Esa pasión llamada Fidel Castro
MADRID.- La primera vez que Gabriel García Márquez escuchó el nombre de Fidel Castro fue en 1955. Por aquel tiempo el escritor compartía exilio en París con un grupo de intelectuales latinoamericanos y cada uno esperaba la caída de su propio dictador, por eso cuando una mañana el poeta cubano Nicolás Guillén abrió la ventana de su habitación y gritó: "¡Se cayó el hombre!", cada cual pensó que se trataba del suyo propio. Los paraguayos creyeron que era Stroessner; los nicaragüenses, Somoza; los colombianos, Rojas Pinilla; los dominicanos, Trujillo, y así una lista interminable. Al final resultó ser Juan Domingo Perón y, poco después, charlando sobre el asunto, Guillén le confesó a García Márquez que no tenía muchas esperanzas de ver el fin de Batista en Cuba. Fue entonces cuando el poeta le habló por primera vez de un joven llamado Fidel que acababa de salir de la cárcel tras asaltar el cuartel Moncada.
Tres años después, García Márquez estaba en Caracas cuando llegó la noticia del triunfo de Castro. Dos semanas más tarde, él y Plinio Apuleyo Mendoza se embarcaron en un avión con un grupo de periodistas rumbo a La Habana. Desde entonces Cuba y Fidel Castro serían casi lo mismo para García Márquez, pues la isla y su amistad con el líder cubano eran para él cosas inseparables.
"La primera vez que lo vi con estos ojos misericordiosos fue en aquel mismo año grande e incierto de 1959, y estaba convenciendo a un empleado del aeropuerto de Camagüey de que tuviera siempre un pollo en la nevera para que los turistas gringos no se creyeran el infundio imperialista de que los cubanos nos estamos muriendo de hambre", contó García Márquez de su primer encuentro con el líder cubano.
Cuando García Márquez y su esposa Mercedes empezaron a viajar a Cuba con más frecuencia, Castro puso a su disposición una de las lujosas residencias de protocolo del reparto Cubanacán en La Habana, casona que enseguida se convirtió en centro de reunión y conspiración, actividad que a ambos apasionaba y que cultivaron sin medida mientras tuvieron salud.
En Cuba el autor de Cien años de soledad cultivó todo tipo de amigos, desde cineastas como Julio García Espinosa hasta comandantes como el legendario Barbarroja, Manuel Piñeiro, durante años responsable de la organización y apoyo de las guerrillas y movimientos de liberación de América latina. Pero aquella casa, más que todo, era refugio para Fidel, quien lo visitaba sin previo aviso, la mayoría de las veces de madrugada, para hablar de cualquier cosa durante horas seguidas. "A veces entraba en tromba con un hambre desaforada, y una vez se comió 28 bolas de helado", solía contar el escritor.
En su casa habanera, junto a obras de grandes pintores cubanos como Víctor Manuel o Amelia Peláez, García Márquez tenía un cuadro pintado por Tony La Guardia que éste le regaló. El Nobel colombiano, que había sido su amigo, no quitó el óleo de la pared después de su fusilamiento por traición.
En Cuba, Gabo tenía bula. En público y en privado era crítico con la burocracia y con muchas cosas del socialismo cubano que no le gustaban. Pero siempre, desde que lo vio por primera vez convenciendo a un camarero en el aeropuerto de Camagüey, fue fiel a su amigo Fidel.
Mauricio Vicent
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