Epidemia. Cómo fue el tibio comienzo de la trágica fiebre amarilla de 1871
La primera vez que la fiebre amarilla pisó la ciudad de Buenos Aires fue en el verano de 1857. En esa oportunidad cuatro marineros uruguayos infectados escaparon del lazareto improvisado en el Hospital de la Caridad, en Montevideo, y cruzaron el Río de la Plata.
Tres de los cuatro evadidos murieron. La fiebre no avanzó por la ciudad. Hubo, más adelante, un par de alarmas, pero tampoco se propagaron. Por lo tanto, si bien a comienzos de 1871 existía cierta preocupación del gobierno por la epidemia que estaba afectando a las poblaciones de Paraguay y Brasil, era apenas un tema más en la agenda. Recordemos que pocos meses atrás, Uruguay y la Argentina, asociadas con Brasil, habían llevado adelante la Guerra del Paraguay.
En los primeros día de enero, el presidente Sarmiento envió al doctor Pedro Mallo a Corrientes, donde la fiebre amarilla estaba causando estragos. El gobierno quería conocer la situación sanitaria y ordenar una cuarentena estricta a todo barco que arribara a los puertos argentinos desde Asunción. Confiaban que esa medida sería suficiente para preservar a Buenos Aires, la ciudad más poblada del país.
En 1871, la capital sumaba 184.035 habitantes; de los cuales, 44.435 eran menores de diez años. La mitad de la población era argentina, mientras que el resto lo conformaban los inmigrantes, entre los que se destacaban los 49.900 italianos, unos 15.300 españoles y 3.230 ingleses.
Los tres primeros casos de fiebre amarilla tuvieron lugar en el barrio de San Telmo, el 27 de enero. En un principio, las defunciones pasaron desapercibidas para la población, aunque no para los médicos. La noticia se conocería cuatro días después de las muertes, cuando los periódicos informaron que estaba verificándose si efectivamente las tres víctimas –dos vivían juntas– habían adquirido la peste.
El día 1 de febrero se confirmó: presentaban los síntomas de la fiebre amarilla. Pero a la vez, se advertía a la población que no había motivo de alarma. Por el momento. O, mejor, dicho, por tres días. Porque el 4 de febrero se estableció un cordón sanitario para aislar a San Telmo del resto de la ciudad. Las casas donde se habían producido las muertes fueron cerradas. Pero antes de hacerlo, se quemaron los muebles y se desinfectaron todos los ambientes. Esto se debe a que se desconocía cuál era el agente de contagio. Por lo tanto se realizaban medidas de prevención con buenas intenciones pero sin fundamento.
El 7 de febrero, Buenos Aires fue declarado puerto infectado. Ya se entendía la gravedad de la situación. Se resolvió que ante la aparición de un contagiado, todos los habitantes de la casa debían ser sacados de allí y puestos en cuarentena en un lazareto. También se recomendaba a la población de San Telmo que tuvieran comidas regulares y que se mantuvieran secos. La medicina no podía establecer todavía de qué se trataba y el debate entre lo médicos versaba acerca de si la peste era contagiosa o no. Lo único que tenían claro era que solía aparecer en verano y que se daba con mayor frecuencia en cercanías de ríos y de lagos. En este caso, todos señalaban hacia el Riachuelo que ya empezaba a dar claras señales de pestilencia. Por otra parte, el calor se presentaba con toda su energía. El verano de 1871 repetía temperaturas alrededor de los 34 grados y no daba respiro.
En esos días de incertidumbre, se supo que un hombre que había tenido fiebre amarilla, y que se encontraba en el lazareto de Ensenada, había huido del encierro y regresado a su casa en San Telmo. Se debatía si era posible que él hubiera trasladado el mal a quienes estaban padeciendo el rigor de la peste. Lo cierto es que el hombre se recuperó y eso llevó a que muchos pensaran que él no había tenido nada que ver con el problema y que la fiebre amarilla no era contagiosa.
Preocupados por comprender el panorama y tratar de identificar al agente conductor de la enfermedad, los médicos realizaron juntas informativas que permitieron a todos unificar criterios en cuanto a los síntomas, que eran los siguientes:
- Por lo general, luego de tres o cuatro días sin saber que estaba infectada, la víctima comenzaba con violentos escalofríos en medio del sueño y luego pasaba, en esa misma noche, a soportar temperaturas de alrededor de 40º. Se conocieron casos en que, antes de la noche grave, algunos habían experimentado dolor de cabeza o fatiga muscular o náuseas o fuerte dolor en la columna vertebral.
- En pocas horas, el afectado pasaba a tener la piel seca o bañada en sudor, los ojos enrojecidos y las pupilas dilatadas. Todo esto, acompañado de un fuerte dolor de estómago, más insomnio y un lógico estado de nervios. Luego se combinaban las náuseas con una sed insoportable, congestión y vómitos negros. Así, tres o cuatro días. Hasta que finalmente, el severo cuadro se disipaba.
Es de imaginar el alivio del enfermo, la alegría de volver a la normalidad. Sin embargo, para muchos era una calma pasajera. En pocas horas, a lo sumo dos días, volvían todos los síntomas, pero recargados. El cuadro empeoraba en todos los sentidos y el enfermo, abatido, comenzaba a delirar. Moría en coma, al quinto o séptimo días después de aquella primera noche de gravedad. Aunque hubo casos de pacientes que se sostuvieron en esa terrible situación por diez o doce días.
Los médicos intentaban encontrar un hilo que vinculara a todos esos desórdenes internos para tratar de entender el comportamiento del contagio. Sin embargo, en un principio, no lograron advertir que los afectados se encontraban en las mismas manzanas y que luego pasaba a otra contigua. Muchos años después, cuando se estudió con frialdad, pudo advertirse claramente el derrotero geográfico que fue siguiendo la peste en el barrio de origen. Además, hoy sabemos que el contagio se producía por la picadura de un mosquito. Y que la persona ya infectada, al ser picada por otro de estos insectos, le pasaba la peste. Por lo tanto, si este bicho picaba a otro humano, le transmitía la enfermedad. Así fue como se multiplicó la cantidad de portadores en condiciones de trasladar la fiebre amarilla a alguien de la familia o a un vecino.
Otra de las señales que daba la peste era que no se ensañaba con los que hoy denominaríamos "pacientes de riesgo", sino que atacaba a todos por igual. Una persona con muy buen estado de salud también podía ser contagiada y morir.
Hoy, conociendo al agente de infección, sabemos que si en aquel tiempo hubiéramos tenido los espirales para mosquitos –que ya empezaban a circular en Japón–, la mortandad hubiera disminuido en forma notable.
En un principio parecía que todo se circunscribía a la zona del barrio de San Telmo, hacia el sur. Sin embargo, a fines de febrero ocurrieron muertes en un conventillo ubicado en Paraguay y Cerrito, barrio de Retiro, del lado norte de la ciudad. Se trataba de una casona con capacidad para cincuenta inquilinos, aunque ese número estaba más que sobrepasado: en total, albergaba unos trescientos veinte habitantes.
Había ocurrido lo siguiente: el dueño del conventillo, que vivía allí mismo, prohibía tirar la basura a la calle. Pedía que se juntara en el patio del fondo para que fuera quemándose de vez en cuando. En ese tórrido verano, la acumulación de basura generó el gran problema. Montones de desperdicios fueron el caldo de cultivo de moscas y mosquitos. La primera víctima fue el dueño de la casa. También murió el resto de su familia. Los inquilinos huyeron despavoridos.
En esos días se vivió la primera manifestación de malestar social. Algunos vecinos de la zona afectada partían por su cuenta para instalarse en otro sitio de la ciudad, desoyendo el pedido de la autoridades, que preferían aislarlos. Se dio un caso que generó un debate. Una familia de San Telmo que había perdido a dos de sus integrantes estaba mudándose a una casa en la calle Cuyo (actual Sarmiento) y los nuevos vecinos protestaron. No solo no los dejaban descargar sus pertenencias, sino que también les gritaban que no eran bienvenidos. Todo termino con la aparición de la policía para poner orden. Y finalmente la familia se instaló en aquel nuevo hogar.
Los apenas seis muertos de enero ya eran historia. Desde comienzos de febrero, la cifra de cualquier día superaba las defunciones del primer mes. El 6 de febrero, la fiebre amarilla se cobró la primera víctima entre los profesionales de la medicina. El doctor Buenaventura Bosch, quien había atendido a los enfermos de enero, murió atacado por la peste, en su quinta de San Isidro. Era una autoridad. Siendo unitario, había sido el médico del gobernador federal, Juan Manuel de Rosas. Docente, fundador de instituciones médicas y respetable vecino, muy querido entre sus pares, cayó en cumplimiento de su deber profesional.
Se decidió trasladarlo al cementerio de la Recoleta. El coche fúnebre y la caravana conformada por los deudos y amigos partieron de San Isidro. Sin embargo, no llegaron a destino. Fueron interceptados a la altura del arroyo Maldonado, actual avenida Juan B. Justo. Se les anunció que por una disposición municipal, el féretro no podía ser llevado al Cementerio del Norte. Luego de un fuerte intercambio de palabras, el coche pegó la vuelta. El doctor Bosch fue enterrado en el cementerio de San Isidro.
De las seis muertes de enero se pasó a 298 en febrero. La gravedad iba en aumento. No se hablaba de otra cosa en Buenos Aires. Pero aquellos nefastos días fueron apenas el comienzo de una historia tan dramática como heroica.
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