Es cirujano y recorre pueblos olvidados de la provincia, donde atiende gratis en plena pandemia
Víctor Duarte, de 49 años, médico de Bahía Blanca, donde vive, visita todas las semanas cuatro pequeños pueblos del sur de la provincia de Buenos Aires
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“Se nos paga muy mal a los médicos, estamos poniendo en riesgo nuestras vidas y nos da bronca”, afirma Víctor Duarte, de 49 años, médico cirujano de Bahía Blanca, donde vive. Todas las semanas recorre cuatro pequeños pueblos (algunos de menos de 15 habitantes) del sur de la provincia de Buenos Aires, donde atiende ad honorem y con todos los gastos a su costo. Incluso, hace cirugías en olvidadas salas sanitarias, con material propio. “Cuando se nos dice que nos relajamos, nos duele”, dice.
“Esto se hace con el corazón y no por el bolsillo”, afirma. Duarte conoce el esfuerzo y la importancia de la presencia de un médico en el entorno rural, y aún más en el contexto de una pandemia. Su padre, hacía lo mismo. Hasta hace siete años recorrió con su vehículo parajes y localidades de alrededores de Bahía Blanca. “Siempre quise tener la vida de papá”, afirma. Cumpliendo con su trabajo, un camión lo embistió y dos años después, luego de una prolongada recuperación, finalmente murió. Él, entonces, tomó la posta.
“Muchos colegas están en la trinchera contra el Covid y la están pasando muy mal económicamente”, completa.
La caravana por los cuatro pueblos ―que entre todos no superan los 300 habitantes― comienza en Sauce Chico, a 50 kilómetros de Bahía Blanca, con 12 habitantes, un paraje donde vive una comunidad boliviana de quinteros. Ahí atiende en una escuela rural. “Veo a los niños, pero también a sus padres”, dice Duarte. La huella lo guía hasta Chasicó, de 200 habitantes, luego continúa por Pelicurá, de 40 habitantes, y termina en López Lecube, de 18 habitantes.
“Soy una especie de correo”, afirma Duarte. Este melancólico recorrido, que atraviesa silencios y soledad, le devuelve una postal calma y genuina. “Me toca ver gente muy noble”, sostiene. Su presencia es crucial para los olvidados habitantes de esta región. “Aprovecho y les llevo ropa, o cualquier encargue, además de medicamentos”, sostiene. Hace colectas en Bahía Blanca para poder asistirlos.
Su función es de inmensa importancia. “Programo pequeñas cirugías que no revisten peligros”, explica. Todo el material quirúrgico, hasta el hilo de sutura y la anestesia, los lleva él. Pero también atiende toda clase de patologías. “Lo mamé de chico, mi padre era igual: médico de pueblo”, sintetiza. El punto de encuentro son las salas sanitarias, básicas y muchas veces con poco material.
“Saben que siempre viajo. Incluso los feriados, estoy firme, cuentan conmigo”, expresa Duarte. Sin él, no existiría un médico en ninguno de estos cuatro pueblos que recorre. Más allá de López Lecube, está la localidad Felipe Sola; allí se encuentra el único colega en este amplio territorio, tiene 80 años y sigue atendiendo pero muy limitado por la pandemia. “Me piden que vaya, pero ya no me da el tiempo”, confiesa.
“Muchas veces alguien llega rengueando y se va caminando normalmente, sin haberle dado ninguna medicación”, describe lo que es una situación típica. “El paisano de campo a veces necesita contar sus problemas, ser escuchado, eso es todo”, completa. “Yo no cobro ninguna atención, esto no lo hago por plata”, reafirma. Entonces, la gratitud de la familia rural se traduce en pagos en especies.
“Empanadas de ñandú, chorizo de jabalí, vizcacha a la escabeche, quesos”, enumera Duarte. “Para mí es el mejor sueldo, son cosas que no se consiguen en la ciudad”, cuenta.
A pesar de la pandemia, él nunca dejó de hacer sus recorridas semanales. Algo le llama la atención: “Hay más conciencia en los pueblos que en la ciudad”, afirma. Los barbijos, el alcohol en gel están presentes en todo momento. Los habitantes de estas localidades mínimas están informados. La televisión y la radio los mantienen al tanto.
“Necesitan asegurarse que todo lo que ven y oyen es verdad y me preguntan: ‘¿Doc es verdad todo lo que pasa en la ciudad?’”, afirma Duarte. Su palabra es sagrada. “No tienen miedo, sí respeto al virus”, confiesa.
La propia vida del campo es dura, y tiene sus grandes tragedias. Duarte describe hechos comunes que le toca ver y que producen un acostumbramiento a la fatalidad. “Hombres que se revientan un dedo clavando un poste, que mueren aplastados entre máquinas o con amputación de miembros”, describe Duarte.
“Las enfermeras son esenciales para concientizar y apoyar mi trabajo”, reconoce Duarte. Las salas sanitarias de los pequeños pueblos son territorio de ellas, quienes representan el único puente entre un dolor y su solución. Sobrepasadas, sus labores vas más allá que la de ser soporte. Consejeras y líderes, constituyen uno de los pilares de estas comunidades pequeñas.
“Nos da mucha tranquilidad saber que una vez por semana viene el doctor”, asegura Andrea Ferreyra, de 44 años, enfermera de López Lecube, a cargo de una sala sanitaria que ella misma recuperó. Una conexión a internet ayuda a mantener la salud de los 18 habitantes. Ante algún cuadro, ella le envía una foto o un video por WhatsApp a Duarte. “Él me responde enseguida y eso suma un montón hasta que venga”, reconoce Ferreyra.
La población de Lecube, como la mayoría de los pueblos mínimos, es adulta mayor. “Los abuelos tienen sus recetas y medicamentos sin tener que irse de su pueblo”, afirma Ferreyra. La realidad sanitaria en estos pueblos es especial y responde a la tradición. “El hombre de campo se cura solo, aún se vive de esta manera”, sostiene Duarte, y expone el caso de una señora de 93 años. “La primera vez que vio un médico fue cuando me conoció, hace cinco años”, cuenta.
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