Abarca 18.000 hectáreas cerca de Gualeguaychú; rehabilitar y reinsertar animales en sus hábitats es una de sus principales actividades
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GUALEGUAYCHÚ.– Llegar a El Potrero es entrar en un mundo encantado. Representa el imaginario que muchos soñamos, el de la tierra infinita, poblada de animales, toda para descubrir. La estancia y reserva El Potrero, a pocos kilómetros de Gualeguaychú, provincia de Entre Ríos, conserva un equilibrio perfecto –tanto en sus construcciones como en las 18.000 hectáreas que abarca– entre civilización y naturaleza en estado puro. Su historia, la de una familia cerrando filas ante el anhelo de un mundo mejor, representa al hombre que, motivado, construye dando lo mejor de sí mismo.
“Mi Chivi”. Así llama Elizabeth, una vecina de la zona, a su corzuela hembra; es como un perrito, juega con los gatos. Chivi es casi como una hija para Elizabeth. “Vos hacete la difícil”, le dice mientras comenta cómo será el encuentro con Meme, el macho. “Yo tuve corzuelas en casa y se reprodujeron. Una Navidad me robaron la cría y mataron a los adultos. Y dije: nunca más. Hasta que un conocido apareció con una corzuelita que tenía pocos días de vida, y la crié –cuenta mirando a Chivi y detalla–. No quería verlos sufrir de nuevo, por eso me contacté con la reserva para saber si se podía liberar ahí.”
En cambio, Danilo, otro vecino del lugar, transitó el camino de cazador a protector. La clave fue Meme, una corzuela macho de un año y medio, que encontró en una localidad al norte de Paraná. “Salió de abajo de la cosechadora y me pareció que solo no resistiría. Así que lo cargué en el auto y lo llevé a casa. Cuanto más me encariñaba con Meme, más me alejaba de la idea de cazar. Hoy ya dejé por completo”, recuerda Danilo.
“La corzuela estaba ausente de los montes entrerrianos hace diez años. Cuando nos enteramos de Meme, hicimos contacto”, dice Daniel Ávalos, encargado de los animales en El Potrero y alma del lugar. “Danilo se interesó por conocer la reserva y saber acerca del destino que podría tener su corzuela allí. Quería que pudiera correr libre”. Desde un primer momento, el proyecto fue que pudieran reproducirse y luego liberar las crías con collares radiotransmisores, para conocer los movimientos. Y un día llegaron Meme y Chivi.
Estas conversaciones son algunas de las que tienen lugar en El Potrero. Es emocionante lo que genera este paraíso para los animales y para los humanos. En un primer momento, las corzuelas rescatadas se mantuvieron en recintos acondicionados donde se ajustaron los parámetros de alimentación y trato. Se buscó que, de a poco, incorporaran en su dieta alimentos silvestres del monte y que el vínculo con los humanos fuera cada vez mas esporádico. Hoy, las crías de Meme y Chivi corren libremente en este predio único por su historia y por todo lo que allí crearon quienes adquirieron la tierra en 2007.
“Cuando surgió repentinamente la posibilidad de comprar esta tierra, la sensación que tuvimos con mi mujer, Azul, fue que la providencia nos otorgaba el privilegio de ocuparnos de un lugar único y en nuestra intimidad sentimos que solemnemente aceptábamos una responsabilidad muy especial. Nos mudamos con nuestros hijos durante tres años, estamos integrados todos en la comunidad de Gualeguaychú. De este vivir cada día con ellos, de innumerables paisajes de montes, ríos, colinas, pastizales, bosques en galería, médanos, de amaneceres y atardeceres, brotó el instinto por el bien mayor de proteger la naturaleza, ya que mucha aún yacía intacta. La idea de la reserva surgiría del instinto protector verde de mi mujer”, relata Marcos Pereda. Azul García Uriburu es hija del artista plástico Nicolás, quien le transmitió el amor por la naturaleza.
Además de un gran artista, Nicolás fue un activista. En 1968 tiñó de verde el Gran Canal de Venecia. Más adelante se ató a un árbol en la Plaza Grand Bourg para evitar que derribaran los plátanos. Con sus plantaciones llenó de verde las calles de Buenos Aires y el Riachuelo fue una obsesión para él, tanto que en 2010 tiñó de verde sus aguas. Con estas intervenciones, alertaba que teníamos que cuidar el planeta y debíamos hacer las cosas de otra manera.
“Cuando vi una foto de El Potrero tomada desde el aire, la imagen que formaban los cursos de agua, las islas y los montes era prácticamente idéntica a un cuadro de mi padre”, cuenta Azul, con emoción. Profesionales, biólogos y naturalistas pusieron manos a la obra para definir los valores naturales de El Potrero y fueron confirmando y definiendo el valor biológico de algunas áreas prístinas en montes nativos de espinal, humedales y otros ambientes. “Es así como se decidió al final que más de la mitad del campo fuera de inobjetable valor biológico y, por lo tanto, declarada Reserva Privada Provincial”, detalla Marcos.
Especies
El Potrero tiene una diversidad de paisajes de increíble riqueza e importancia y otra gran cantidad de especies biológicas. El desafío más grande desde el principio fue lograr una armonía entre producción y conservación. Primero se idearon mecanismos de protección y vigilancia para controlar la caza y la pesca, y enseguida quedó claro que una de las prioridades sería dar mucho espacio a la educación hacia la ética ambiental para la gente de la zona y el público que la visitara. Desde entonces, conviven producción y conservación. La producción agrícola, ganadera, apícola y forestal interactúa con las hectáreas de reserva de bosques, selvas y humedales pobladas de espinillos, algarrobos, molles, ñandubays, los últimos quebrachos blancos de la Mesopotamia, carpinchos, yacarés, zorros, hurones, ciervos, ñandús, tordos amarillos, ñancurutús, jotes, chajás e incontables especies más.
Conceptualmente, el área productiva brinda recursos económicos para mantener el área de reserva y esta los devuelve con recursos ambientales que el área productiva no podría generar. El objetivo del proyecto es generar un plan sustentable y sostenible en el tiempo, económicamente autosuficiente y replicable.
Desde 2008 visitaron la reserva más de 5000 chicos de 100 establecimientos distintos de la zona. El Potrero lleva adelante un programa de educación en distintos niveles y reciben voluntarios que trabajan para conservar los ecosistemas naturales. “Queremos contagiar esta cultura del voluntario, que de manera desinteresada ayuda a que puedan llevarse adelante proyectos y campañas para el bien del planeta. Hay muchas personas que dedican esfuerzo y tiempo libre movidas por el amor y el compromiso hacia la naturaleza”, explica Azul.
A medida que pasó el tiempo, surgieron nuevas inquietudes. “Permanentemente nos enterábamos que se incautaban animales por tráfico ilegal en procedimientos en las rutas o que gente particular salvaba un animal, lo curaba y después no tenía a dónde llevarlo. Entonces empezamos a armar recintos, a habilitar espacios para poder alojar a los animales que lo necesitaran antes de ser liberados. A partir de allí, las llamadas llegan en continuado. Alguien que salvó a un carpincho, o crió y curó a un ñancurutú [una enorme ave rapaz parecida al búho] que no podía volar, o unos pequeños hermanos yacarés. Todo es posible. Y a todos intentamos ofrecerles una solución”, enumera Daniel, quien sin descanso recibe a los animales no solo con un enorme profesionalismo, sino con pasión y entusiasmo.
Daniel nació en estas tierras. Es uno de los miembros de la cuarta generación de su familia, que se crearon y allí viven hasta hoy. “Morita, la corzuela que llegó en medio de la noche junto a muchos otros animales asustados o heridos, procedentes de un allanamiento en un domicilio particular por tenencia de ejemplares en mal estado, es tímida, precavida y curiosa a la vez. Ella ya corre en la ‘presuelta’, como se llama al espacio recintado de monte nativo, donde los animales están un tiempo adaptándose antes de ser liberados definitivamente. Su historia marcó su carácter y, como tantas otras que tienen lugar en la reserva, es un claro ejemplo para nosotros de por qué los trabajos de recuperación valen la pena”, describe.
Quizá, lo que resuma a la perfección el espíritu de El Potrero sean estas palabras de Azul Pereda, una de las hijas de este matrimonio que contribuyó a ampliar y generar conciencia con la reserva: “Es un proyecto familiar, cada integrante de la familia aporta su granito de arena. Es un trabajo significativo comprendido por una familia a la luz de la crisis ambiental, de la tierra, del planeta. Hay lugar para todos. Están quienes forestan, crían vacas o abejas, y también quienes cultivan, pero el objetivo común es la conservación. En todas las áreas se protege la naturaleza, pero además la mayor parte del espacio está dedicado a la reserva”, una iniciativa que por sus características es única en la Argentina.
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