Fue en diciembre de 2015. Mauro Poletti miraba fotos de lugares abandonados en un grupo de Facebook, y así la encontró. "¡Brother, esta fábrica es una locura!", le escribió por WhatsApp a Ezequiel Ruete, su amigo. La imagen no era gran cosa. Se veía un descampado, una chimenea, una torre. Nada más. Pero para ellos, podía ser todo: hacía años que buscaban edificios deshabitados para montar una cinta de un extremo a otro. Querían hacer highline, un deporte extremo en altura.
Córdoba, Neuquén y Mendoza habían sido escenario de sus caminatas aéreas. Usaron cintas de nailon y poliéster de 2,5 centímetros de ancho, que se anclan entre dos puntos -allá, roca de granito; ahora, podía ser en la estructura misma de la fábrica- y se tensa. El plan es pararse, caminar y hacer piruetas, con el cuerpo sujetado por un arnés.
"¿Tenés un láser? Agarralo así medimos las distancias", le dijo Ezequiel a Mauro. Entonces, tenían 27 años. Viajaron a la zona norte del Gran Buenos Aires para ver los cuatro bloques de cemento abandonado y, tres días después, ya estaban subiendo a uno de los edificios de diez pisos. Montaron una cinta desde esa construcción hasta otra que había en frente, a 30 metros de altura. Pero el plan duró poco.
Sergio Rodríguez, el sereno del predio, vio la cuerda desde su casa y subió, convencido de que era de los bomberos que entrenaban perros ahí. Pero se encontró con un acampe de cuerpos atléticos en la terraza. "Pibes, ustedes están locos", dijo, y los echó. No quería problemas. En 2010 había prestado el lugar para una partida de paintball, y un hombre de 35 años cayó desde un cuarto piso y murió.
Pero, insistentes, los highliners volvieron una semana más tarde. Le contaron que, por el miedo que impone la cinta, pensar en caerse los paraliza. Pero, también, que aquel que logra pararse experimenta un subidón en el cuerpo: algunos gritan y otros lloran, y solo piensan en eso. Sergio lo entendió. "Sé cómo se siente la altura", dijo. Él había sido limpiavidrios.
Desde aquel día, la fábrica es la sede de la escuela de highline de Buenos Aires. La dirección no se hace pública porque, si se diera a conocer, pasaría lo que Sergio no quiere: recibir más visitas. Solo se llega si alguien de la comunidad, a cargo de Club de Slak, da las coordenadas. "En un año, estás caminando. Esto lo hace cualquiera -dice Ezequiel-.Cualquiera que esté convencido de que lo quiere hacer".
Es difícil imaginar que esta construcción gris pueda ser algo más que una postal de la decadencia industrial. Pero adentro hay 20 jóvenes que caminan de un techo a otro. Son diez pisos de cemento, que alguna vez funcionaron como una empresa química con 900 empleados -entre ellos, el padre de Sergio- hasta que cerró en 1992.
Los 20, hombres y mujeres de entre 18 y 35 años, durmieron a la intemperie en el techo de la fábrica. Cocinaron arroz con verduras y, a las 23, estaban acostados en bolsas de dormir. A las 8, desayunaron fruta, granola, frutos secos y mate.
Desde arriba, el predio de 33 hectáreas se ve imponente: cuatro edificios, dos galpones y el cielo. Las líneas que cruzan el aire complementan el intimidante paisaje: hay tres, colocadas a 30 metros del suelo, y tienen 80 metros de largo.
Sin margen de error
"¿Viste lo que es este lugar?", dice Ezequiel, espalda ancha, remera, bermudas y, en los pies, nada, igual que todos acá. Habla sin perder de vista a tres chicos que están en las cintas: "Es una práctica transformadora, de actitud hacia la vida. Acá se balancean los miedos. Y, para poder disfrutarlo, es fundamental conocer los procesos de seguridad. Acá no hay margen de error".
De golpe, un joven se cae. Queda colgando del arnés, mirando al vacío. Lanza un grito de indignación. "Bien ahí, hermano", le dice otro, y todos aplauden. Para ellos, una caída significa aprendizaje.
El entrenamiento es en grupo porque cada equipo cuesta, como mínimo, $15.000. La iniciación siempre se hace con uno prestado. Pero también porque es dificilísimo hacer equilibrio en la cinta y dominar la mente solo, sin un compañero que haga de guía y ayude a combatir el miedo a los pensamientos.
Es el turno de Eugenia Gómez, de 29 años, formoseña, contadora. Se revisa el ocho -el nudo que va en el arnés y del que depende su vida- y se lanza sobre la cinta como tirándose a una pileta. Acostada, se desliza, gatea en el aire. Se acomoda: sube una pierna, la otra. Queda inmóvil, y respira con fuerza, lucha por conseguir más aire. Finalmente, se para. La boca seca, el cuerpo tenso. Entonces, para relajarse, canta: "Yo te llevo dentro, hasta la raíz", y sonríe.
Otro joven se baja de una cinta y queda boca arriba, acostado en el techo de la fábrica. Los músculos flojos. Ya está, lo logró. Su cuerpo bajó de la línea, pero su mente todavía está ahí arriba. Las piernas, el cuello, los brazos. Flotan. Después, se presenta: Julio Carranza, 22 años, peruano, recién llegado de Brasil. "Cuando estoy en la línea pienso 'yo, puedo'. Y me concentro en respirar. La clave es la relajación".
Mantener el equilibrio genera un estado de conciencia absoluta, un fluir de la mente que se separa del cuerpo para transportarse hacia zonas más placenteras. Eso le pasó a David Sroka, 32 años, fotógrafo. Durante un año intentó caminar en la cinta sin éxito. El día que lo logró, sintió cómo flotaba su mente, disociada de un cuerpo que le decía basta. "Ahora lo disfruto, me divierto".
Los cuerpos empiezan a aquietarse cuando cae el sol. A las 19 desmontan las cintas y juntan todo. Nadie lleva el cansancio encima. Sienten la dicha de haber jugado a balancear el cuerpo en el aire.
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