett propone pensar seriamente en las llamadas “ciudades de los 15 minutos”. Esto es: despedirse de la ciudad-mole de cemento, atiborrada de tránsito y desequilibrada espacialmente, y comenzar a amigarse con otro diseño, más a escala humana, donde el verde no pierda ante la construcción y –el leitmotiv de los 15 minutos– donde nadie se vea obligado a recorrer grandes distancias para ir al trabajo, realizar alguna actividad cultural o, simplemente, sentarse bajo un árbol a disfrutar del sol.
¿Una estampa de lo que podría ser esa otra ciudad? Los cumpleaños que, al principio tímidamente, comenzaron a celebrarse en las plazas porteñas. Globos y pequeñas meriendas, cumpleañeros soplando las velitas a pocos metros del césped, celebraciones familiares en el espacio de todos, que por algo es espacio colectivo.
Quienes piensan en el mundo post Covid, creen que así como las pantallas nos seguirán uniendo con quienes viven en otras localidades o continentes, las calles y los sectores verdes urbanos están llamados a albergar encuentros más próximos, nutridos de la mejor tradición que alguna vez se propuso la ciudad moderna: contener a muchos, dar espacio a cada uno.
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